17 de septiembre de 2012

Todo se desmorona, de Chinua Achebe


Okonkwo es un gran guerrero, fue el luchador más conocido por entre los poblados de su zona cuando era joven, tiene tres mujeres y un buen almacén de ñames. Es un hombre de éxito. Un hombre respetado. Comenzó de la nada, pidiendo prestados sus primeros ñames a un hombre respetable, arando y cultivando, esforzándose más que el resto. Tenía que salir adelante, porque su padre no le había dejado nada en herencia más que el miedo al fracaso, el miedo a ser como él. Con prudencia y esfuerzo,  Okonkwo se ha hecho con varios títulos de su comunidad y puede tener realistas aspiraciones de convertirse en un gran hombre de su poblado, guardián del orden y de las normas que heredaron de las generaciones anteriores.

A través de este personaje, que representa a un hombre cualquiera del África Occidental, Chinua Achebe es capaz de narrar la destrucción de un mundo. El sistema social y político que describe Achebe nos muestra unas comunidades perfectamente organizadas según normas y conceptos propios. Los matrimonios, las guerras, las cosechas, las fiestas, las creencias, todo está en perfecta armonía con el mundo que les rodea. El escenario de Okonkwo es un mundo nada idealizado, donde hasta la contradicción tiene cabida y donde la vida y la muerte –como en todos lados- tienen un sentido y un precio determinado. Un orden político, social, económico y religioso que permite continuar con la vida y asumir las dificultades inherentes que hay en ella.

Pero ¿cómo se acaba con un mundo perfectamente organizado? Las tres imágenes clásicas del colonialismo europeo -el soldado, el comerciante y el misionero- ejercen actividades perfectamente coordinadas en el relato de Achebe. Puede que no de manera premeditada, pero esta coordinación es capaz de fijarse en las incongruencias de los sistemas políticos, sociales y religiosos del periodo precolonial y utilizarlas para reventarlos. Como la dinamita que se coloca en las brechas de una montaña en la minería al aire libre. La montaña –los sistemas- queda hecha trizas a la espera de que un agente externo le proporcione un nuevo sentido.

El papel de la religión europea, del cristianismo británico en este caso, supuso la modificación de las costumbres autóctonas y la clave del conflicto colonial al suponer un reto a las creencias más firmes de la población africana. La figura de los africanos conversos, encarnados en su mayoría por los más desfavorecidos por el sistema político y social, es clave en este proceso. Avalados por el poder y la fuerza que la nueva religión les otorga se enfrentan a los poderes que antes les excluían y luego, cuando se convirtieron, les ignoraban. La revolución colonial, parece que nos dice Achebe, pudo comenzar con la llegada del misionero europeo, pero no hubiera tenido sentido sin la acción revolucionaria de parte de la sociedad africana, ya conversa. Frente a un sistema político, social y religioso africano que excluía a unos e integraba a otros, el sistema colonial otorga fuerza a los excluidos para ser ellos los nuevos excluyentes.

El comerciante, no tan presente en la novela de Achebe, es el que marca el camino y el sentido de la movilización europea hacia África Subsahariana. La oportunidad de ganar riquezas y materias con las que comerciar en nombre de la monarquía colonial es la punta de lanza de la intervención europea.

Por último el soldado es quien hace que la misión civilizadora y la misión comercial tengan éxito. La tecnología militar europea permite avasallar al enemigo africano -pacificarlo en términos coloniales- sin apenas resistencia y tan si quiera con la sensación de que el otro es un enemigo digno de llamarse tal. Su debilidad es casi insultante para el soldado, en constante y plena búsqueda de la gloria militar y colonial.

La sociedad africana que describe Achebe no fue capaz de prever ni prevenir lo que se le venía encima, oponiendo resistencia pero condenada a su fracaso. Desconocedora de la historicidad bélica europea consiente en permitir el asentamiento del misionero en su tierra, en parte aterrado por los relatos de pueblos que se han resistido y han sido masacrados, y en parte por una aparente cualidad de conformismo y prudencia que les hace esperar una reacción hasta que ya es demasiado tarde.

