

Sea como fuere, uno se acerca a la pantalla en el viernes del estreno a ver cómo es eso de juntar una buena novela –No es país para viejos, de Cormac McCarthy-, un(os) buen(os) director(es) –los hermanos Coen de fetiches como Oh Brother o El gran salto- y un buen puñado de actores –el Bardem, Tommy Lee Jones o Josh Brolin -¡esos míticos Goonies!-.
Comenzando por la novela diremos que parece que es uno de las mejores novelas del oeste de Cormac McCarthy. No la hemos leído –aunque pueden encontrar en este blog la reseña de su última novela- pero de este singular escritor norteamericano no hay más que buenas referencias. Muerto Borges, ahora si no te nombre Harold Bloom no eres nadie en esto de la literatura, y respecto a McCarthy ha dicho que está en el grupo de los tres grandes autores norteamericanos del siglo XX, junto con Philip Roth –no se pierdan la ácida crítica de la adaptación de Isabel Coixet de una de sus novelas- y Thomas Pynchon. Casi nada. Ponerlo a la altura de estos dos monstruos literarios anima a acercarse a la estantería ahora que el libro ha salido en bolsillo o esperar a Ottinger a la salida de su casa para robarle el ejemplar de La Carretera. La lástima es que, según parece, los hermanos Coen han transcrito casi literalmente la línea argumentativa en su guión adaptado, con lo que sólo cabría que disfrutar de la trepidante prosa de la que McCarthy, dicen, hace gala.
Sea como fuere, la dirección de los Coen hace un buen trabajo. Siempre ha resultado complicada la traducción del lenguaje literario al lenguaje cinematográfico. Muchos guiones terminan por omitir detalles aparentemente insignificantes de la trama que resultan ser fundamentales para comprender a los personajes. Basta recordar los ejemplos de Blade Runner o La Naranja Mecánica para saber que un mal guión estropea la historia y deja al espectador sin comprender qué es lo que ha pasado y, sobretodo, cuándo. Para quien no se ha leído la novela, el guión de los Coen permite seguir la trama sin ninguna dificultad. Llegamos a atisbar que quizás el personaje del sheriff, interpretado por Tommy Lee Jones y del que hablaremos ahora, tiene un papel más importante en la novela que en la película, pero todo esto no es óbice para que la trama se disfrute y se comprenda en su totalidad.
Del trabajo de los actores cabe destacar, por encima de todos, el de Tommy Lee Jones y el de Javier Bardem. No es que Josh Brolin no sostenga perfectamente su parte, pero su personaje, más preocupado por sobrevivir que por demostrar, le limita la contribución. No es país para viejos es, en palabras de los Coen, una película de acción. Al menos lo más de acción que dicen van a hacer los Coen. La trama consiste en una persecución doble. Brolin es perseguido por Bardem y Bardem a su vez es perseguido por Jones. Tres personajes en un continuum habitado a su vez por un personaje colectivo: Los Mejicanos, quienes persiguen también a Brolin, y por Woddy Harrelson, que persigue a Brolin y a Bardem.
Contrariamente a lo que se pudiera pensar con tanta persecución, no hay apenas carreras ni trepidantes vuelcos de coches. La acción es tranquila, sutil y a la vez tremendamente violenta. Tommy Lee Jones interpreta a un sheriff en sus últimos años de actividad, de familia de policías, inmerso en esta persecución violenta que le hace replantearse hasta qué punto conoce a los seres humanos. Muy reflexivo, pausado y temeroso de la violencia que sitia su territorio, el sheriff Ed Tom Bell a quien interpreta sólo tiene una cosa clara en todo este follón: que alguien se va a hacer daño, y eso es una pena. Introduce un punto de humor y de acidez en los diálogos a causa de su situación dentro de la acción y, como decíamos, su importancia narrativa se intuye mayor en la novela. Obvia decir que el papel de Jones es perfecto para su personalidad. Quizá hay momentos más propios del Agente K, pero qué le vamos a hacer, los fetiches nos persiguen a todos y Tommy Lee Jones quedó estigmatizado tras protagonizar Men In Black.
Por su parte, Javier Bardem borda el papel de psicópata. Como si recién saliera de una discoteca madrileña, Bardem sabe infundir miedo y ser el centro de las miradas, convertirse en aquél al que queremos ver en la pantalla. Su impenetrabilidad provoca una tensión en la sala que sólo es desahogada con una risilla histérica o con un estremecimiento de terror. Tiene una capacidad para hacerse tan siniestramente normal que levanta suspicacias en los espectadores, quienes se miran entre ellos preguntándose si con quien está compartiendo el apoyabrazos será quien le aseste el golpe definitivo.
