El filme se rodó en la primavera de 1965 durante una gira que Dylan realizó por Inglaterra, donde fue recibido como una celebridad, y ahora se publica el martes, por primera vez en España [guiño, guiño -Teddy Bautista- guiño, guiño], en una edición especial con dos DVD y casi tres horas de duración.
28 de abril de 2007
Don't look back, de Bob Dylan
El filme se rodó en la primavera de 1965 durante una gira que Dylan realizó por Inglaterra, donde fue recibido como una celebridad, y ahora se publica el martes, por primera vez en España [guiño, guiño -Teddy Bautista- guiño, guiño], en una edición especial con dos DVD y casi tres horas de duración.
25 de abril de 2007
Vida en insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin, de Vladímir Voinóvich

Antes de abrir el desarrollo del libro merece que nos detengamos en la figura de su escritor. Vladímir Voinóvich es un escritor nacido en Tayikistán que se procuró un futuro dentro de las filas del Ejército Rojo. Sabiendo que lo suyo eran las letras, Voinóvich no tardó en reconvertirse en cronista y periodista radiofónico. Las detenciones de literatos rusos que se practicaron en los 70 hizo que Voinóvich comenzara su giro disidente e hiciera uso de su ironía y su sarcasmo para trivializar la importancia de la política soviética. Expulsado primero de
La edición que Los Libros del Asteroide nos propone lleva un prólogo sobre literatura rusa de Horacio Vázquez-Rial que no tiene desperdicio. En él se nos incluye a Voinóvich dentro de la ya clásica literatura rusa de corte irónico y sarcástico y no le va a faltar razón, la verdad.
Argumentativamente, el libro comienza en los días previos al inicio de la guerra entre
El libro tendrá dos fases claramente diferenciadas. En la primera Chonkin se nos presentará como un torpe soldado soviético, que no entiende la lógica que rige en el Ejército Rojo. Vamos, que Chonkin será fiel reflejo de cualquiera. Inmerso en una Institución que de tomarse tanto en serio a sí misma ha sido incapaz de ver lo ridícula que era, Chonkin no encontrará razones donde se supone que claramente las hay, no entenderá los principios marxistas que le tratan de imponer. Incluso cuando se encuentre en situaciones comprometidas, sólo sabrá responder sentencias ilógicas dadas por sus mandos, hasta que se de cuenta de lo ridículas que son y comience su giro de personalidad hacia lo que realmente es: un campesino de vida tranquila.
La segunda parte será un desfile de personajes tan hilarantes que no tiene desperdicio. Voinóvich se encarga de que conozcamos los mecanismos más ínfimos de la maquinaria de represión soviética y, como si de un Esperpento de Valle-Inclán fuera, nos va presentando situación tras situación, con los miedos de unos –los represaliados- y de otros –los represores. Aunque a decir verdad serán estos últimos los que tengan más miedo. A más que perder, más miedo. Eso es innegable. Y que te quiten el carnet acusado de ser anarquista por no convocar una manifestación y permitir sin embargo que ésta se convoque de forma espontánea es sin duda para tener miedo.
Cabría suponer que en una novela donde lo absurdo reina a sus anchas la credibilidad de las situaciones es más que cuestionable. Sin embargo esto no es así. Voinóvich tiene la habilidad de hacernos creíbles tales situaciones al meternos en la mente de cualquier personaje que nos presente. Las descripciones de todos y cada uno de los personajes nos conducen a lo ya comentado: el miedo. Éste es un elemento fundamental de la vida de los campesinos, de los funcionarios, de los jefes, hasta de los caballos. Todos arrastran miedo por donde quiera que vayan y dejan que éste les dicte qué es lo que tienen que hacer. Las situaciones se vuelven de una verosimilitud tal que de terrorífico que es uno no puede sino soltar la carcajada -¡atención lectores del suburbano!
En definitiva simpatiquísima novela antimilitar, divertida y fundamental para ver lo absurdo que hay en el mundo y aprender que no hay que tomarse demasiado en serio a sí mismo. Quizá no se lea del tirón por culpa de un estilo un poco áspero -no se sabe bien si debida a la traducción o al estilo de Voinóvich- pero bien merece ese pequeño esfuerzo de acabarla. Aunque sólo sea por el Camarada Stalin.
24 de abril de 2007
Nicholson, el careto de la bestia
Por Borja Hermoso