La novela de Achebe tiene el mérito de saber describir bien una poderosa vitalidad dentro de la sociedad precolonial y cómo la invasión europea fue capaz de subvertir el orden establecido mediante la combinación del poder de la convicción y el militar. Supuso un hito en la Historia de la Literatura cuando se publicó por primera vez, en 1958, y quizás por eso se le ha negado constantemente a su autor el Premio Nobel –autoconstituido como premio universal de las letras, pero de una evidente y aplastante europeidad. Inexplicablemente descatalogado desde hace años en el mundo editorial español, en 2010 la casa Random House Mondadori lo reditó dentro de la colección de bolsillo que dedicó a todas las novelas largas de Chinua Achebe. Su lectura se disfruta en lo literario y se sufre en lo político, siendo el sufrimiento el único camino posible para acceder a lo que Achebe desea que entendamos: cómo es posible destruir un mundo.

5 de agosto de 2012

Nosotros, de Yevgueni Zamiátin (releído)

Otra vez volvemos a analizar esta obra, con el fin de darla a conocer al gran público y para que una de nuestras colaboradoras (no digo nombres) se anime por fin a leerla.

Para analizarla vamos a prescindir de la analogía con otra de las obras cumbre de la literatura distópica escrita dos décadas después por el autor de "Homenaje a Cataluña". Y obviamos aquí toda referencia a esa obra, no porque no existan evidentes analogías, sino porque se ha escrito mucho ya acerca del tema y añadir obviedades está muy lejos del fomento del espíritu crítico, de éste, su blog.

Si no saben de lo que les estoy hablando, quizás sería bueno que se pasaran por el artículo de wikipedia o de este mismo blog escrito por el_situacionista sobre la obra a analizar y tras una lectura de ambos libros, extraigan sus propias conclusiones.

Hecho todo este preámbulo y con el fin de pasar a analizar el libro de marras, comenzaremos diciendo que debemos abandonar todo prejuicio instalado en nuestras mentes acerca de los regímenes totalitarios. De hecho, conceptos modernos como el "pensamiento único" o lo "políticamente correcto", son tanto o más cercanos al Estado Único que plasma Zamiátin, que aquel régimen al que pretendía caricaturizar, en el cual, la disidencia era uno de los pilares en los que legitimaban su existencia.

En las sociedades modernas, a pesar de lo que nos quieran hacer pensar acerca del individualismo y de la preeminencia del "Yo" frente a la colectividad, la heterodoxia y el pensamiento crítico se han convertido en productos de consumo que están orientados y definidos para determinados públicos integrados en aquello que llamamos sociedad. esto es, el "Nosotros". La diferenciación con los "otros" ha adquirido otros ámbitos que van más allá de la ideología, toda vez que ésta ha muerto según defiende Francis Fukuyama en su libro "El Fin de la historia". El nuevo poder hegemónico neoliberal  encuentra ahora su enfrentamiento en el choque civilizatorio huntingtoniano y la lucha, desde este punto de vista reduccionista, trata de convertir a los "otros" a una serie de valores, que "Nosotros" creemos, son los correctos.

Precisamente, en 2012, estamos más cerca, aunque de una manera más sutil, del "Nosotros" de Zamiátin que lo pudiera estar la Unión Soviética de aquellos tiempos. Muestra de ello es, que en la edición de la editorial Akal, nos presenta una carta del propio Zamiátin al propio Stalin, para que éste le diera permiso a áquel para abandonar la URSS con el fin de poder escribir su novela. Zamiátin, que había escrito obras para alabar los progresos del socialismo, se encontraba en una situación complicada cuando sus obras pasaron a perder el favor de los cuadros dirigentes de la URSS. El régimen soviético, prefería enviar al extranjero a un posible disidente, que mantenerlo dentro de sus dominios. En algunos casos, como en el del recordado Trotsky, incluso procuró su eliminación física una vez en México. Por analogía, en "Nosotros", esa disidencia recibe un castigo ritual dentro del Estado, aunque se prefiere la reeducación del díscolo y enamoradizo protagonista, evitando así convertir en mártir, a quien por equivocación o por influencia de otros ha cuestionado el sistema.

En la época actual, donde supuestamente ha triunfado el individualismo frente a lo social, se permite que por ejemplo, uno pueda vestir de manera diferente a los cánones establecidos, incluso se permite pensar de manera distinta y se reservan espacios para su desempeño y su desarrollo. También se permite un espacio para la protesta, siempre dentro de unas normas preestablecidas. Son precisamente esas normas y el respeto a los valores de la ideología dominante, lo que permite la homogeneización de la sociedad y el no cuestionamiento al régimen en el que vivimos. Mientras uno no se salga de la cúpula de cristal donde están asentados nuestros estados todo estará bien. Sin embargo, si a uno se le ocurre salirse de esa cúpula de cristal, vivirá en entre los bárbaros y la única salida que le quedará, será rendirse, porque "Nosotros" somos más fuertes.

