1 de abril de 2007

Adiós a las armas, de Ernest Hemingway

Por C.C.Buxter.

Con esta entrada sobre "Adiós a las armas" cumplo gustoso la invitación que el_situacionista me hizo de colaborar en esta recién iniciada serie de literatura antibelicista para Destripando terrones. Claro que lo que en principio era una invitación se convirtió después, en sus propias palabras, en “un reto”: de haberlo llamado así desde un principio no hubiese aceptado de ningún modo, por supuesto. Pero ya no era digna la retirada…

Ernest Hemingway no concibió Adiós a las armas como un alegato contra la guerra; no hay moralina pacifista, simplemente se limita a contar la guerra tal y como es, de una forma realista: atroz y horrible. De hecho, la trama parte de una experiencia personal: Hemingway sirvió como voluntario en Italia durante la I Guerra Mundial. Conducía ambulancias, y un buen día resultó herido en las piernas, por lo que tuvo que ser hospitalizado. Allí, como le sucede al protagonista de la novela, mantuvo un romance con una joven enfermera.

Adiós a las armas, digámoslo claro y sin etiquetar, es ante todo una gran novela. Junto al elemento bélico, transita de principio a fin de la novela una gran historia de amor que da lugar a uno de los considerados mejores finales de la literatura moderna. Según Hemingway, para que alcanzara la perfección tuvo que modificarlo una docena de veces. Claro que si hubiese que creer a pies juntillas todo lo que Ernest “Fanfarrón” Hemnigway decía…

Lo que sí está claro es que Hemingway fue lo que se suele llamar “un testigo de excepción” de la terrible tragedia de la época histórica en la que transcurre la novela. Porque, de no haberse producido la más cinematográfica segunda parte, no habría ninguna duda en considerar la Gran Guerra del 14 como el acontecimiento más pavoroso del siglo XX. No ya por el uso del gas mostaza, ni por el castigo sobre la población civil, ni siquiera por la absurda guerra de trincheras: lo que realmente asusta de esa guerra es el gran cataclismo moral que produjo. Porque antes de 1914, a pesar de la política de bloques y de las tensiones propias de la expansión colonialista, nadie creía que pudiese haber una nueva guerra en Europa: eso era cosa de un pasado bárbaro. La gran ilusión, el libro en el que Norman Angell demostraba que la interdependencia económica y financiera de las potencias europeas hacía imposible una nueva guerra, se convirtió en un best seller académico y popular. Pocos sospechaban que, casi simultáneamente, el general Von Bernhardi ultimaba su Alemania y la próxima guerra… Con la concatenación de declaraciones de guerra que suceden a los hechos de Sarajevo, un furor nacionalista recorre toda Europa, haciendo tabula rasa de lo que hasta entonces se defendía para embarcarse en las uniones sagradas y en el convencimiento de que esta iba a ser una guerra relámpago, “la guerra con la que se pondría fin a todas las guerras”.

Pero en 1917, tiempo en que transcurre Adiós a las armas, ya nadie cree en la victoria. En la novela se refleja muy bien el cinismo y la casi indiferencia con la que muchos de los personajes se posicionan ante una guerra que no ofrece visos ni de ser ganada ni de ser perdida. La guerra se ha convertido, simplemente, en una trampa de la que nadie logra escapar.

No soy partidario de dar demasiados detalles sobre el argumento de la novela; la contraportada y el prólogo ya suelen hacer suficientes estragos sobre la capacidad de sorpresa del lector… El protagonista es Frederick Henry, un joven e idealista estadounidense que se alista voluntario para combatir en la Gran Guerra contra los imperios centrales. Destinado en Italia, un año antes del armisticio, conduce ambulancias para trasladar heridos, hasta que él mismo se convierte en uno de ellos. Hospitalizado en Milán, allí se enamora de la también estadounidense Catherine Barkley, una enfermera a la que ya había conocido antes de ser herido. Y hasta aquí puedo leer. Sólo añadiré que Henry participa en el desastre de Caporetto, batalla que tuvo lugar a finales del año 1917 y en la que las tropas italianas, sorprendidas por el ataque combinado de los ejércitos prusiano y austro-húngaro, sufrieron alrededor de 50.000 bajas y 30.000 heridos.

En la novela se refleja bien la tensión entre lo individual y lo colectivo que caracteriza a tantas historias sobre la guerra. Si Henry y Barkley se hubiesen conocido en otro tiempo o lugar, nada impediría que pudiesen vivir su amor libremente; pero se conocen en Italia y en 1917, y los deseos individuales tienen que ceder frente a la época histórica que les trasciende. Por otra parte, tampoco pueden maldecir por completo la guerra: sin ella, probablemente nunca se hubiesen conocido. Sin embargo, y al contrario de lo que sucede en Casablanca, aquí los protagonistas, lejos de arrodillarse sumisos ante la Historia, van a llevar más allá su voluntad hasta hacerla realidad… Y hasta aquí puedo leer.