El ritmo de la película es el del clásico western norteamericano. En principio una pausa y un sopor anidan en quien se sienta a ver la película, pero cuando se quiere dar cuenta, en ésta han ocurrido tantas cosas y de una manera tan acompasada que le resulta insoportable la idea de estar aburriéndose, comienza a preocuparse por quién alcanzará a quién y cómo. Si les ha asustado la palabra western no se espanten porque caballos sólo salen dos. Aquí hablamos del Oeste norteamericano de ahora, en donde la vida transcurre lenta incluso si te la van a quitar en la siguiente esquina. En donde –para quienes la vean en su versión original- el inglés es tan ininteligible a causa de los acentos sureños, que la lectura de los letreritos se hace imprescindible. No planifiquen el ir a ver esta película. Simplemente vayan, porque para cuando lo planearan ya podría haber llegado su última hora.
Pero hay obras que sus características le confieren un plus de peligrosidad. Son grandes, tremendamente grandes. Son actuales, de rabiosa actualidad que dirían nuestros periodistas de hoy. Pero también son un poco aburridas. Dentro de este grupo podemos encontrar Los pilares de la Tierra, de Ken Follet –y su continuación, me temo-; cualquiera de Vázquez-Figueroa; El señor de los anillos, de Tolkien –sí, los tres tomos; y –lo siento por Ottinger que aún no la ha acabado- Las Benévolas, de Johnatan Littell.
Confesemos que acudimos a la llamada del bestseller casi en cuanto salió a la venta. La mercadotecnia de la literatura tiene estas cosas, y cuando se escucha con tanta insistencia hablar bien del libro a unos más que respetables críticos –Jorge Semprún lo ha llegado a definir como “el acontecimiento del siglo” (sic)- los miedos se caen al suelo y se juntan con los liliputienses restos de lo que un día fue el primer tomo de Tolkien. Corrimos innecesariamente por las últimas páginas de una muy buena obra ya destripada aquí para poder engancharnos a esta historia de la Segunda Guerra Mundial que nos cuenta su protagonista, Max Aue, oficial de la SS y perteneciente al servicio de información.
Como si ante un juez poco benevolente –nunca mejor adjetivo- nos encontráramos, nos defendemos de las acusaciones de haber escogido mal esta vez alegando que ya sólo la historia del tipo que lo ha escrito gustaba. La misma trampa mercadotécnica nos había contado que el novelón de 979 páginas fue escrito por Johnatan Littell, estadounidense criado en Francia y residente en Barcelona, durante un solo fin de semana. Mito que, poco a poco se va desmitificando. Junto a esto, que hacía parecer a Littell como un tipo raro al que apetecía conocer, la concesión de dos importantes premios franceses a la obra –fue escrita en originalmente francés-, tales como el Goncourt y el Grand Prix de la Academia Francesa, la hacían muy tentadora de leer. Todo apuntaba a que se iba a disfrutar de la ascensión a esta montaña. Incluso la pedantería del título de la obra llamaba la atención. Pero resultó que al llegar arriba sólo nos encontramos con la vista de un basurero.
Como ya hemos dicho, Littell nos pone en los ojos de un oficial nazi, culto, de familia más o menos acomodada, bien relacionado y que tras haber finalizado la guerra logra escapar. Estamos ante sus confesiones, ante la necesidad que siente de contar por escrito todo lo que un día hizo, ya fuera bueno o malo. El prólogo del libro es literalmente un serrucho contra la moral surgida de las cenizas del Reich. Littell sabe cómo tocar esa fibra sensible en el lector que provoca cierta ira a la vez que establece una comprensión. La tesis que expone en esas 30 primeras páginas –a saber, que nadie fue más o menos culpable del Holocausto, pues todos en realidad estaban alineados dentro del sistema nazi-, por muy contestada que pueda ser, es dinamita para los principios morales con los que contamos y tiene una poderosa receta de verdad. Sin embargo ahí acaba todo. Desde la página 30 a la 979 el libro ya no levanta la cabeza. Y son muchas páginas dando cabezazos.
No estamos hablando de que el libro sea malo. Estamos hablando del problema que tiene Littell a la hora de escribir. El autor nos parece que es un hombre muy aplicado y que se ha documentado bien, casi diríamos que excesivamente bien. Sin embargo no está escribiendo un libro de historia, y los datos, la información que él se presta a otorgarnos, interrumpen el relato y estropea cualquier atisbo de diversión durante cientos de páginas. Desde aquí, sin llegar a sentirse unos conocedores de la historia del nazismo, hemos podido comprobar que Littell se empeña por demostrar que ha leído LTI de Klemperer, Modernidad y Holocausto, de Bauman, Eichmann en Jerusalén, de Hanna Arendt o incluso la denostada biografía El secreto de Hitler, de Lothar Machtan. Y no vamos a decir que plagiara a esos libros, sino que fusiló las teorías que en todos ellos se muestran de una manera más que vulgar. Pareciera que no ha tomado muchas decisiones de escritor –es decir, que no ha cortado fragmentos fatuos. Además de esto, Littell se empeña por mostrarnos lo leído que es, y durante muchas páginas no ceja en su empeño de hacer referencias literarias a diestro y siniestro, enseñándonos qué libros ha leído o, sencillamente, justificando la extraña personalidad del oficial Aue a través de las lecturas que evoca el relato. Lermontov, Flaubert, Burroughs, son muchos los nombres que Littell desgrana a través de sus páginas y no, sentimos decirlo así de claro, pero las perversiones de Aue no quedan en absoluto apuntadas con decir cuánto le influyeron este o aquel autor.
