Los escritores de vez en cuando enuncian las leyes universales de la literatura, las cuales suelen corresponderse con el caso particular de cada uno. A los escritores, en las mesas redondas o en las entrevistas, les entra a veces un curioso afán legislador: explican que la literatura ha de ser de una cierta manera y no de otra y apelan para demostrarlo al ejemplo de algunos grandes nombres, que casualmente son los modelos que a ellos los inspiran. No te engañes, me avisa la presencia querida: cuando un escritor dice admirar mucho a un maestro lo que está haciendo es admirarse y vindicarse por su mediación a sí mismo; ¿no te has dado cuenta de que sólo admiran a los que creen parecerse?
Estaría bien admirar a aquellos de cuyas virtudes carecemos. Leer los cuentos de Chéjov, los de Bernard Malamud, los de Rulfo, los de Alice Munro o Raymond Carver si tenemos una tendencia excesiva a las amplitudes de la prosa; incluso, para mayor disciplina, frecuentar la poesía más estricta. Cuando de manera casi automática nos inclinemos por las tramas laboriosas y cerradas, haríamos bien en fijarnos en los maestros de lo insinuado, de lo dicho a medias, porque a la ficción le pedimos que nos cuente un cuento y que nos cuente el mundo, que transmita la experiencia en el estado más puro posible y a la vez que le dé forma, y entre esos dos polos magnéticos andamos a tientas buscando el punto inseguro de equilibrio. Algunas veces, por pudor o por cobardía, o por miedo al exceso, o por no molestar, nos sometemos con demasiada mansedumbre al decoro: entonces está bien que admiremos a los grandes desvergonzados, a los que han llamado a las cosas por sus nombres más crudos, atreviéndose a contar lo que siempre se calla, con el júbilo del niño que repite palabras obscenas atragantándose con sus propias carcajadas. El gusto cambia, modificado en parte por el influjo de las obras más innovadoras: lo muy minoritario puede hacerse masivo, lo abrumadoramente popular desaparece sin rastro, lo que fue distinguido y exquisito se queda fósil, lo desdeñado por vulgar resulta ser lo más sofisticado con el paso del tiempo.
Por eso cansan tanto los axiomas de los escritores, que cuando se repiten mucho revelan una herida que no quiere mostrarse. En los mismos días y en este mismo periódico se entrecruzan dos voces, la de Juan Goytisolo y la de Carlos Ruiz Zafón, y aunque parece que no tienen nada en común uno reconoce al escucharlas ese tono del escritor que se vindica a sí mismo convirtiendo en ley la circunstancia personal, anticipándose a mostrar su desdén precisamente hacia lo que cree que sin justicia se le niega. Ruiz Zafón vende a toda velocidad no sé cuántos millones de libros, y considera que la literatura ha de contar historias claras y directas, que los personajes, igual que en una buena película o en una serie de televisión, "deben definirse a través de sus acciones y de sus palabras, no echando un rollo patatero en un párrafo inmenso". Zafón celebra la cultura de masas y detesta los "mundillos literarios" españoles, habitados por críticos rancios y por novelistas tristemente obsoletos que escriben -escribimos- rollos patateros en párrafos inmensos, alimentando un resentimiento disfrazado de superioridad hacia quienes sí conectan con el público.
Juan Goytisolo también se ve a sí mismo como un forastero en el mundo literario español, que le parece tan desolador como a Ruiz Zafón, pero por razones distintas: salvo él, Goytisolo, y alguno más, los escritores están entregados a la comercialidad más baja, a los caprichos del mercado, a la fabricación de groseros bestsellers escritos en una prosa que él mismo parodiaba hace poco en estas mismas páginas con sus conocidas dotes humorísticas. Juan Goytisolo viene repitiendo desde hace tiempo las siguientes leyes de la literatura universal: los grandes escritores -el Arcipreste de Hita, Blanco White, Jean Genet, el propio Goytisolo, por poner unos cuantos ejemplos- son heterodoxos y renegados que sufren persecución por su rebeldía, y que escriben obras tan rompedoras, tan arriesgadas, tan radicales, que no hay sitio para ellas en sociedades literarias regidas por el borreguismo y por la venalidad comercial, y que por lo tanto sólo son apreciadas plenamente por una minoría exquisita de lectores. Goytisolo es generoso: juzga que está bien que existan escritores de masas como Carlos Ruiz Zafón, ya que gracias a los beneficios económicos que producen sus libros las editoriales pueden costearse el privilegio de publicarlo a él.
