25 de junio de 2008

Las peroes versiones de la Historia

La revista Total Guitar (¿eing?) ha hecho una lista con las peores versiones de la Historia. Uno, como buen fan de Nick Hornby, adora las listas de música, o de libros, o de lo que sea. De manera que nos lanzamos a señalar con el dedo los atrevimientos de algunos artistas -y otros que no tanto- al tocar canciones que no eran suyas. Hay algunas que tienen delito. Mi favorita, por horrorosa, es la última. Que lo disfruten.

1. You Shook Me All Night Long, anteriormente de AC/DC y reinterpretada por Celine Dion y Anastacia (esa señora de bigote). Muy buena ganadora.




2. Walk This Way, en origen de Aerosmith aunque como más conocida fue como la versión a dúo grupal entre el grupo de Tyler y Run DMC. La versión de la versión, incluso imitando los videos, de las Sugababes y las Girls Aloud nos indica que ser joven también puede significar estar exento de talento. Sin duda José Manuel de Prada se sentirá aliviado -no por joven, claro.





3. Light My Fire, clásico de The Doors. A uno que nunca fue un incondicional de Jim Morrison, la versión de Will Young le parece un homicidio en tercer grado, por lo menos.




4. Wonderwall, de Oasis. Hasta que no escuché de nuevo la versión de Oasis no la reconocía, porque hay que decir que si un buen grupo se caracteriza por tener su sonido particular y no imitar a otros habrá que reconocer el talento de estos Mike Flowers Pops. Suenan únicos. Tan sólo mi gato cuando le piso la cola y tiene hambre es capaz de sonar igual. Como decía, mi favorita.



7 de junio de 2008

El integrado, el apocalíptico

Por Antonio Muñoz Molina, leído en Babelia, 7 de Junio de 2008.


Los escritores de vez en cuando enuncian las leyes universales de la literatura, las cuales suelen corresponderse con el caso particular de cada uno. A los escritores, en las mesas redondas o en las entrevistas, les entra a veces un curioso afán legislador: explican que la literatura ha de ser de una cierta manera y no de otra y apelan para demostrarlo al ejemplo de algunos grandes nombres, que casualmente son los modelos que a ellos los inspiran. No te engañes, me avisa la presencia querida: cuando un escritor dice admirar mucho a un maestro lo que está haciendo es admirarse y vindicarse por su mediación a sí mismo; ¿no te has dado cuenta de que sólo admiran a los que creen parecerse?

Estaría bien admirar a aquellos de cuyas virtudes carecemos. Leer los cuentos de Chéjov, los de Bernard Malamud, los de Rulfo, los de Alice Munro o Raymond Carver si tenemos una tendencia excesiva a las amplitudes de la prosa; incluso, para mayor disciplina, frecuentar la poesía más estricta. Cuando de manera casi automática nos inclinemos por las tramas laboriosas y cerradas, haríamos bien en fijarnos en los maestros de lo insinuado, de lo dicho a medias, porque a la ficción le pedimos que nos cuente un cuento y que nos cuente el mundo, que transmita la experiencia en el estado más puro posible y a la vez que le dé forma, y entre esos dos polos magnéticos andamos a tientas buscando el punto inseguro de equilibrio. Algunas veces, por pudor o por cobardía, o por miedo al exceso, o por no molestar, nos sometemos con demasiada mansedumbre al decoro: entonces está bien que admiremos a los grandes desvergonzados, a los que han llamado a las cosas por sus nombres más crudos, atreviéndose a contar lo que siempre se calla, con el júbilo del niño que repite palabras obscenas atragantándose con sus propias carcajadas. El gusto cambia, modificado en parte por el influjo de las obras más innovadoras: lo muy minoritario puede hacerse masivo, lo abrumadoramente popular desaparece sin rastro, lo que fue distinguido y exquisito se queda fósil, lo desdeñado por vulgar resulta ser lo más sofisticado con el paso del tiempo.