He leído la obra de Zamiátin durante estos días y en varias ocasiones se me han puesto los pelos de punta. Quizás haya identificado muchas de las cosas que suceden en nuestra sociedad actual, con aquellas que se cuentan en esta distopía. Quizás estemos viviendo nuestra propia distopía. Creo que merece la pena echar un vistazo a las páginas de este libro y sacar nuestras propias conclusiones. Desde aquí invito a todo el que quiera, a comentar y a los que lo deseen a releer o leer por primera vez este libro (estoy convencido de que a ti te va a gustar). También recomendaría leer el de Orwell. Créanme, hay bastantes diferencias y dependiendo de la persona, a alguno le parecerá uno más atractivo que el otro. En lo personal, ambos me gustaron, me inquietaron y me pusieron los pelos de punta. Creo que ese era el objetivo.

31 de julio de 2012

Cuna de gato, de Kurt Vonnegut


La marea de libros de las estanterías de lo nuevo hace muchas veces olvidar que entre todos aquellos libros abandonados por las editoriales en los cuchitriles que acostumbran a ser las librerías de lo viejo se encuentran grandes obras –y en ocasiones geniales autores enteros- abandonados a su suerte. Vonnegut es uno de esos autores abandonado por las editoriales españolas. El día que lo redescubran habrá alguien que se lleve mucho dinero con las ventas de los libros. Mientras tanto, sólo queda rebuscar intentando hacerse con una copia desvencijada de Cuna de gato, una de las obras cumbre de su bibliografía.

El argumento, como casi todos los de las obras del genial Kurt, es simple: John, un periodista que tras 250.000 cigarrillos y dos ex–esposas quiere ser llamado Jonás, decide emprender una tarea nueva: escribir un libro sobre el fin del mundo. En realidad, lo que Jonás pretende es escribir una historia sobre la vida real de Felix Hoenikker el día en que se lanzó la primera bomba atómica. Lo curioso de esta historia reside en que el tal Felix es el padre de la Bomba. Las indagaciones sobre los sucesos familiares de ese día le llevarán al conocimiento de la existencia de una cosa llamada hielo nueve. Ésta es una nueva sustancia, inventada por el Dr. Hoenikker, que congela cualquier cosa que esté por debajo de 45º.

Con esto sólo nos queda en esta reseña presentarles a otro de los protagonistas de la novela: el bokononismo. Es una religión ideada por Bokonon, falso mesías de una isla caribeña donde reina la dictadura de papi y a donde Jonás se acercará intentando escribir un artículo para una revista. El bokononismo es una religión pretendidamente falsa, cuyos preceptos consisten en una serie de mentiras y rituales, contradictorios entre sí, surgidos de la imaginación de un náufrago. Si alguna vez pensó que Vonnegut era previsible, es que no vio su profundidad.

En Cuna de gato el fin del mundo está cerca. Ya te lo dice Jonás al empezar. Vonnegut tiene ese estilo peculiar a través del cual cuenta las cosas en presente, que es pasado, y sobre el que los acontecimientos no importan. Esta técnica no llega en Cuna de gato al extremo de Galápagos, donde incluso señalaba con un asterisco al final del nombre a todos los personajes que fallecerían a lo largo de la historia. En el estilo de Vonnegut* también había otra constante: ningún personaje, ninguna persona, es insustancial a la historia. Todos tienen una historia detrás de él que le hacen ser como es y que provoca que tengan tanta importancia como los personajes. Es una opción ética de Kurt* constante en cada línea.

Vonnegut* se empeña por mostrarnos el cinismo del mundo moderno. El hecho de que en esta historia cuente con un arma militar –el hielo nueve- y una religión inventada por él –el bokononismo- le permiten jugar con los hilos que sostienen nuestras realidades. No importa cuánto traiga Ud. en su mochila, disponga a arrojarlo por la borda y comencemos una carrera nueva, ya que la vida, para el amigo Kurt* era sólo una pequeña ironía donde lo importante era amar y ser amado, y no el competir, luchar, herir o pasar desapercibido.

El humor absurdo, otra constante en sus libros, también nos acompaña en Cuna de Gato. Desde el dialecto de la isla caribeña, que se trata del inglés, pero con un acento raro –divertidísimo ga-a-a-nchuh- hasta la constatación de que todo esto -la vida, la suerte, la novela- es sólo una broma infinita de dios contra nosotros. O quizás fuéramos nosotros los bromistas de un dios sin sentido del humor.