En los términos inventados por Umberto Eco, Goytisolo sería un apocalíptico, y Ruiz Zafón un integrado. Para el uno, la maestría y la popularidad son incompatibles; el éxito de una obra es su argumento definitivo contra ella. Al otro no le basta haber vendido más de cien millones de libros con sus historias claras, de párrafos bien medidos y personajes que se definen por sus palabras y sus actos: quiere que esa sea la vara de medir la literatura. En el caso de Zafón, la prueba irrefutable de su talento sería que lo lee todo el mundo; en el de Goytisolo, que no lo lee casi nadie. Goytisolo prefiere no acordarse de la extraordinaria popularidad que disfrutaron casi instantáneamente muchas obras maestras, prolongada a lo largo de los siglos, resistente a la ignorancia y a las malas traducciones, incluso a la desaparición de la cultura en la que fueron originadas. Un novelista puede ser grande y tener mucho éxito, incluso impúdicamente ambicionarlo: Balzac, Dickens. Otro igual de grande puede no tener ninguno, al menos en vida: Stendhal. Con mucha frecuencia hay más gente que lee una novela infame que una novela magnífica. Pero también hay novelas magníficas que seducen a millones de lectores -Lolita, Vida y destino, Bella del Señor, Anna Karenina- y su número no es inferior al de las novelas infames que fracasan.
Historias transparentes que se leen en unos minutos pueden tener profundidades y matices que no agota ninguna lectura; otras parece que sólo se nos entregan después de un largo asedio, exigiéndonos una atención obstinada y ferviente, revelándose de pronto en su intensidad cegadora. Los muertos se lee en un viaje corto con una placidez estremecida de melancolía: El ruido y la furia sólo empieza a penetrarse después de leerla dos veces. Una requiere claridad y sugerencia: la otra tinieblas, arrebato y delirio. Que una obra de arte tenga mucho éxito dice tan poco sobre ella como que no tenga ninguno. John Coltrane urdió algunas de sus improvisaciones más desaforadas sobre un vals tan inmensamente popular como My favorite things. Bajo el volcán estuvo una o dos semanas en la lista de los libros más vendidos del New York Times.
Que cada uno haga su trabajo, pues, según pedía Camus, como sepa o como pueda, porque más allá de la página y del gusto o el desaliento de escribir no hay nada seguro, ni la calidad de lo que hacemos, ni la resonancia que tendrá. Sólo dos cosas son ciertas para casi todos los que nos dedicamos a este oficio: nunca venderemos ni una ínfima parte de lo que vende Ruiz Zafón; nunca nos consagrarán tantas tesis doctorales, congresos, homenajes, como a Juan Goytisolo.
La relación entre calidad y número de ventas es dudosa. O es que los anuncios en el metro o en la tele no tienen nada que ver?
ResponderEliminarExcelente artículo. La polémica entre ventas y calidad, tan cansinamente repetida cada vez que se acerca el día de Sant Jordi, es en muchos casos artificiosa. Primero, porque muchos de los libros más vendidos renuncian a ser considerados obras de arte, y no tienen más pretensión que la económica. Y segundo, porque muchos de los libros de autores "minoritarios", al contrario de lo que sus progenitores creen, son auténticos bodrios pretenciosos. De hecho, de estos últimos me sorprende bastante la prepotencia con la que distinguen entre "la Literatura (la suya, se entiende) y producto comercial", como si estuviésemos en presencia del Goethe del siglo XXI...