Por eso cansan tanto los axiomas de los escritores, que cuando se repiten mucho revelan una herida que no quiere mostrarse. En los mismos días y en este mismo periódico se entrecruzan dos voces, la de Juan Goytisolo y la de Carlos Ruiz Zafón, y aunque parece que no tienen nada en común uno reconoce al escucharlas ese tono del escritor que se vindica a sí mismo convirtiendo en ley la circunstancia personal, anticipándose a mostrar su desdén precisamente hacia lo que cree que sin justicia se le niega. Ruiz Zafón vende a toda velocidad no sé cuántos millones de libros, y considera que la literatura ha de contar historias claras y directas, que los personajes, igual que en una buena película o en una serie de televisión, "deben definirse a través de sus acciones y de sus palabras, no echando un rollo patatero en un párrafo inmenso". Zafón celebra la cultura de masas y detesta los "mundillos literarios" españoles, habitados por críticos rancios y por novelistas tristemente obsoletos que escriben -escribimos- rollos patateros en párrafos inmensos, alimentando un resentimiento disfrazado de superioridad hacia quienes sí conectan con el público.

Juan Goytisolo también se ve a sí mismo como un forastero en el mundo literario español, que le parece tan desolador como a Ruiz Zafón, pero por razones distintas: salvo él, Goytisolo, y alguno más, los escritores están entregados a la comercialidad más baja, a los caprichos del mercado, a la fabricación de groseros bestsellers escritos en una prosa que él mismo parodiaba hace poco en estas mismas páginas con sus conocidas dotes humorísticas. Juan Goytisolo viene repitiendo desde hace tiempo las siguientes leyes de la literatura universal: los grandes escritores -el Arcipreste de Hita, Blanco White, Jean Genet, el propio Goytisolo, por poner unos cuantos ejemplos- son heterodoxos y renegados que sufren persecución por su rebeldía, y que escriben obras tan rompedoras, tan arriesgadas, tan radicales, que no hay sitio para ellas en sociedades literarias regidas por el borreguismo y por la venalidad comercial, y que por lo tanto sólo son apreciadas plenamente por una minoría exquisita de lectores. Goytisolo es generoso: juzga que está bien que existan escritores de masas como Carlos Ruiz Zafón, ya que gracias a los beneficios económicos que producen sus libros las editoriales pueden costearse el privilegio de publicarlo a él.

En los términos inventados por Umberto Eco, Goytisolo sería un apocalíptico, y Ruiz Zafón un integrado. Para el uno, la maestría y la popularidad son incompatibles; el éxito de una obra es su argumento definitivo contra ella. Al otro no le basta haber vendido más de cien millones de libros con sus historias claras, de párrafos bien medidos y personajes que se definen por sus palabras y sus actos: quiere que esa sea la vara de medir la literatura. En el caso de Zafón, la prueba irrefutable de su talento sería que lo lee todo el mundo; en el de Goytisolo, que no lo lee casi nadie. Goytisolo prefiere no acordarse de la extraordinaria popularidad que disfrutaron casi instantáneamente muchas obras maestras, prolongada a lo largo de los siglos, resistente a la ignorancia y a las malas traducciones, incluso a la desaparición de la cultura en la que fueron originadas. Un novelista puede ser grande y tener mucho éxito, incluso impúdicamente ambicionarlo: Balzac, Dickens. Otro igual de grande puede no tener ninguno, al menos en vida: Stendhal. Con mucha frecuencia hay más gente que lee una novela infame que una novela magnífica. Pero también hay novelas magníficas que seducen a millones de lectores -Lolita, Vida y destino, Bella del Señor, Anna Karenina- y su número no es inferior al de las novelas infames que fracasan.