Mire mis manos. ¿Ve la cuna? ¿Ve el gato? Pues eso.

31 de marzo de 2012

La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon


Existe una máxima vital que dice que cualquier vida se puede dar por completa si se ha plantado un árbol, tenido un hijo y escrito un libro. Pues bien, en una zona de la región sur de Turquía existe no uno, sino varios árboles plantados por mí y que además crecen año a año –los sigo por Google Maps. Además este año ha nacido nuestro primer hijo. Para completarlo sólo faltaría escribir un libro, y aunque uno ha participado con varios capítulos diversas obras colectivas, es esta una cosa que no todos los mortales somos capaces de hacer debido a la extrema complejidad y disciplina que requiere la escritura de una obra. En su defecto podríamos variar la máxima vital hacia algo así: toda vida se puede dar por completa si se ha plantado un árbol, tenido un hijo y leído un libro de Thomas Pynchon. Pues bien, sólo queda decir Mission Accomplished.

No vamos a ocultar que este era nuestro segundo intento de leer a Pynchon. Ya hace unos años la disoluta vida a la que nos conducía el trabajo impidió completar Vineland. Y desde entonces ahí la tenemos, aparcada en la estantería. En espera de que nos olvidemos de las geniales imágenes californianas que en sus primeras 85 páginas –las leídas- nos brindó Thomas para volver a retomarla. 

Mientras, como uno es un hombre de retos, decidió que las horas de sueño robadas por el neonato se dedicarían a la lectura de la obra de Pynchon que parecía más asequible. Soy hombre de retos, pero no un suicida que se decida a leer obras postmodernas de más de mil páginas el mismo mes que ha de estar pendiente de una personita de cuatro kilos y de una heroína a la que colmar de atenciones.

El disparo de salida de La subasta del lote 49 consiste en la designación de Edipa Maas como albacea testamentaria de un examante que se ha hecho rico con el tiempo. Edipa no es más que un ama de casa, recién llegada de su reunión de tupperware semanal, pero no se amilana por nada. Abandona a su marido y se va a cumplir sus funciones de albacea sin siquiera sospechar que éstas la introducirán en una compleja trama de conspiraciones norteamericanas y europeas con varios siglos de historia.

El descubrimiento, y posterior obsesión, de un símbolo dibujado en la puerta de un lavabo público conduce a Edipa a preguntarse por ciertos interrogantes relacionados con la subasta. Conocerá así la existencia de Tristero, una agencia de correos clandestina que ya en siglos pasados resultó clave en guerras europeas y cuyas claves se relacionan con diferentes versiones de una misma obra de teatro.

El símbolo que encontrará Edipa Maas.
Un delirio, una invención de catastróficas e hilarantes consecuencias, lo que tuvo Pynchon con esta novela. Delirio porque la trama y la narración tienen esas particularidades de quienes describen mundos oníricos o desestructuran la literatura. Catastróficas e hilarantes consecuencias para el lector porque, además de ser extraordinariamente divertida, la obra deja en la retina del lector imágenes y mundos que se reproducen en otras obras. La catástrofe, la de verdad, consiste en llegar al final con la sensación de no haber entendido nada, pero de haber pasado por varios de los mejores pasajes que se han leído. Nada de bromas fáciles, nada de referencias culturales sencillas. Pynchon es un reto en sí mismo. Un reto de altura que muy pocos están en disposición de alcanzar. Yo, por ejemplo, no he podido alcanzarlo. Sé que se me han escapado millones de pequeños detalles. Sé también que esos detalles no son la alegoría de ningún poso de realidad, porque Pynchon no habla de los mismos temas que hablan otros escritores. ¡Es la postmodernidad, estúpido! Y así sigue, durante sus cortas 200 páginas, que se hacen largas en muchas ocasiones y cuyo final abierto se presta a cualquier tipo de interpretación.

Harold Bloom dice, al parecer, que para comprender algo de La subasta del lote 49 se ha de leer dos veces seguidas. Yo sólo le puedo responder dos cosas al gran Bloom. La primera, que ya son ganas de fastidiarle a uno los retos personales que se autoimpone. Y la segunda, que se la lea él un par de veces, si puede, mientras cambia pañales a las 4 de la mañana. Eso sí que es ser postmoderno.

Yo, por mi parte, me voy estudiando la historia de América, a ver si cuando lea algo de Maxon & Dixon entiendo algo más a parte de pasármelo como un enano.