ResponderEliminarComo dice Muñoz Molina, al final todo se reconduce a un problema de ego: una vez que se ha llegado a batir records de ventas, lo que se quiere es obtener la adulación de la crítica; y al revés, el consagrado desea íntimamente entrar en el metro y ver a alguien leer su última obra maestra.
Ay, situacionista! Usted sabe que tengo prejuicios, y los tengo bien definidos y desde hace mucho tiempo contra Muñoz Molina.
ResponderEliminarCuando trabajé en la anterior ¿librería? hice una prueba con un compañero; abrimos uno de sus libros al azar y medimos el número de líneas que no conocían interrupción por signo de puntuación alguno. No recuerdo el número exacto, pero sí que se extendían durante página y media. No quiero hacer de abogado del diablo pero quizá Zafón se refiriese a esto como "rollo patatero en párrafo inmenso" Yo al menos lo suscribo.
Pero Muñoz Molina al menos sabe hacer reir, por lo menos cuando afirma que Vida y Destino "ha seducido a millones del lectores" Pensaba que alguien tan inteligente sabría que aunque se vendan muchos libros no significa que se lean. Algo que en este caso concreto es evidente (se me ocurre el ejemplo similar de S. Hawking)Pero lo interesante para mi amigo Antonio, al menos en este caso, sí es vender, pues comparte algún lazo con quien editó la obra de Grossman en castellano...
Pero yo también estoy divagando, a ver si pasan rápido las horas de trabajo y puedo ir a casa a leer a Pynchon...
Es curioso el excesivo divismo que hay en el mundo de la literatura, sobre todo teniendo en cuenta su decadencia económica frente al cine, el fútbol o la música. Los escritores se siguen considerando a sí mismos dioses, capaces de juzgar cualquier tema con la misma autoridad con la que un juez dicta sentencia.
ResponderEliminarPese a todo, la crítica de Muñoz Molina resulta demasiado burda: que cada uno defienda lo suyo es lo más normal del mundo. Nadie tira piedras contra su propio tejado, sobre todo en un mundillo tan cainita y manipulado como el literario.
Por otra parte, el éxito de público es algo que se puede medir por el número de ejemplare vendidos (aunque siempre se manipulan los números). El éxito de crítica, en cambio, no es más que cuatro autodenominados expertos o entendidos aplaudan una obra. Muchas veces, ni siquiera la han leído, sólo la alaban porque es una orden de empresa o conocido suyo el autor.
Así que habría que dejarse de debates estúpidos y preocuparse de que cada uno esté satisfecho con lo que hace.
Yo también me sumo a que la relación entre ventas y calidad no es correspondida en mcuhas ocasiones. Muy bueno el post. Saludos!
ResponderEliminar¡Cuánto tiempo sin pasar y cuántos comentarios por contestar! Ya saben... si no contesto es que no soy yo.
ResponderEliminareva, mujer... también puede haber superventas que tengan una extraordinaria calidad. A ver cuándo Planeta opta por promocionar lo último de... de...
c.c.buxter, sí, todos queremos lo que no tenemos. Aunque si me dan a elegir, elijo ser Faulkner (al que todos aquí admiramos mucho, claro).
kilgore, bien acudido. La verdad es que sabía que poner a Muñoz Molina era provocarte ;) No seré yo quien le diga que ha de tener prejucios contra algún escritor. Como bien sabes, somos demasiado jóvenes como para tener tantos enemigos mortales a los que nos gustaría matar con nuestras propias manos. ¿Pynchon? Pues no le pongo yo cara a ese señor, no...
scouser, me alegro de verte por aquí. Veo que las pistas que te he dejado para animarte a entrar han valido su peso en oro. Aunque no lo sepas, en estos comentarios ya somos tres los que nos hemos visto las caras y tomado alguna cerveza. Por lo demás, recuerdo que hace años el libro más vendido en la Feria del Libro era una reproducción de la Constitución de la II República, y no los de Antonio Gala que siempre "ganaban".
budokan, su fidelidad es encomiable.