30 de junio de 2009

El Pentateuco de Isaac, de Angel Wagenstein

[Nota aclaratoria: Después de casi un año de lectura de este libro, procedo a la breve crónica de aquellos aspectos que aún recuerdo del mismo, no sin la ayuda de algún vistazo para copiar y pegar un par de chistes.]

Se presenta este libro como una obra muy modesta que se limita a recoger algunos de los chistes mas conocidos protagonizados por judíos mientras se desgrana la historia de Europa a lo largo del siglo XX. Evidentemente, la combinación de judíos y la historia de Europa en el siglo XX nos mostrará las cloacas de la Humanidad de forma inevitable. Pues aún cuando el objetivo de este libro no es otro que el humor, no puede evitar pasar por el Genocidio o las purgas soviéticas. Como decimos, en Europa, el siglo XX, la cloaca de la Humanidad.

Un personaje modesto, Isaac Jacob Blumenfeld, nos llevará de la mano a través de una vida cargada de anécdotas y de humor judío. Un estilo de humor hecho desde la más profunda de las amarguras que han padecido a lo largo de la historia y que no hace sino mostrar la mejor cara del espíritu de supervivencia. Sencillo, lleno de matices y totalmente descarnado en cualquier boca que no sepa recitar la Torá (el Pentateuco). Por eso nos hace tanta gracia escuchar de su propia voz todo tipo de chistes y chascarrillos sobre lo avaro, lo respetuoso con la ley de Dios o la enorme habilidad para el comercio de los judíos. Nos reímos y decimos, sí, es verdad, estos judíos….

Quizás por ello en lugar de sentir interés alguno por la historia que este polaco, austriaco, alemán o ruso, depende del momento de la historia en la que se encuentre, nuestro verdadero interés está en la búsqueda del próximo chiste. Cómo hará para encajar uno más. Despreciando, en gran medida, el verdadero interés de este libro que intenta, en cierto modo, contar algunas de las persecuciones que durante todo el siglo XX vivieron los judíos. Y es lo malo de esta obra, que no llega a ninguno de los dos extremos. Ni termina siendo un libro de historia ligero, en el que se presenten una serie de hechos históricos de una manera novelada en la que el lector tenga un seguimiento constante de ver a dónde te lleva la acción pese a conocer de sobra el destino. Y tampoco es un gran libro de humor. Es decir, no se trata de un libro cómico en exceso. Sí, la historia es amable, el tono es entrañable y los detalles más dramáticos se dejan al recuerdo del lector, pero no termina de entrar en el terreno del humor para convertirse en una historia desternillante que nos enganche. Son más bien golpes de una narración demasiado larga para un monólogo de los viejos club de comedia estadounidense.


Dos judíos de dos pueblos cercanos que ponen a discutir sobre cuál de sus rabinos respectivos tiene relaciones más estrechas con Dios y, por lo tanto, es más capaz de hacer milagros. “Por supuesto que es el nuestro”, dice el primero, “El pasado sabbat nuestro rabí se encaminó a la sinagoga, pero de repente empezó a llover a cántaros. No es nuestro rabí no tuviera paraguas, pero ya que el sábado no se debe hacer nada: ¿cómo lo iba a abrir? Miró al cielo, Jehová lo entendió enseguida y se hizo el milagro: por un lado, lluvia, por el otro, lluvia, y en el medio, ¡un pasillo seco hasta el propio templo! A ver, ¿qué me dices sobre esto?”.
Pues escucha lo que voy a contar: el sabbat pasado nuestro rabí regresaba a casa después de rezar. En el camino se encontró un billete de cien dólares. ¿Cómo recogerlo, si es un pecado tocar dinero? Mira al cielo, Jehová se dio cuenta y se hizo el milagro: por un lado, sabbat, por otro lado, sabbat, y en el medio, no me lo vas a creer, ¡era jueves!”.

2 de junio de 2009

Pulp, de Charles Bukowski

Inevitablemente. Las experiencias que uno tiene registrando la librería de un amigo cuando éste ha ido al baño terminan por marcar tu visión de ciertos autores. Sin duda, ver juntos en la misma estantería a Vargas-Llosa, Ruiz Zafón y –al genial- Chesterton te hace preguntarte qué clase de amigo tienes hasta el punto de caer en el ensimismamiento y no darte cuenta de que ha vuelto del lavabo, te está viendo cotillear en su colección de libros y sabe que le estás juzgando por ella.

-¿Se puede saber qué estás haciendo?- es su reacción más habitual –lo que revela que ya me ha pasado más de una vez. Y ante esta evidente falta de educación y modales no cabe la negación, así que se toma el camino más español que se conoce -la huída hacia delante- y se contraataca con un rápido y veloz -¿Cómo puedes tener tanta literatura de kiosco junto a tan buen libro? Otra vez te has librado y escuchas el clásico –Es que estos me los regalaron y…- En fin, no es excusa. Cada uno es culpable de los libros que le regalan. Dudo mucho que mis correligionarios me ofrecieran como halago un ejemplar de la tuercelíneas Etxebarría. Y si lo hicieran escucharían tras las risas un –Vale, vale… ¿dónde está el de verdad?-.