1 de febrero de 2012

El talento de Mr. Ripley, de Patricia Highsmith


Tanto tiempo allí, sobre la mesa, que Ripley se había convertido en un asiduo a los debates titulados ¿Qué voy a leer ahora?. Pero su peor enemiga, la pereza, siempre acababa por relegarle a puestos más oscuros aún a pesar de que todos me hablaban bien de él. Acostumbrado a su lugar secundario dentro de la bandeja de entrada, acurrucado entre los ejemplares que continuaban su saga, el talentoso Señor Ripley esperaba su oportunidad sin apenas creérselo. Cómo imaginar que el día que ésta llegara él iba a reaccionar tan rápidamente, asesinando los recuerdos de los libros leídos inmediatamente antes que él, comportándose como si fuera un amigo de toda la vida y viviendo a lo grande -¡ser leído!- por una maldita primera vez.

Su creadora, Patricia Highsmith, también tuvo parte de culpa en este deliberado olvido. Aquel horrible Pequeños cuentos misóginos había hecho de Ripley una oferta menos tentadora a pesar del atractivo de su oscura y negra alma de novela. Apenas abiertos, los retraídos y miedicas cuentos de Highsmith tiraron por tierra las expectativas del que los leía y de la que los escuchaba. Más se perdió en Cuba, otras historias nos traerá la mar.

Con todo, la sola posibilidad de ver la película de la novela nos animó definitivamente a rescatar el ajado ejemplar de entre la pila y darle esa oportunidad que toda obra merece. 

Siempre pasa. En esas libros que fueron película el punto de partido se lo lleva la obra que primero conociste. Pero frente a esta constante hay otra, que nos dice que la profundidad alcanzada con un libro aún no es posible de alcanzar con una película, te la vendan en HD, 3D o en edición de lujo de siete discos.

Hay, durante toda la película, un poso de obra destinada al fracaso que sólo se puede entender si se piensa que su director y guionista aceptó desde el inicio del proyecto que jamás lograría alcanzar a la novela. Pero no sólo es el fiasco de la traducción de los lenguajes literarios al cine lo que hace decepcionante la adaptación cinematográfica. A este objetivo se consagran desde cuestiones menores, como la fotografía o la excesiva sobreactuación de sus protagonistas –en el caso de Matt Damon diremos más bien infractuación-, hasta cuestiones tan graves que son dignas de consejo de guerra literario, como el imbécil final, los absurdos personajes sacados de la chistera del director o los inútiles comienzos de la historia. Soldados, apunten, fuego.

Aunque siendo justos, alcanzar a la novela de Highsmith es complicado. El talento de Mr. Ripley no será una de las grandes obras de la literatura, pero sí es una gran obra de novela negra. Y lo es sencillamente porque encuentra el peso adecuado a cada escena y gira en torno a un personaje, Tom Ripley, con anchas espaldas sobre las que descansar múltiples historias.

Ésa es una de las diferencias entre el cine y la novela. El Ripley del cine es un chico poco inteligente, trabajador, dominado por su sexualidad y más bien plano. El Ripley de Highsmith, el verdadero Tom Ripley, es por el contrario un tipo inteligente, talentoso –como refiere el nombre de la novela-, que se odia a sí mismo no por su sexualidad inapropiada, sino por ser un fracasado. Es un tipo incapaz de hacer nada bien, de comportarse, sin el valor suficiente para delinquir ni el coraje suficiente para vivir honradamente. Él es víctima de su propia indefensión ante el mundo, de su ausencia de personalidad. No envidia los lujos o los caprichos de los más ricos. Envidia la personalidad de éstos y por ende, entiende que el dinero, o cualquier tipo de posesión personal, otorga por sí mismo una personalidad definida. Un pecado muy común, por cierto, en la sociedad occidental de hoy que en origen hace de Ripley uno más entre nosotros.

Se puede destacar también el ambiente de la novela. Alejado de los clásicos estereotipos de la oscuridad y la nocturnidad, El talento de Mr. Ripley es en realidad la historia de un crimen a pleno sol, un bronceado y hedonista crimen con persecución, fuga y recontrafuga. Si hubiera sido escrito en tono humorístico, la historia de Ripley sería una estupenda comedia de enredos. Pero los miedos de éste a ser descubierto en cualquier ocasión, de estar siendo engatusado para caer en la trampa preparada en su contra o sus sospechas sobre cualquier compañero de viaje le hacen moverse sobre el fino hilo de la desesperación culpable y la serenidad.

