16 de enero de 2007

Morirse de gusto en Madrid (de noche)

[Publicado en ABC, 13 de enero de 2007]

Por Enrique Herrero

La noche comenzaba en tres sitios. Para empezar, el bar del Palace. La primera mesa de la izquierda estaba siempre reservada al antiguo embajador de Filipinas en Madrid, propietario de un apartamento decorado a lo película china, en pleno Paseo de Rosales. También lo frecuentaban los periodistas Ralph Forte, que jubilado se quedaría para siempre en su piso de Espalter, frente al atrayente Jardín Botánico, y Roberto L. Rooney, a quien se le conocía como «el marqués de Texas». Rooney, ya desvinculado de la United Press, residiría varios años en Madrid. El bar de Pedro Chicote ofrecía nada más traspasar la puerta giratoria la mesa de los humoristas Edgar Neville, Antonio de Lara, «Tono», los dos hermanos Mihura, Miguel y Jerónimo, y mi buen padre, que concurría menos debido a su vinculación cinematográfica y su vocación montañera. También acudían el realizador Antonio Román, y el director de fotografía Michael Kelber (el de «French can-can» y «Calle Mayor»). Una noche, los humoristas estaban preocupados porque el maravilloso «Tono» no aparecía. Cuando lo hizo, Miguel Mihura, con voz ronca y cortante, le preguntó: «¿Pero «Tono», de dónde vienes tan tarde?» Él, con su graciosa forma de expresarse, le respondió: «Vengo de ver la película «El retrato de Florián Rey»». Aclararemos que el verdadero título era «El retrato de Dorian Grey», basado en la novela de Oscar Wilde, cuya versión cinematográfica tenía mucho éxito. Al cachondo de Tono no se le ocurrió otra cosa que trastocar el nombre de Dorian Grey por el de Florián Rey, bromeando con el director de «Morena clara» y marido de Imperio Argentina en su día. Por otras mesas se repartía el «gran puteo», que velaba armas antes de lanzarse en busca del «chorlito» de turno.

Adosado a «Chicote» estaba su célebre museo de bebidas, por el que desfilaban muchas figuras como Robert Taylor, Ava Gardner, Tyrone Power y otros. Perico les ofrecía «un agasajo postinero con la crema de la intelectualidad», tal como decía Agustín Lara en su chotis.

En «Balmoral» se reunían Paco Urquijo; el piloto de Iberia Rafael Castillo, el de la varita; el escritor y crítico Miguel Pérez-Ferrero, premio Mariano de Cavia... Y un grupo de noctámbulos formado por el arquitecto Pepito Subirana, Carlos Stuyck, «el chanquete»; «el Procu», miembro de la carrera judicial; y Alfonso Fierro y sus amigos, entre los que figuraba el periodista Alfonso Sánchez. Por el bar del Castellana Hilton se asomaban los pescuezos de los actores americanos que estuvieran rodando alguna película en Madrid y sus alrededores. El vestíbulo estaba decorado con cuadros taurinos de un pintor llamado Bob Barnette, que te ofrecía una de sus obras o intentaba endosarte una cámara fotográfica Hasselbland. Allí alternaba don Jaime de Mora y Aragón buscando al yanqui «facilón» que se hiciera cargo de la cuenta. Robert Mitchum, mientras rodaba «Villa cabalga» se solía tomar allí la primera copa para abrir boca, y después cruzaba sin mirar la Castellana y se metía en el bar «San Jorge» del que el propio Mitchum aseguraba: «There are a lot of action!» («¡Hay mucha acción!»).

«Alejandro Magno»

A partir de 1955, cuando los americanos vinieron a rodar «Alejandro Magno», ese hotel se convirtió en centro del cine de Hollywood. Mi padre publicó en «La codorniz» una de sus muchísimas portadas, llamadas «Estampas españolas», que representaba la entrada del Hilton, aunque él lo llamaba «Milton», parodiando a Milton Goldstein, un alto ejecutivo en el entorno del productor Samuel Bronston. En el dibujo se veía la puerta abarrotada de coches (los «haigas»), muchos reflectores encendidos y llena de mirones. Entre aquella algarabía, dos castizos murmuraban entre sí y se leía este pie: «¡Co-producciones con Hollywood! Los españoles ponemos el co y los americanos la producción».

Los cómicos no podían (como ahora) hospedarse en el hotel Ritz. Sólo se habían hecho excepciones con Ritya Hayworth y Grace Kelly, pero se habían registrado, la primera como princesa Khan, y la segunda como la de Mónaco. Fuera de ellas, sólo se había podido alojar el actor James Stewart, aunque, previamente, se tuvo que meter en el retrete y salir vestido de general del Ejército de los Estados Unidos para que el conserje le entregara la llave. También se había colado el realizador Otto Preminger (el de «Laura»), pero sabe Dios lo que diría para que le admitieran. De todas formas, el bar del Ritz era un espacio silencioso que recordaba más a un elegante y frío sarcófago que a todo un caramanchel. La Parrilla del Rex era donde el venezolano Gonzalo González se tiró varias temporadas cantando aquello de «cabaretera, mi dulce arrabalera», que encandilaba a putas y decentes o viceversa.