Cuando leí Adiós a las armas, hubo un pasaje que me impactó especialmente. Se encuentra en la Parte tercera (en concreto, en el capítulo XXX), que transcurre en su mayoría durante la retirada de las tropas italianas. Son los siguientes párrafos:

“Me condujeron detrás de la hilera de los oficiales, hacia un grupo que esperaba en un campo, cerca del río. Mientras andábamos tiraron. Vi el relámpago de los fusiles y oí las detonaciones. Nos juntamos con el grupo. Se componía de cuatro oficiales, delante de los cuales había un hombre con un carabinero a cada lado y varios hombres vigilados por carabineros. Otros cuatro carabineros, apoyados en sus fusiles, escoltaban a los jueces militares. Eran carabineros con unos sombreros muy grandes. Los dos que me habían detenido me empujaron al grupo que iba a ser interrogado. Miré al hombre al que los oficiales preguntaban. Era el teniente coronel bajo y grueso de los cabellos grises que habían sacado de la columna. Los jueces tenían todo el celo, la flema y la sangre fría de italianos que matan sin correr el riesgo de ser matados.
- ¿Su brigada?
Respondió.
- ¿Regimiento?
Respondió.
- ¿Por qué no está usted con su regimiento?
Respondió.
- ¿Es que no sabe que un oficial debe quedarse con sus hombres?
Lo sabía.
Eso fue todo. Otro oficial habló.
- Ha sido usted y sus iguales los que han permitido a los bárbaros poner los pies sobre el sagrado territorio de la patria.
- ¿Qué dice usted? –preguntó el teniente coronel.
- Es a consecuencia de traiciones parecidas por lo que hemos perdido los frutos de la victoria.
- ¿Ha tenido usted que retirarse alguna vez? –preguntó de nuevo el teniente coronel.
- No se debería haber obligado a Italia a retirarse. ¡Y nosotros estábamos allí, bajo la lluvia, para escuchar esto! Estábamos frente a los oficiales, y el prisionero estaba delante de ellos, ligeramente a un lado por deferencia a nosotros.
- Si usted me quiere fusilar –dijo el teniente coronel-, fusíleme en seguida, sin más interrogatorio. El interrogatorio es idiota.
Hizo la señal de la cruz. Los oficiales se consultaron. Uno de ellos escribió algo en una hoja de papel.
- Abandono de tropas. Condenado a ser fusilado –dijo.
Dos carabineros condujeron al teniente coronel a la orilla del río. Se alejó bajo la lluvia, viejo, abatido, con la cabeza cubierta, escoltado por dos carabineros. No vi cómo le fusilaban, pero oí las detonaciones.”

Cuando lo leí tuve una sensación extraña, mezcla de rabia e impotencia. Porque lo que más me impactó es que, pese a la profunda irracionalidad de la escena, es perfectamente verosímil. Qué fácil imaginar a esos patriotas descargar su frustración nacionalista sobre los demás. Qué fácil ver sus labios moverse para pronunciar esas grandes palabras que les son tan queridas: Patria, Nación, Libertad, Revolución. Qué fácil oír su voz condescendiente propagando the old lie contra la que Wilfred Owen clamó, la vieja mentira idealizada por Horacio: Dulce et decorum est pro patria mori. Faltaría más: sobre todo cuando son los otros quienes mueren.

Qué fácil todo ello. Pero qué difícil contenerse para no responderles con la misma palabra con que Cambronne clausuró el hundimiento de los ejércitos napoleónicos en Waterloo, con “la más bella frase que quizá jamás haya dicho un hombre”, según Victor Hugo. Es decir:

- ¡Mierda!

4 comentarios:

  1. Patria, nación.. eso si que son ideas imaginarias. Y cómo las usan muchos para conseguir sus fines y aplastar al pueblo, a la gente llana.
    Lo malo es que agitan banderas e himnos que ellos se creen que son los únicos válidos... se les puede llamar fascistas por ello?
    Salud!

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  2. Aunque algo tarde por cuestiones técnicas, llego a la lectura de esta entrada y me alegro de que aceptaras el reto, CC Buxter. Sí, reto. Porque leer es una afición, comentar una entrada es una costumbre, pero participar en un blog haciendo una entrada, es un reto con todas las letras.

    Buena elección de la novela y gran entrada para la serie.

    Agradecido y emocionado. Esperamos que te vuelvas a animar.

    Un saludo

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  3. Muy buena la reseña , magnífica y figurativamente simbólica esta novela del Nobel 1954...


    Se agredece; Aquileana :)

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