Historias transparentes que se leen en unos minutos pueden tener profundidades y matices que no agota ninguna lectura; otras parece que sólo se nos entregan después de un largo asedio, exigiéndonos una atención obstinada y ferviente, revelándose de pronto en su intensidad cegadora. Los muertos se lee en un viaje corto con una placidez estremecida de melancolía: El ruido y la furia sólo empieza a penetrarse después de leerla dos veces. Una requiere claridad y sugerencia: la otra tinieblas, arrebato y delirio. Que una obra de arte tenga mucho éxito dice tan poco sobre ella como que no tenga ninguno. John Coltrane urdió algunas de sus improvisaciones más desaforadas sobre un vals tan inmensamente popular como My favorite things. Bajo el volcán estuvo una o dos semanas en la lista de los libros más vendidos del New York Times.

Que cada uno haga su trabajo, pues, según pedía Camus, como sepa o como pueda, porque más allá de la página y del gusto o el desaliento de escribir no hay nada seguro, ni la calidad de lo que hacemos, ni la resonancia que tendrá. Sólo dos cosas son ciertas para casi todos los que nos dedicamos a este oficio: nunca venderemos ni una ínfima parte de lo que vende Ruiz Zafón; nunca nos consagrarán tantas tesis doctorales, congresos, homenajes, como a Juan Goytisolo.

2 de junio de 2008

Hapworth 16, 1924, de J. D. Salinger


There is a marvellous peace in not publishing.… I like to write. I love to write. But I write just for myself and my own pleasure”. J. D. Salinger, The New York Times, 1974.

Hapworth 16, 1924” es la última obra publicada de mi admirado Salinger. Para una ocasión tan excepcional, el excéntrico escritor utilizó una de sus ediciones favoritas. Y es que The New Yorker debe ser una de las pocas cosas en las que confía Salinger, es por ello que no es de extrañar que la eligiese para dar a conocer al mundo una “precuela de Seymour Glass. Revista que se ocupó la integridad de sus páginas con la publicación de este relato extenso a modo de carta que un Seymour de siete años escribe a su familia y en la que disecciona sus gustos literarios y musicales, sus opiniones sobre la religión, la sexualidad, la vida en general y ofrece pistas para el trágico final que este personaje tuvo años antes en “El pez banana”, relato corto que apareció tiempo atrás y que quedaría circunscrito a los “Nueve cuentos”. Hasta la fecha, y según me confirman la mayoría de las fuentes conocidas, este relato extenso no tiene más ediciones en España que aquellas personas que puedan contar con el número del 19 de junio de 1965 de The New Yorker (a un módico precio, por cierto). Sin una traducción al castellano, y sin ningún tipo de permiso del autor para hacer reproducciones, sólo existen circulando por la red un par de versiones piratas en nuestro idioma. Qué quieren que les diga. Pues eso, que ojala tengan suerte y se encuentren con un ejemplar por casualidad (y sin violar la ley de Derechos de Autor, por supuesto) y puedan leerlo, en el confort de su hogar, sólo para ver de quién es y devolverlo a su legítimo dueño: el Sr. Jerome D. Salinger.

¿Qué interés puede tener una carta que un niño de siete años llamado Seymour, y que se encuentra en un campamento de verano junto con su hermano Buddy, le envía a sus padres y hermanos? Seguramente, ninguno. Sin embargo, no se trata de una carta cualquiera y no se trata de un escritor cualquiera. Salinger, que domina el relato corto como pocos lo han hecho en la historia de la literatura, escribe una carta en la que disecciona la vida con una sencillez extraordinaria. Desde las palabras rebuscadas de un niño prodigio que se preocupa por su ortografía y gramática, y que pide ser corregido por su amada bibliotecaria al mismo tiempo que siente el rubor ante la idea de ser descubierto en un error, nos presenta de nuevo a la familia Glass. Intentando huir de su pesimismo habitual, Salinger nos ocupa con el esfuerzo de un crío que trata de demostrar más seguridad de la que le corresponde por su edad. Un esfuerzo que trasluce su enamoramiento de la Sra. Happy. Sin duda toda una revelación que sienta una profunda y conmovedora pasión por una felicidad que nunca podrá tener, pues él es un niño y ella una mujer, adulta y casada. Trágicamente inaccesible.

