30 de octubre de 2008

La Guerra de los Mundos, de H. G. Wells

Hoy, 30 de Octubre de 2008, cuando se cumplen 70 años desde que la grave voz de Orson Welles radiara en vivo y en directo esta genial novela del autor inglés Herbert George Wells, es el mejor día para reseñarla.

Publicada en 1898, hace ahora 110 años, la novela La Guerra de los Mundos es una terrorífica narración en clave de ciencia ficción. Llevada al cine, directa o indirectamente, cientos de veces y con muy dispar resultado, la historia ha variado tanto de una interpretación a otra que el resultado final e inesperado del relato es casi de sobra conocido por todo el mundo. Sin embargo no seremos nosotros quienes contribuyamos a que alguien desheche esta obra sólo por conocer su final y les aseguramos que durante esta destripación, no se revelarán contenidos del fabuloso final.

Los personajes en cuyas manos estamos son dos. El narrador, quien nos cuenta una historia vivida en primera persona, de supervivencia y horror en un pueblecito de Inglaterra asediado por esta guerra; y un familiar suyo residente en Londres, quien también logró sobrevivir y contar su relato a nuestro narrador. Esto nos da dos planos de una manera un tanto artificial en la novela, pero que sin duda se agradecen. La historia principal, enclavada en el mundo rural, es una trepidante historia de asedio y persecución a su protagonista y los compañeros que encuentra por el camino. La historia de Londres, es el principio de la decadencia humana. Así de crudo, así de horroroso.

En la novela, ya se lo imaginarán por la preciosa primera portada de la novela que ilustra este post, trata de la invasion del planeta Tierra por parte de extraterrestes con ambiciones territoriales. Wells describe la llegada de estos seres mediante un personaje tremendamente educado, racional e ilustrado, incapaz de comprender tal barbarie de destrucción. Los extraterrestres se le presentan como un grupo perfectamente organizado, con admirable tecnología y un raciocinio excepcional. Pero no logra descifrar los códigos morales que manejan para destruir sus pueblos, eminentemente pacíficos.

H. G. Wells era un escritor con un tremendo sentido crítico de la sociedad en que vivía. Junto con C.K. Chesterton -uno de los más grandes de todos los tiempos- formaba un grupo literario crítico con la sociedad victoriana e imperialista. Si Chesterton decidió enfocar su rabia por las injusticias y sus críticas al sistema desde el humor brillante, Wells logro hacer lo mismo pero desde el mundo de la ciencia ficción, primero, y desde el mundo de la literatura social después.

En su fabuloso libro La Máquina del Tiempo -corran a leerla-, Wells critica el sistema capitalista, contra el cual luchaba desde la sociedad Fabiana. El mundo del futuro que creó en esa novela simbolizaba a unos capitalistas dominados por las bestias, por el proletariado y las máquinas que ellos mismos habían ideado.

Aquí, en La Guerra de los Mundos, H.G. Wells habla del imperialismo, de la barbarie de aquellas sociedades que, como la suya, dominaron la técnica para asaltar sin motivo, sin razón y sin perdón a las sociedades pacíficas que jamás habían hecho nada contra ellos. El hecho de que los extraterrestres siempre sean caracterizados dentro de sus infernales máquinas de acero, les convierte en otros no humanos y dramatiza la fe que, en el momento de publicar la novela, se les tenía a las máquinas como capaces de aliviar las dificultades de toda la humanidad.

Un buen motivo el de leer la novela ahora que se cumplen 70 años de que Orson Welles alterara el sueño americano una semana antes de las elecciones presidenciales. Cuando se cumplen 110 años de la invasión de Londres, o 70 de la invasión de Estados Unidos. Siempre es un buen momento para leer a H.G. Wells.

19 de octubre de 2008

El ruido y la furia, de William Faulkner

Ya me advertía el_situacionista que Faulkner no era fácil, nada fácil. Mucho menos si tienes de fondo de coro a un grupo de octogenarias haciendo aquagym con los grandes éxitos del verano pasado a todo volumen. “El ruido y la furia” es un libro complejo. Su estructura no da tregua al lector y constantemente se necesita hacer memoria de la historia leída hasta esa línea con el objeto de entender lo que está pasando y encajar todas las piezas. Se agradece el acierto de Cátedra, bajo la edición de Mª Eugenia Díaz Sánchez, de incluir el estudio previo que desgrana gran parte de los secretos que esconde el texto (disculpen que no se la portada promocionada). En este estudio se incluye una pequeña guía de los apartados que componen esta obra. Lejos de querer facilitar las cosas a los futuros lectores, yo les recomendaría que dejasen de lado estas notas para leer el primer apartado sin ningún tipo de referencias. Si son capaces de leer la totalidad del capítulo, no tendrán problema en acabar el resto del libro. Eso sí, una vez terminen con cada uno de los días (así divide su obra Faulkner), lean la guía correspondiente y relean el día para entenderlo en su totalidad. Disfrutarán mucho más de esta tormenta.

