J. D. Salinger es uno de esos escritores definitivos. Una vida rodeada de un cierto misterio y atormentada por haber presenciado algunas de las más cruentas batallas de la Segunda Guerra Mundial, una obra maestra de obligada lectura con un sin fin de referencias en todos los ámbitos de la cultura, una batalla legal por la conservación de su intimidad traicionada por sus amigos y amantes, una retirada del mundo literario y hasta una pseudobiografía en la figura de Sean Connery. Pero además, y por encima de todo, es uno de esos escritores definitivos porque posee una de las prosas de más sencillo trazo y enorme complejidad.
“Nueve cuentos” es una recopilación que el autor hizo de sus primeros relatos publicados en el New Yorker y algunos más. Una obra global que gracias a la calidad de los relatos no cojea ni un solo instante, haciendo cada una de las historias tan interesante como la anterior y la siguiente. Con un gran juicio en los finales. A menudo muchos autores de relatos cortos intentan acabar sus escritos dejando la esperanza o el deseo de que el relato continuase unas líneas más para que el lector recuerde el texto o crea que su calidad es mayor de la que es en realidad porque nos ha sabido a poco. Salinger no lo duda un instante y decide optar por un final, a menudo impactante, que no provoque en el lector esa sensación. No la considera necesaria. Es un relato corto, y al igual que sucede en El guardián entre el centeno o en Franny y Zooey, Salinger tiene en todo momento el pulso de la narración, controlando su ritmo y dirigiendo los pasos del lector, sabiendo que quiere contar en cada momento, incluido el final. Todo ello con un manejo de la narración con una sencilla prosa que huye, casi sin excepciones, de grandes descripciones es una de las grandes virtudes de Salinger. Una sencillez, que como hemos dicho, no carece de una enorme complejidad en la digestión de lo que uno está leyendo. Pues esas engoladas descripciones son sustituidas por incesantes diálogos que cumplen su función. Los pensamientos que recorren las mentes de los personajes, los juicios que creemos que hacen, las intenciones que esconden cada uno de sus diálogos, lo que creemos que sucederá en las siguientes páginas y lo que sucede en realidad… la divergencia entre lo que esperamos, lo que imaginamos que debería ser y lo que es en la realidad de Salinger.
La temática de los Nueve cuentos no guarda una relación formal, aunque todos ellos contienen un pesimismo, casi antropológico, de lo inevitable que interconecta todas las historias. A pesar de ubicarse temporalmente en la década de 1940 y 1950, lo que podría anclar en exceso la comprensión de algunas situaciones, las situaciones más o menos familiares, evitan esa distancia. A esto contribuyen los personajes arquetípicos que en la obra del autor no dejan indiferente al lector y que se complementan unos a otros a pesar de tratarse de cuentos independientes (curioso es el caso de Seymour Glass de “Un día perfecto para el pez banana”, cuya familia se encuentra relacionada con Franny y Zooey y la última publicación, conocida hasta la fecha, de un volumen con dos obras, “Levantad, carpinteros, la viga maestra del tejado” y “Seymour: una introducción”). Unos personajes que poseen una profundidad que se desarrolla en una decena de hojas y que no requieren ni una sola más para mostrarse ante el lector como una isla desierta en un punto remoto del océano.
En medio de la colección se supone que se encuentra, según dicen algunos, “Para Espé, con amor y sordidez”, una especie nota autobiográfica del paso de un Salinger por la Europa de la Guerra Mundial que se encuentra con una niña con la que establece un profunda conversación. Biográfica o no, parece que lo vivido en la guerra le marcó el resto de su vida, como le sucede a los personajes de “Un día perfecto para el pez banana”, al borde de una ineludible tragedia como le sucede al pequeño “Teddy”, un pequeño genio que conversa sobre su particular visión del mundo con un desconocido. Diálogos y más diálogos que se convierten en el eje central de las historias, descubriendo e imaginando a través de ellos el motivo por el que ese chico aparentemente maleducado se ha escapado a “El bote” de su padre o como pide una mujer le pide auxilio a una vieja compañera de universidad en la contraposición de sus dos vidas en “El tío Wiggily en Connecticut’”. Un amor pedido que se repite en la pérdida de la inocencia de un niño en la observación del amor y el desamor en “El hombre que ríe”. Sentimiento extraño que puede hacer cambiar de opinión “Justo antes de la guerra con los esquimales”, una calma contraria a la desesperación que refleja la espera al otro lado de la línea telefónica en “Linda boquita y verdes mis ojos”.
Una obra de retales que no está a la altura de la obra maestra de Salinger, ni necesita estarlo. Entre otras cosas porque a pesar de la aparente unidad que le otorgo, no dejan de ser relatos cortos. Eso sí, con una temática y estilo coincidente en toda la obra de Salinger, por lo que sus habituales se encontrarán como en casa. Para muestra un botón.
Una obra de retales que no está a la altura de la obra maestra de Salinger, ni necesita estarlo. Entre otras cosas porque a pesar de la aparente unidad que le otorgo, no dejan de ser relatos cortos. Eso sí, con una temática y estilo coincidente en toda la obra de Salinger, por lo que sus habituales se encontrarán como en casa. Para muestra un botón.
“[…] Creo que les haría olvidar todo lo que les ha dicho sus padres y todos los
demás. Quiero decir, aunque sus padres les hubieran dicho que un elefante es
grande, yo les sacaría eso de la cabeza. Un elefante es grande sólo cuando está
al lado de otra cosa, un perro, o una señora, por ejemplo. Cuanto más, les
mostraría un elefante, si tuviera uno a mano, pero los dejaría ir hacia el
elefante sabiendo tanto de él como el elefante de ellos. Lo mismo haría con el
pasto y todas las demás cosas. Ni siquiera que el pasto es verde. Los colores
son sólo nombres. Porque si usted les dice que el pasto es verde, van a empezar a
esperar que el pasto tenga algún aspecto determinado, el que usted dice, en vez
de algún otro que puede ser igualmente bueno y quizá mejor. No sé, yo les haría
vomitar hasta el último pedacito de manzana que sus padres y todos los otros les
han hecho morder […]”. (Teddy)
Antes de nada decir que veo conspiraciones por todas partes.
ResponderEliminarRespecto a la entrada comparto tu opinión de que Salinger es uno de los más grandes. Quizá la fama de su gran novela -a la que he hecho referencia en las dos primeras líneas- le ha quitado algo de importancia entre las generaciones más actuales y, quizá, esto se vea también justificado por la suposición de que "El guardián entre el centeno" es una obra PARA adolescentes, y no SOBRE adolescentes. Yo, que he tenido el gusto de enfrentarme a ella en el mismo inglés que Salinger la escribió, puedo decir que no es así en absoluto.
¿Acaso me podrías tú decir dónde están los patos del estanque en invierno?
Una entrada así, por inesperada y buena, se agradece.
Cuánta razón. Tantos y tantos cuentos son entregados a inocentes adolescentes cuando en realidad deberían ser leídos por sus padres o maestros.
ResponderEliminarMérito el tuyo el de enfrentarte a Salinger en su lengua. Rápido y ágil siempre. Es cierto que parte de su fama se ha perdido con la lectura obligatoria en la educación estadounidense de El guardián, pero ni aún así lo leen los muy desagradecidos. ¿Cómo podrán entender a Gibson? ¿Cómo ayudarán a la pobre Roberts a llevar la carga? ¿Alguien sabe si esa teoría de los asesinos en serie y el centeno es cierta?
el_situacionista, quizás los patos nunca estuvieron en el estanque.