Un pesimismo que, como decimos, trata de vencer. Pero cuando lo reflexivo vence a lo superficial en esta carta, la verdadera naturaleza de los Glass aflora. Metódico en sus juicios, Seymour nos presentará un Dios respetado pero distante (al que busca y desafía), una familia a la que hace el centro del universo (y de su propia obra), la desesperanza ante la soledad o los estúpidos convencionalismos sociales que nuevamente se esfuerza en ridiculizar. Características de la obra de Salinger, que no podían faltar en este relato de su familia literaria. Del mismo que también recurre a sus habituales golpes al lector con puntillas que harán desear conocer un poco más a estos personajes a los que el escritor marcó con el signo de la maldición. Una prosa fluida, que posee varias velocidades perfectamente delimitadas por la temática de las palabras que el niño va escribiendo, da una nueva muestra de los Glass. Parecería que en lugar de escribirla la estuviese leyendo con distintas intensidades y estados de ánimo. Casi atropellando sus palabras al tiempo en el que arquease una ceja para emitir un juicio sumamente elaborado.

Buddy, considerado el alter ego de Salinger, centrará buena parte del contenido de esta misiva. Idolatrado por Seymour, tranquilizará a sus padres con una terrible mentira sobre el futuro de su hermano pequeño. Buddy llegará a convertirse en un gran escritor que envejecerá en un mundo que siempre imaginó. Una visión que relata a sus padres fruto de sus extraordinarias cualidades y que, sin embargo, se revela como falsa. Puede que Salinger trate de introducir el albedrío como una variable real en sus relatos, pues sabemos del final de Buddy gracias a “Teddy”. Conociendo al neoyorquino, parecería raro que tomase la bondad de mentir a sus personajes sobre su propio destino. Sería como si Unamuno le hubiese perdonado la vida finalmente a Augusto. Una licencia impropia de su estilo, franco y directo. Por lo que esta visión de un futuro ideal, en el que la realidad pesimista y cruel, que el propio Buddy nos contará en “Teddy” a modo de casualidades, se impone a cualquier lógica. No sé en qué modo encajará esta afirmación con la lógica del pensamiento oriental, a la que Salinger es tan aficionado, pero lo cierto es que siente una enorme debilidad por empujar a sus personajes hacia la tragedia, hacia la vida. Del mismo modo que llegará el inevitable fin de Seymour en “Un día perfecto para el pez banana”, y al que en “Hapwoth 16, 1924” se anticipa en el accidente que el pequeño relatará y en el que dejará entrever su incierto destino.

En suma, este relato que presentamos, es una pieza más en la complicada estructura que Salinger ha desarrollado en su obra literaria y que es fácilmente comparable con la propia vida. Sólo en las últimas páginas de esta carta, cederá algunas amables palabras a sus escritores destacados, no sé si se tratará se sus favoritos. Al igual que hiciera Cervantes en uno de los primeros capítulos de “El quijote”, Salinger compone su propia lista de autores y obras que merecen, no ser salvadas de la hoguera como en el caso del castellano, sino enviadas al campamento para ser leídas por Seymour y Buddy. Así, el propio “Quijote” es solicitado como la obra de “un genio mas allá de cualquier comparación fácil o barata”. Además, confiesa su admiración por Jean Austen, Tolstoy, “La plegaría de Gayatri” de autor anónimo, las obra completas de Dickens (“Mi Dios, ¡yo te saludo, Charles Dickens”, proclama), las hermanas Brönte, William Rowan Hamilton o Proust. Una lista que no tiene desperdicio y que encadena, de forma arbitraría afirma, al tiempo en el que disecciona, un poco más, sus martilleantes pensamientos.