El ruido y la furia” no es el retrato de la familia Compson, protagonista de la novela, sino la disección del Sur de los Estados Unidos en toda su miseria. Desde el núcleo de una familia sureña tremendamente religiosa y supersticiosa, términos redundantes, se descubre una sociedad puritana que apura su estilo de vida al compás de cambio marcan los nuevos tiempos. Frente a una madre recluida en su habitación, avergonzada por no haber podido parir un “hijo normal”, el entorno se vuelve cada vez más hostil, hasta el punto de no poder controlarlo y verse en la necesidad de borrar todos aquellos recuerdos que le resultan incompatible con su manera de pensar.

A Faulkner le encanta someter a la máxima presión al Sur. Probablemente, la mayor parte de las cosas que la familia Compson vive en esta novela (y en otras obras, pues fue desarrollando parte de su historia a lo largo de los años), se toman con toda naturalidad. Algo propio a su sociedad. Sin embargo, tras el cristal de este escritor, que realiza una hipérbole de su descripción, y en nuestro propio entender, todo resulta tremendamente exagerado, caótico, cruel y desgarrador. Para empezar nos encontramos con el relato del menor de los hijos de esta familia. Un deficientemente mental en cuya mente indaga Faulkner en busca de la percepción que tiene de lo que le ha tocado vivir. Supongo que ante hechos sin mucha lógica, una perspectiva tan aparentemente sencilla puede ayudar a mostrar la intolerancia de la sociedad ante la diferencia. Ya sugeríamos en el anterior párrafo el inmovilismo de la madre, un personaje que encarna como nadie la rigidez de la hermética sociedad sureña hasta el punto de cambiarle el nombre a su propio hijo por la vergüenza que siente ante él. Algo a lo que Benjamín (así se llama el pequeño de la familia) permanece ajeno en la descripción de los hechos, que aparecen desordenados y confusos. Sólo la permanente atención al texto nos permitirá desgranar una historia que será refutada por los siguientes relatos.

La tragedia no necesita llamar a la puerta en esta novela. Está presente desde el primer momento y se deja notar a cada paso. Presa de la superstición más pueblerina, la familia Compson deambulará por todo tipo de desgracias. En parte puede que debido al asfixiante ambiente, algo que está presente en todo el texto. Sin embargo, Faulkner se apresura a juzgar a sus personajes, rescatando su inocencia primitiva (como por ejemplo hace con un Benjamin al que castran siendo inocente de toda culpa) y haciendo culpable a la socialización de todos sus pecados. Una perspectiva que puede resultar convincente a juzgar por la presentación que hace de los elementos socializadores, como la familia (una madre ultrarreligiosa y conservadora, un padre pastor y alcohólico) o el entorno. No obstante, al descubrir el sueño en el que vive Quentin (otro de los hijos), en el segundo de los relatos, y su incestuosos deseos respecto a su hermana, uno se pregunta si el Sur es el estercolero de Dios. Tanta concentración de desgracias no la consigue ni Céline en sus mejores momentos de inspiración. Pero ya es tarde para valorar la respuesta a esta pregunta, el segundo día está acabando y la novela ya te ha atrapado hacia el desenlace de cada uno de los personajes.

Será en la tercera división en la que Faulkner se vuelva más convencional a la hora de escribir. Después del ejercicio de ordenación que supone el relato de Benjamín y la indagación que requiere el de Quentin, los hechos que relata Jason, el menos agraciado de los Compson (excluimos a Benjamín, al que nunca valoraron), suponen un descanso para la mente del lector. Lleno de rencor por lo que cree que podía haber sido y lo que es, condenado a vivir una vida que no siente suya, se ve atrapado en una serie de engaños que le permitan intentar aproximarse a aquello que su madre (viuda ya) deseaba de sus hijos. Hombres respetables del Sur. De este modo, Jason se enfrenta a su personaje público, que en realidad sólo interpreta ante su madre, y su verdadero yo. Una nueva muestra de la necesidad de cubrir las apariencias, mucho más cuando te ha tocado cuidar de la hija de una hermana a la que su marido abandonó. Una falsa moralidad por la que habitualmente uno siente vergüenza de lo que se supone que sienten de los demás, pero que termina pasando por alto al tratarse de uno mismo. Pero la carga religiosa, latente en toda la obra, ha hecho que la madre no sea ni capaz de mencionar el nombre de su hija, enfrentando la educación de su nieta como la salvación de sí misma. Ella le ha fallado a Dios y este es su castigo.

Disley, la esclava negra que trabaja para la familia desde que era pequeña, siendo ya una anciana, será la encargada de llevar a Benjamin a la Iglesia el día de Pascua. Relato final que se centrará en un servicio religioso que condenará el comportamiento de toda la familia, convirtiéndose este último día en una especie de Juicio Final. Una prueba que los actos no superan pero que, sin embargo, no obtienen una condena. En el Sur, a pesar de lo vivido, todo sigue igual.

