10 de noviembre de 2007

La carretera, de Cormac Mccarthy

La carretera” se autoubica, por lo que dicen de ella las tapas y por derecho propio o por voluntad, dentro de lo que se conoce como la literatura apocalíptica. Un género bien desarrollado y con gran salud dentro del cristianismo, aunque no necesariamente exclusivo de esta confesión, pues su origen se remonta a la tradición grecorromana. Aunque, eso sí, toma fuerza en el relato, de un modo dramático más que aterrador, del sufrimiento del pueblo hebreo (más tarde se sumarían los cristianos en sus primeros años de convivencia con el Imperio Romano). Los pesares a la espera de la Salvación, de la última Revelación (= Apocalipsis), forman parte de esta tradición. Todo sacrifico, todo sufrimiento, no es otra cosa que el camino hacia la Salvación. Un camino que toma la forma de viaje en numerosas ocasiones. Un éxodo en el que las personas serán puestas a prueba en todo tipo de circunstancias para comprobar hasta qué punto son dignas del premio que les aguarda.

No obstante, La Carretera no presencia la venida de los cuatro célebres jinetes que anuncia la Biblia, y que se remontan al Libro de Zacarías mucho antes que al Apocalipsis de San Juan, dicho sea de paso en un exceso de arrogancia dentro de la línea editorial. Mccarthy amanece en un terreno desolado en el que un holocausto de extraña y desconocida naturaleza ya ha sucedido y del que sólo dará algunas pistas en el texto. El sufrimiento o éxodo tomarán la forma más clásica de “mérito” para llegar al Apocalipsis, que en esta ocasión se traduce como un viaje por el horror con destino a la costa. Una costa que se convierte en la única obsesión de un padre, del que nunca sabremos su nombre, por conducir a sus hijo, del que tampoco sabremos nunca su nombre. Unos pasos que serán dados por un terreno desértico que podemos ubicar, por la descripción de la ciudades arrasadas y las granjas que se encuentran a lo largo de la carretera, en el corazón de los Estados Unidos. Un lugar en el que el invierno devora a las personas, más si tenemos en cuenta la inexistencia de provisiones o ropa de abrigo. Es por ello que el padre decide poner rumbo a la costa. Un destino en el que encontrarán algo, aunque desconoce su naturaleza y teme su significado por mucho que se encuentre preparado para él.

Mccarthy no oculta su particular estilo a la hora de escribir. Dentro de ese selecto grupo al que en Destripando Terrones hemos bautizado como los “escritores definitivos y que hace referencia a esa modalidad de autores que si bien son grandes en su talento, son escasos en sus apariciones públicas (además de una profusa y destacada vida personal). No dudó en vender los derechos de una de sus novelas más célebres para que la maquinaría Hollywood, cuyos guionistas se encuentran en huelga de ideas mucho antes de que se iniciara la de los brazos caídos por su pedazo en la tarta de los beneficios comerciales, nos ofreciera uno de los bodrios más lamentables que se recuerdan en los últimos años: la insoportable y penelopianaTodos los caballos bellos”. Pese a este gran borrón tolerado, Mccarthy ha proseguido como si nada pudiese alterarle, y lejos de condenarse, ha ofrecido más obras de calidad a su currículo.

Escrita en un estilo que puede resultar extraño para los más neófitos. Mucho más si tenemos en cuenta que el texto se divide en párrafos que saltan avanzando escenas y en la que los diálogos no tienen comillas, seguidas la pregunta y la respuesta, la réplica y la contrarréplica por la distancia que da un golpe en el enter. Un estilo poco frecuente para el gran público que puede contribuir, junto con el extraño argumento del que ahora hablaremos, a que el enorme nicho de lectores que crean Bestsellers (en realidad esa etiqueta la pone un publicista y no el número de ventas) se quede al margen de este viaje. Sin embargo, el bueno de Cormac tiene un nombre y un buen trabajo editorial. A pesar de lo arisco de su carácter, los éxitos que le preceden le han labrado un nombre en la literatura mundial que le aseguran un buen rendimiento comercial. Un beneficio económico que se encuentra lejos de la circunscripción de su obra como un objeto más de literatura de desecho comercial. Puede que venda miles de ejemplares pero poco o nada tiene que ver con los multiventas del estilo de King o Brown.

