Carlos Boyero
Había muchas y lógicas expectativas hacia Tiro en la cabeza. Por la autoría de Jaime Rosales, un director muy personal que había logrado con lenguaje arriesgado sembrar enigma y atmósfera malsana en la desasosegante Las horas del día y transmitir emoción y sentimientos en carne viva hablando de gente herida en La soledad. Que este experimentador con talento disfrutara del reconocimiento de la crítica y del selectivo festival de Cannes era muy coherente debido al amor que profesan ambos gremios al cine vocacionalmente distinto (para entendernos: eso que denominan enfáticamente como propuestas radicales, miradas oblicuas y rigor creativo), pero que la gente del cine español, los que no se dedican a teorizar sino que conocen las múltiples dificultades para que una película salga hermosa, reconocieran con sus múltiples premios el valor de la atípica La soledad le otorgaba legitimidad suplementaria al cine de un señor que parece no albergar humanas dudas sobre su intocable condición de artista.
Si añadimos que a pesar del prestigioso secretismo con el que se suelen envolver las películas que los espectadores aguardan con interés, nos habían llegado puntuales noticias de que el protagonista de Tiro en la cabeza estaba inspirado en la vida cotidiana de un etarra que al día siguiente va a agujerear la cabeza de un desconocido en el parking de un restaurante, crecían los alicientes por ver cómo había contado historia tan pavorosamente repetida en la realidad un director que había demostrado tener una visión penetrante y original de las personas y de las cosas.
Por mi parte, acabo de despejar misterio tan acuciante. Creo que es la primera vez que no me ha parecido intolerable en una sala de cine el odioso sonido de un móvil o la incansable tabarra de las vecinas de butaca. Y no es que me haya vuelvo tolerante con la falta de respeto. Es que no existen diálogos audibles en ella. ¿Que si es cine mudo? Tampoco. De vez en cuando percibimos el sonido de ambiente, el tráfico de la calle, el chirrido de una puerta al abrirse, esas cositas que te transportan a la realidad y evitan que un público vulgar y no iniciado en la factura del gran arte amenace con quemar la sala porque el proyeccionista le ha quitado el sonido a las conversaciones de los personajes. No es un fallo humano. Es que el transgresor director ha decidido que no tiene el menor interés para los espectadores saber lo que piensa y lo que habla un tipo con una existencia aparentemente muy normal que va a quitarle la vida a una persona en nombre de su oprimida patria. Y por supuesto que la ausencia de diálogos no impidió en el nacimiento del cine comprender y admirar la trama que te estaban contando exclusivamente a través de las imágenes creadores como Murnau, Stroheim, Keaton y Chaplin. Pero aquí, Rosales, además de ahorrarse eso tan laborioso de tener que currar con las palabras, ha conseguido que tampoco fascine ni un poquito imaginar de qué coño está hablando el futuro verdugo.
¿Y qué hace este apasionante y trascendente personaje? Pues de todo, excepto las funciones fisiológicas relacionadas con la escatología. Si el director le retratara en el váter, a lo mejor aumentaba su dimensión dramática. Por lo demás, come en soledad, toma vinos con los colegas, visita oficinas, oye música en la Fnac, habla en un parque con una mujer y dos niños, creo que folla con una desconocida (o tal vez conocida, no se sabe), se cita con otro pavo, van a Francia, su mirada se mosquea (ése es al parecer el auténtico clímax, el momento cumbre, la leche) al reconocer a dos tipos que están en la mesa de al lado, les persiguen, les matan, secuestran un coche, atan a la dueña en un bosque. Y se acabó. Ahora, que el espectador encuentre el significado y el significante, el discurso moral y la metáfora.
A mí (¿necesito aclararos que hablo en primera persona, juglar del membrillo, fotógrafo de Estrasburgo y demás aguerridos mariachis de la nada?) todo lo que me cuenta Rosales me provoca un tedio excesivo, pero también lo que pretende sugerirme, o lo que me oculta. La visualización de la grisácea cotidianeidad de este profesional del horror me parece tan estéril como pretenciosa. Creo haber escuchado al autor en la rueda de prensa, aparte de sus ampulosas y farragosas convicciones sobre la evolución en el cine de formas y contenidos, la necesidad de la ética, la altura moral que poseerán los espectadores del futuro, su compromiso como artista y como ciudadano, etcétera, que Tiro en la cabeza está invitada a no sé cuántos festivales del ancho mundo y que su estreno en España va a ser simultáneo en las salas comerciales y en los museos. Lo último lo entiendo. Está realizada pensando en la fraternal acogida de los templos del arte. Seguro que es el sagrado lugar que le corresponde. Que se disfruten mutuamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.