Faulkner se esfuerza en construir un escenario al que ya no se puedan sumar más desgracias. Condena a los protagonistas por sus comportamientos heredados del ambiente que respiran, liberándolos de su culpa, de su Pecado Original. Del mismo modo en el que, tras realizar una disección precisa del comportamiento de esta sociedad, finalmente termina por olvidarse de sus intenciones. Poco o nada importa. Igual que Benjamin, viejo y cansado, llora y grita cada vez que alguien cambia un ápice sus costumbres diarias, el Sur se protege y lucha por perpetuar su estilo de vida. Independientemente de las víctimas que puedan originarse, esta confusión en la que está escrita esta novela, las historias forzadas, la tensión buscada… todo queda olvidado si el orden natural de las cosas sigue su paso. Si el Sur sigue siendo el Sur. Muy probablemente, lejos de odiar este instinto de conservación, Faulkner permanecía fascinado.


15 de octubre de 2008

El niño con el pijama de rayas, de Mark Herman

No leí el libro. No me llamó la atención lo suficiente y la portada con las rayas cantaba demasiado. Cuando la obra de John Boyne se convirtió en todo un éxito quedó desechada definitivamente de mi lista de libro. No por una cuestión de esnobismo (social), sino por el poco sentido que le encuentro a leer una novela de éxito rápido que ha tenido una más rápida compra de los derechos de autor para su adaptación al cine. Sí, en este caso está claro, para qué leer el libro si la película tardará unos poco meses en llenar las mantas junto a los acceso al Metro de Madrid.

La película arranca, como no podía ser de otra manera tratándose de un pseudodrama infantil, con la mirada de un niño alemán. Una óptica que no abandonaremos a lo largo de toda la cinta y que se convierte en el soporte de toda la historia. La cálida e inocente mirada del muchacho mostrará una realidad distinta, a la que no encuentra lógica y de la que sólo se hace preguntas. Hijo de un militar de alto rango de la Alemania nazi, su familia se traslada a un campo de concentración del que se hará cargo. El niño, que no entiende en qué consiste su nueva vida, se cuestiona sobre el campo de concentración, al que él llama granja, y por qué los granjeros van siempre en pijama. Quizá sea esta la parte más decepcionante para todos aquellos que han leído el libro. Todos ellos, casi a la vez, resuenan en mi cabeza como si se tratase de un cerebro esquizofrénico, repitiendo una y otra vez, que en el libro, en ningún momento, se da pistas sobre el lugar en el que el niño está, componiendo, desde la inocencia del niño y sus preguntas, la realidad por la que se transita. Como es obvio, en una obra literaria, la imaginación la pone el lector, mientras que en una película, la imagen, casi siempre, mata la poca que nos queda. ¿Cómo podía haber evitado el director esta pérdida de la sorpresa? No había manera.

Puede que por ello lo único que le queda a la película sea el simbolismo. No deja de ser más o menos evidente que el niño protagonista, en su constante intención de explorar el entorno que le rodea, no es sino un sencillísimo símil de alguien que desea conocer qué pasa en realidad en un mundo que no estaba preparado para lo que vivió. Una cierta licencia, a mi modo de entender, pues si se supone que el niño hace de Humanidad, y va enterándose de que la granja no es una granja, o de que los pijamas son en realidad uniformes, hasta toparse con un niño al otro lado de la alambrada, todo resulta una inútil prolongación de la fábula en la que vive Occidente y según la cual nadie sabía lo que pasa en los patios traseros de media Europa.

La estructura recuerda a “La vida es bella”. Dos niños en medio de un conflicto que, a través de sus juegos, diseccionan materias tan trascendentales como el bien y el mal, la razón y la sinrazón, la cobardía… fácil, facilón. Puede que el director Mark Herman, tras matar a con el objetivo de la cámara la sorpresa de descubrir que la película va sobre el genocidio, renunciase, víctima de texto de Boyne, a construir una verdadera fábula sobre el tema. Algo que pudiese poner un punto de calidad en una colección de títulos que, con la excusa de tratar un tema tan delicado como el holocausto, se sirven de todos los recursos al uso para con, la lágrima fácil, seducir a una audiencia que ya no distingue matices ni colores entre tanta homogeneidad. Por ello, “El niño con el pijama de rayas” resulta una película ramplona que podía haber tenido casi tanta trascendencia cinematográfica como mediática. Sin embargo, los tópicos y usos habituales a los que se recurre, próximos a un fácil sentimentalismo, evitan que pueda convertirse en una gran película. Lástima que a Herman le flojeasen las fuerzas a la hora de agarrar el timón. No es que la película sea mala. Se trata sólo de que en ningún momento tiene más rumbo que el que el espectador imagina.

Como siempre que se trata de una película con protagonistas infantiles, el trabajo de casting es notable. Debe resultar especialmente sencillo elegir a los niños que encarnen un papel entre miles de candidatos, pero aún así, no deja de ser meritoria la mirada del niño protagonista (al que ya vimos en "Son of Rambow"). Unos ojos que nos conducen a un final precipitado e imaginado desde el mismo momento en el que ronda por la alambrada. Un final impuesto a modo de último golpe a un espectador que ya está demasiado acostumbrado. Una pena que no brille más esta película.