Pero obviemos lo que de clasista tiene esta anécdota y la falta de educación de esta afición tan mía por escrutar las estanterías ajenas –confieso una adicción rayana en la obsesión que consiste en diseccionar cualquier foto que alguien cuelgue en Internet, ya sean blogs o facebooks, para ver qué títulos reconozco, así como también confieso que pierdo el interés por esa fotografía en cuanto encuentro un número indeterminado pero suficiente de libros que no me gustan. Olvidemos, por tanto, los calificativos que podemos ponerle a esta afición para analizar aquella estantería que una vez encontré a mi paso. Tan importante como los títulos y autores que conoces son los títulos y autores que no conoces. Y por culpar de obviar esto último, los autores que no conozco, y centrarme en los autores que sí conocía –y con los que tenía un conflicto abierto y personal-, me perdí durante años los libros de un tal Charles Bukowski.

Constantemente el nombre de este autor aparecía en las estanterías y labios de quienes compartían sus días y sus noches con libros de Vázquez-Figueroa o Ken Follett, que son como el César Vidal y la Carmen Posadas de la novela de aventura. De manera que me resultaba imposible discernir qué hacer con Bukowski. ¿Lo clasificaba de literatura de kiosco o me arriesgaba a adentrarme en una novela de él? Podrán decirme que no es tan grave empezar una novela sin estar seguro de si te gustará, pero cuando uno tiene la bandeja de entrada tan absolutamente cargada de títulos que esperan impacientes, el fracaso de una elección se mide por el nivel de carcajadas que aún te esperan en la estantería de siguientes.

Pero un buen día a uno le da por aventurarse y resultó que no siempre los cálculos razonables pueden llevar razón. Al menos en literatura. Y al final nos acercamos a nuestra primera novela de Bukowski que, por cierto, fue la última que escribió: Pulp.

El título, ya por sí mismo, gusta. Las pulp eran revistas populares que contenían muchas historias dentro de sí mismas y cuyo mayor equivalente en la España de nuestros días -¡vive dios cuánto tiempo llevaba queriendo escribir esta expresión!- tendrían su equivalente en los fanzines. Pero además el argumento con el que Bukowski comienza la novela provocó que sintiera ganas de sentarme a leer.

Nos situamos en la piel de un detective de Hollywood, más bien el único superviviente del verdadero Hollywood, llamado Nick Belane. Su negocio de detectives no va bien. Su vida amorosa no va bien. Su acierto en las carreras no va bien. Y para colmo la botella se ha acabado. Le van a echar del despacho por no pagar el alquiler y con ello se pondría fin a su trabajo. Un detective sin despacho no es un detective. Consigue evitar el desahucio con una brillante técnica que le lleva dando resultado muchos años: patada en los huevos al casero. Sin embargo sabe que esta técnica pronto perderá su eficacia –el vital elemento sorpresa se ha perdido- y es por eso que Nick anda preocupado. Por eso y porque la botella sigue estando vacía. Es entonces cuando aparece una nueva cliente. Ella, recomendada por un misterioso hombre, le hace un encargo realmente extraño. Habrá de buscar a Louis-Ferdinand Celine, escritor francés aparentemente muerto en París el 1 de Julio de 1961. Y digo aparentemente porque existen razones de peso para pensar que Louis-Ferdinand consiguió seguir con vida. Y es que la nueva cliente no es otra que la Sra. Muerte en carne y hueso.

La única pista a seguir será una librería en donde Celine se ha dejado ver últimamente y a la que Belane se acercará para escuchar cómo el autor francés se queja de Faulkner y afirma que Thomas Mann le aburre hasta la extenuación. Mientras Belane trata de avanzar en la investigación, la cual inevitablemente le conduce hasta la barra de cualquier bar, otros casos comienzan a aparecer en la agenda de este detective privado. Un marido rico y celoso piensa que su nueva y joven mujer se la está pegando con otro. Un tanatopractor que desea quitarse de en medio a una escultural mujer que lo persigue y lo domina. Y ese misterioso señor que le recomienda por toda la ciudad como un detective de confianza también tiene para él un caso, el más extraño de todos, encontrar al Gorrión Rojo.

Todos los casos se van entrecruzando de la manera más desordenada. Belane sólo trata de dar con la clave que los desenmarañe de una vez todos y cada uno de ellos y sin duda ésta habrá de estar en el culo de una botella. Mientras se pasea por todos los bares de la ciudad encontrando pelea, se escapa de caseros furiosos, vecinos psicópatas o cobradores con profundas raíces literarias –no obstante se llaman Dante y Fante-, Belane no hace absolutamente nada. Como si fuera un Bartleby de los barrios sucios, Belane no es capaz de avanzar en ninguno de los casos y sólo se queda sentado frente a la botella mientras se asegura a sí mismo que la solución a todo está a punto de llegar. Aunque en el fondo no es un Bartleby ya que dentro de él late un ímpetu por ponerse a actuar ya, ya mismo, lo que pasa es que la botella pesa más que la voluntad. Cuando por fin termina por actuar, sin duda para conseguir más dinero para bebida o para pagar más apuestas, Belane no hace más que enmarañar más el asunto. No es cómico por cuanto todo apunta a una conspiración de final trágico, pero lo podría ser.

Un libro de fácil lectura, de esos que se puede encajar entre dos lecturas más exigentes para desengrasar pero que sin embargo ofrece más de lo que aparenta. Como Belane, Pulp es una novela que engaña. Bajo su aparente género negro y sucio late una valerosa despedida del mundo de los vivos de su autor –Bukowski incluso se llega a describir dentro del ataúd a sí mismo- y una reflexión sobre la vida y la muerte que me encantaría poder explicar en estas líneas, pero es que se ha acabado la botella.