Gran historia en la que uno se puede sorprender sufriendo por un ser tan detestable como Tom, odiando a la amistosa Marge, temiendo a los botones de cualquier hotel o pensando qué habría pasado si ese remo, precisamente ese remo, no hubiera estado allí.

12 de enero de 2012

Crónicas de Jerusalén, de Guy Delisle


A nadie le gustan las novelas. O los libros. A todos nos gusta tal o cual autor. Tal o cual libro. Pasa igual con los géneros. Te puede gustar la literatura policiaca en general, porque te gusten los temas que suelen tratar. Pero existirá mucha literatura policía a la que ni te acercarías por miedo a que fuera ella quien te destripara a ti.

A mí me pasa lo mismo con el cómic. No es que me guste, en términos generales. Es que existen unos autores que sí me gustan lo que cuentan y cómo lo cuentan. Un estilo determinado de cómic. Me pasa con Jason y también con Eisner. Pero sobretodo me pasa con Guy Delisle

Si me acerqué a Pyonyang más por la curiosidad del lugar que por la aventura de la novela gráfica fue sencillamente porque no sabía quién era Guy Delisle. Una vez conocido ya me daba lo mismo qué o dónde lo contara, porque tenía seguro que me lo iba a pasar bien.

Leído Pyonyang, leído Crónicas Birmanas –a la que volveremos algún día para reseñarla- y pendientes de leer Shenzhen, la aparición de un volumen bastante amplio sobre Jerusalén trajo nuestra atención desde el principio.

Las claves de este nuevo trabajo de Delisle son claras. En las tres obras suya que me he leído tiene la costumbre de no adoctrinar ni interpretar según sus propios criterios. Todas las situaciones a las que hace referencia son explicadas bajo el mismo prima de la ingenuidad y la inocencia –en el buen sentido-, incluido aquellas en las que él deja de ser la excusa para contar la historia para pasar a ser el protagonista de la misma. El resultado es una sucesión de continuas anécdotas que en conjunto dan una visión global de la situación, con diferentes puntos de vista y un gran y desacomplejado sentido del humor.

Delisle vivió durante un año en Jerusalén sin hacer nada. Su mujer, empleada de Médicos Sin Fronteras, fue destinada a Palestina –en concreto se desplazaba a Gaza- y eso le situó en la ciudad santa con la única responsabilidad de atender a sus dos hijas. El resto del tiempo lo podía dedicar a trabajar en una nueva obra o a pasear por la ciudad. Y escogió esto último.

La visión de Delisle sobre Jerusalén es la de una ciudad ahogada por sus propios conflictos. Los religiosos y los políticos. En relación al religioso, Delisle explica la curiosa correspondencia entre las tres religiones y sus diferentes sectas –si bien no hace distinción ninguna entre la población musulmana. Pero es en relación al conflicto político en el que Crónicas de Jerusalén destaca por encima de todo.

Delisle no escribe desde un posicionamiento único. Es evidente que refleja una situación de presión y colonización de la población y territorio palestino por parte de diversas fuerzas israelíes. ¿Es eso posicionarse? En realidad no. Posicionarse consistiría en la defensa de un único punto de vista, justificando cualquier acto por salvaje que sea. Lo que realiza Delisle es un ejercicio de honradez narrativa que habla por sí solo, por encima de cualquier documento de denuncia.

El resultado es una muestra de la complejidad del conflicto entre dos poblaciones que viven unidas aunque separadas por multitud de barreras –sociales, religiosas y físicas. Tan pronto pueblan sus páginas los kilómetros del muro de separación, los checkpoint y la explanada de las mezquitas como judíos que creen que Jesucristo era el mesías judío que esperaban, ultraortodoxos que insultan a las mujeres disimulando que se atan un zapato o árabes que entran a comprar en los supermercados de los colonos. 

Pero el gran protagonista de esta historia es el humor. Un sentido del humor cotidiano, capaz de hacernos reír con la historia más tonta y que permite contar fácilmente historias duras y dramáticas, difíciles de digerir. El resultado es una novela gráfica genialmente dibujada y narrada por Delisle, tremendamente recomendable y altamente adictiva que, afortunadamente, podemos revivir y revisar a través del blog que el autor tuvo abierto durante su estancia en Jerusalén y que acaba, como la novela, con las mismas maletas con las que llegó, pero cargadas de un poco más de luz sobre el eterno conflicto israelo-palestino.