Con todo, el libro tiene sus puntos a favor. El principal, por polémico –aunque ya advierto que la polémica no es más que una construcción social realizada por seres fácilmente escandalizables-, es el hecho de que durante la gran mayoría del relato uno puede sentirse identificado con el verdugo, con ese cruel oficial de la SS que protagoniza la historia. Su personalidad, monstruosa y humana a la vez, nos convierte en lectores de puro instinto maternal que se apiadan de él para volver a reprender sus acciones inmediatamente. El personaje nos tiene que caer mal –que lo hace-, pero también ha de mostrarse cercano a nosotros a fuerza de mostrar sentimientos de piedad ante los actos criminales que cometen sus compañeros, a fuerza de resistirse a participar de unos horrendos hechos que, aún así, considera necesarios para la consecución de sus ideales, por empecinarse en dar de comer a los presos, sea cual sea su motivación última. Sin embargo, aunque la moralidad del personaje sea la verdadera protagonista y su lucha nos provoque, Littell fracasa en muchos aspectos de la construcción literaria del mismo. Los arquetipos sacuden la figura de Max Aue convirtiéndolo en un sádico de ojos rojos cuando se deja llevar por sus sentimientos, un pervertido sexual obsesionado con la defecación, un clasista y un burócrata del patíbulo.
Si algo hay más cruel que ser un asesino, es ser un asesino burócrata. La burocracia es otro de los personajes de esta novela. Un sinfín de formularios y compromisos entre diversas administraciones son necesarios para matar a tal cantidad de gente y en esto Littell sí acierta. El protagonista, por su formación en derecho, se verá inmerso en la administración del crimen y, por lo tanto, los problemas principales le surgirán del intento de coordinación entre las distintas administraciones para lograr que los intereses del pueblo alemán se cumplan. Littell nos retrata un Reich sobrecargado de responsables de sección, inmersos en peleas intestinales en donde las víctimas tan sólo son un escalón para lograr éxitos y, en raras ocasiones, un enemigo al que odiar. Una visión muy provocativa.
Finalmente, la narrativa de Littell no acompaña. Tantas páginas no serían un problema en el caso de que Littell las hubiera sabido llenar de algo más que hechos un poco intranscendentes. Si hubiera logrado mantener la extrema tensión de las primeras 30 páginas estamos seguros de que la crítica sería otra, pero no es así. El libro cae en el tedio más absoluto con los giros y recontragiros de la historia. Muchos pasajes, como la relación de Aue con Rebatet y Brasillach en París resultan poco menos que inverosímiles, y otros tantos, como las conversaciones con Eichmann o Speer resultan caricaturescos. Los personajes secundarios terminan por hacernos reír cuando deberían transmitirnos sentimientos contrarios –grave es el caso del protector de Aue, sacado de las películas de James Bond o del propio Inspector Gadget-. Los hechos contados por Aue llegan a resultar más que aburridos, sobran páginas y páginas –o capítulos casi enteros, como Aire- hasta el punto de que el mismo Littell se da cuenta de ello y termina abruptamente con los pasajes hacia la mitad del libro para poder encaminarse a la resolución de la novela. Por encima de la buena conclusión de los capítulos, Littell desea fervientemente demostrar que la vida en la guerra es cuestión de casualidad, pero la realidad es que tantas casualidades y coincidencias juntas no las hubiera firmado ni el mismísimo Paul Auster –dueño y señor del reino de la bienaventuranza literaria-. Por último –y lo vuelvo a sentir por Ottinger que está sumergido de lleno- el final de la novela es peor aún que si hubiera acabado con puntos suspensivos. Es obvio que Littell se da cuenta del volumen de hojas mecanografiadas y pretende pasar revista, cerrar todos o casi todos los círculos concéntricos de la novela de un plumazo en las últimas 50 páginas, lo que resultaría casi cómico si no hubiera costado tanto esfuerzo en llegar hasta ahí.
No cabe duda de que Littell pretendió escribir el Guerra y Paz del siglo XXI, pero lo que le ha salido es producto del momento creativo en el que vivimos hoy día, con autores más preocupados por demostrar que por escribir, con editoriales obsesionadas con la venta masiva a toda costa y con críticos literarios ávidos de tener una presencia mediática para poder expresar su indignación. Si Las Benévolas es el Guerra y Paz del siglo XXI, a nosotros que nos manden de regreso al XIX.
Actualización a 31 de Marzo de 2008
Otra visión sobre "Las Benévolas" también en Destripando Terrones
Colaboración de Eva.