Una extraña dulzura.
José María Guelbenzu.
Sí, algún día tenía que morirse, pero a los lectores de literatura americana de la segunda mitad del siglo pasado, John Updike nos parecía un dios permanente. Este wasp era un narrador por antonomasia, un escritor que poseía una extraña dulzura surgida de las manos de alguien con una mirada aguda y transparente sobre la sociedad americana de posguerra. Dulce y hasta tierno en la observación de sus personajes, seres humanos atrapados en conflictos desoladores, pero a los que exigía de manera implacable, fue construyendo una lucidísima visión de América que, sin la menor duda, se convertirá en el futuro en un documento de extraordinario valor. Era esa extraña mezcla de humanidad y lucidez lo que daba a sus libros un aire inconfundible. Vista en su conjunto, la obra de Updike puede decirse que es una hermosa y apabullante letanía que desgrana el sentido de la moral (y de las costumbres) de la sociedad americana de su tiempo. Porque Updike era ante todo un moralista dotado de un enorme talento para la narración. A diferencia de los novelistas posmodernos, Updike optó por la claridad expositiva y prefirió traer a primer término el fondo de los vicios y virtudes de sus protagonistas.
Hay que tener en cuenta que Updike escribe rodeado de una floración asombrosa de talentos narrativos: de una parte, los novelistas judíos como Saul Bellow, Bernard Malamud o Philip Roth; de otra, los sureños Carson McCullers, Eudora Welty, Flannery O?Connor o Truman Capote; además estaba en auge la explosión de la literatura escrita por negros (Ralph Ellison y James Baldwin) y los de extracción europea como Bashevis Singer o Nabokov, además de su colega en el New Yorker, J.D. Salinger, o el maravilloso cuentista que era John Cheever. En fin, que destacar entre tantos formidables escritores exigía una capacidad literaria fuera de lo común.
El paso a la celebridad, John Updike lo dio con su novela Rabbit, run (1960), editada por Carlos Barral, quien lo lanzó así en España, con el título de Corre, Conejo y convirtió a su protagonista, el débil e inseguro Rabbit Armstrong en un héroe emblemático al que su autor seguiría a lo largo de su vida en posteriores novelas como El regreso de Conejo o Conejo es rico. Hay que tener en cuenta que Updike es un novelista del mundo doméstico urbano (aunque el mundo materno de la tierra y la infancia de su Pennsylvania natal sea el eje de la admirable De la finca, por ejemplo) pero siempre con una suerte de conciencia histórica que no le abandona y, atravesando todo ello, la sensación de desmoronamiento que esa segunda mitad del siglo va poco a poco extendiendo sobre América. El erotismo de esa clase media alta urbana y aparentemente exitosa es otra de sus constantes y se cuenta a menudo desde la cama en novelas como Parejas; incluso la crisis de la institución matrimonial entra en escena (Cásate conmigo). Updike fue, en fin, un testigo precioso de la Norteamérica de su tiempo y un escritor de una categoría excepcional.
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