Como ya hemos avanzado, La carretera parte del resultado de un holocausto. Un lugar arrasado en el que los únicos vestigios de vida son las pocas personas a las que los dos protagonistas se cruzan. Una alfombra de ceniza y unos bosques quemados serán el paisaje por el que transcurra un viaje lleno de sacrificio en el que la llegada a la costa se erige como una especie de Revelación. Aunque el propio padre no entiende qué le esperará al llegar, sabe que tiene que intentarlo por todos los medios. Su tiempo se le acaba y la única esperanza para su hijo, si es que hay alguna, será lejos del frío invierno del interior. Un niño que no ha conocido el mundo tal y como lo recuerda el padre, y que ha crecido rodeado de un desolador presente en el que las reglas nada o poco tienen que ver con la moralidad previa imperante. Nuevos escenarios, nuevas perspectivas. Así, poco a poco, Mccarthy nos contará con algún que otro flashback la vida pasada de ese padre, el por qué de su soledad y de su manera de actuar. Un hombre al que la coyuntura parece que le ha obligado a convertirse en un héroe para su hijo, si bien éste no entiende la mayoría de sus decisiones y él está más cerca de ser un simple superviviente que un héroe.

La carretera sólo tiene una dirección, la costa. Sin embargo, los protagonistas, especialmente la racionalidad con la que plantea el padre toda decisión, tendrán que elegir un nuevo rumbo a cada paso que dan. Una corrección en el destino que no cambia el punto final del viaje sino las cosas en las que creen y en las que no creen. La manera en la que una persona puede entender la fragilidad de la vida ante una perspectiva tan sombría en la que no hay comida y en la que la división infantiloide que le ha hecho a su propio hijo de buenos y malos, es lo más parecido a una separación de Justos en el infierno. A lo largo de su recorrido por el asfalto vivirán distintos tipo de situaciones en la que podremos comprobar como la muerte se ha convertido en una opción práctica. Una más. Es tan viable andar un par de kilómetros como dispararse un tiro y acabar con el sufrimiento. Sin embargo, como en toda buena literatura apocalíptica, en la que no falta el personaje vencido por las circunstancias, latente en todo momento, o el truco literario de concederle al padre la posesión de una pistola con sólo dos balas (una para cada uno, se deduce), algo, una fuerza desconocida, hace que la opción elegida sea la de continuar avanzando. E incluso en los momentos de mayor tensión, en los que el padre ya ha preparado su cuerpo (¿y su alma?) para su muerte no sin antes asegurar la de su hijo, o en los que el hambre hará el trabajo sucio a la parca, en todos ellos, por muy dramáticos que resulten, intenta prolongar el último aliento. Un calvario, el que vive el padre enfermo, agotado y siempre dispuesto para el sacrificio de Abraham, y tras el que se espera, en lo más profundo, que la racionalidad deje espacio a la esperanza y al final haya algo mejor, aunque sabe que no lo habrá. Si un chico que ha crecido en ese terreno inerte ha podido desarrollar la bondad y la esperanza, por qué no podría haber algo mejor.

Lejos de querer continuar esta especie de trazado paralelo entre la novela y los relatos bíblicos, al final terminaría comparando la pesada carga del carrito de supermercado que el padre utiliza para transportar los víveres con la Cruz, lo cierto es que Mccarthy no huye de un cierto misticismo a la hora de plantear su particular viaje. Con un planteamiento filosófico en el que las acciones son las que son porque la cosa está como está. En realidad no hay buenos y malos como siempre le cuenta a su hijo. Sólo hay vivos y muertos, gente que se empeña en vivir y gente que se prepara para morir. Y él sabe que está preparado para morir y llevarse a su hijo para que nada pueda malo pueda ocurrirle, por eso se empeña en vivir, porque cree que los que se dejan morir también son de los malos. Y lo único que hará que no lo sea será conducir a su hijo, sacrificar su vida, a la costa. Quizás así obtenga su Redención y su hijo pueda tener su Revelación.

1 comentario:

  1. Pues sí que tiene buena pinta este librito. Me han hablado muy bien de él como una novela terrorífica y muy bien escrita. Habrá que ponerse a leerla.

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