«¡A Samba, vamos a Samba!»

«El Madriles»; vestido de chispero (parecía arrancado de una crónica de Emilio Carrere), y su pintoresco simón tirado por un afable percherón aparcaba en la mismísima puerta del Palacio de la Prensa esperando pasear clientela. En verano, ante la puerta del teatro Fontalba, en la Gran Vía, un tío se subía sobre un pequeño autobús tocando una trompetilla y gritando: «¡A Samba, vamos a Samba!». «Samba» estaba abierto hasta muy tarde, pero si no encontrabas un taxi al regresar tenías que tomar el tranvía de la Ciudad Lineal hasta Cuatro Caminos, que se iba deteniendo en todas las paradas, evaporizando los efectos de la juerga. «Riscal» era lo más acogedor para morir de gusto en Madrid. Su dueño, el gran Alfonso Camorra, igual te ofrecía una de sus célebres paellas a las dos de la mañana que las transportaba a París o al mismo Vaticano. Las llevaba en unas cajas marrones de cartón. Tenía dos eficientes colaboradores, Manolo Palomero y Pepe Olabarrieta. En invierno funcionaba decorado con sobriedad y plagado de fotos de Ibáñez, el fotógrafo de las estrellas. En verano, subíamos a la terraza que era más amplia y rodeada de refrescantes macetas. Desfilaban desde Fernando Fernán-Gómez a Juanjo Menéndez, pasando por Peter O´Toole cuando rodaba «Lawrence de Arabia» y aún era un desconocido que mandaban de Sevilla para que se desbravara, vigilado por Rooney, «el marqués de Texas». El productor Cesáreo González y hasta un mariquita muy popular llamado «La Carrete», que la podía armar en la punta de una lanza.

«Casablanca», en la plaza del Rey, vibraba cuando actuaba Fernanda Montel, casi siempre escoltada por el conde de Villapadierna (el del pañuelo asomado al bolsillo de la chaqueta) y experto aficionado a las carreras de caballlos. Un buen día, Fernanda desapareció, pero volvería a las noticias del brazo de un gran jazzman, el pianista Duke Ellington, todo un duque de la música.

En el Retiro rivalizaban «Florida», regentado por Kurt Dogan, que ofreció la primera actuación de una jovencísima Olga Guillot, la gran cancionetera de Cuba, y «Pavillón», dirigido por Ricardo García «El Gasolina», que si te detallaba los pormenores de la noche de presentación de Marlene Dietrich acababas dormitando.

Dos lugares muy «finolis», con piscina y todo, eran «Villa Rosa» en Hortaleza, y «Villa Romana», en la carretera de La Coruña. Cuando llegó Jorge Negrete, la estación del Norte estaba invadida de mujeres y salió de allí en volandas. Por la noche, le llevaron a «Villa Romana», y Negrete comentando lo acontecido en la estación preguntó: «¿Pero aquí no hay hombres?». En la mesa contigua se hallaba un importante diplomático que al oírle se acercó y alegando hablar en nombre de los españoles le arreó tal puñetazo que los huesos del «Jarisco» acabaron en el suelo.

Flamenco

El flamenco era copioso en muchos lugares. Elegiré el «Corral de la Morería», donde una madrugada he visto bailar con bata de cola a Miiko Taka, la bella japonesita de «Sayonara», la película del llorado Marlon Brando. Y otra noche, disfrutar de lo lindo a la triste Romy Schneider. En «El Duende», Ava Gardner era toda una diosa y las noches que descendía desafiante por la escalera de la casa de Rafael Vega de los Reyes, «Gitanillo de Triana», daba gusto observarla. Yul Briner era todo un rey antes de que empinara demasiado el codo. Asimismo, se podía ver a Luis Miguel Dominguín, primero acompañando a Lucía Bosé en todo su esplendor y tiempos más tarde durante su idilio con su prima hermana, la deseada María Dominguín. «Manolo Manzanilla», en la carretera de Barcelona, era templo para el flamenco de cuarto. Allí mangoneaba «El Cojo de Madrid» cantando y cambiando palos sin parar a base de manzanilla y taquitos de jamón serrano. Cuando Maurice Ronet y Jorge Mistral rodaron «Carmen la de Ronda», de Tulio Demicheli, se metieron un sabado de «madrugá» y salieron el lunes por la mañana para seguir filmando su película. Aquel amanecer «El Cojo» le dijo a Ronet: «¡Don Maurisio no puedo ma; estoy afisiao!».

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