Siempre he creído que Jack Nicholson es, más que un actor, un género en sí mismo. Me explico. O lo intento. Quiero decir que a mí, particularmente, siempre me gusta ver a este ograzo en una pantalla. Es aparecer su tormentosa jeta en la pantalla —en sus versiones 'cabronazo redomado' o 'tipo peligrosamente ambiguo'— y yo hala, a gozar, a gozar. Para mí es algo inexplicable, lo de Nicholson, va más allá de la mera dimensión del actor de cine, pisa terrenos tan arriesgados que, de no ser tan jodidamente bueno, a menudo sería patético. El caso es que nunca me lo ha parecido.
Tengo una hermana a la que, aparte de adorar igual que a la otra hermana que también tengo, le presto oídos cuando dice cosas, porque las cosas que dice suelen ser, por este orden, originales, contundentes, divertidas. Le gusta el cine, y dentro del cine, le gustan mucho ciertos señores, y entre ellos está Jack. Entre esas cosas que dice mi hermana hay una que es la que viene a cuento aquí: "Yo, en la vida, quiero llegar al punto de locura de Jack Nicholson". Igual da que le intentes convencer de que lo de Nicholson es mentira, porque a eso se dedican los actores, a mentir, unos genial, embrujadora, desarmantemente, otros sin puñetera gracia ni dote. "No, no, es que él seguro que es así", me contesta cada vez que le hago ver lo transitorio de sus neuras (de las de Jack). Y la verdad es que, al final, mi hermana me ha hecho dudar, porque a lo mejor, resulta que sí, que este tío es así. Y esa duda me hace disfrutar todavía más de él.
Y sé que algun@s ya estáis masajeando el teclado para decir cosas relacionadas con el pasote histriónico del monstruo, de su eterna exageración, de su pose y de su escasa capacidad para hacer cosas reposaditas, y tal y cuál. Me da igual. Los amores incondicionales lo son porque hace tiempo quedó demostrado que, pese a todo, la cosa siempre merece la pena. Yo, a lo mío. A Jack.

Jack me ha metido la desazón en el cuerpo con el rebelde y peligroso Randle Patrick McMurphy, inquilino indeseable del sanatorio mental de nomeacuerdodónde, en 'Alguien voló sobre el nido del cuco': otro 'peaso' Oscar. ¿Y qué digo yo aquí de 'Chinatown', 'El cartero siempre llama dos veces' o 'El honor de los Prizzi' que no resulte idiota? Mejor me callo. Y lo mismo hago respecto a la hidra mafiosa de 'Infiltrados'. Y sí, lo admito, 'Las brujas de Eastwick' no está entre las tres o cuatro mejores pelis de la Historia. Pero a mí me cruje. Y veo y reveo y reveo y me divierte y me regocija y me descoloca 'Mars Attacks!', en la que el genial Tim Burton pintó un papel de presidente sicópata de los EEUU exclusivamente pensando en 'Big Jack'. Lo mismo que el 'Joker' de 'Batman'. Burton ha sabido en esas dos películas extraer la inacabable dimsneión icónica del careto de Jack Nicholson.
Como Hitchcock, como Louis de Funes, como los cómics de Nicolas de Crécy y de Will Eisner, como mi pobre Real Sociedad o como el foie de las Landas, lo mío con Jack Nicholson es cuestión de militancia.
Setenta años ya. Angelito. Una vez me pasé tres días, tres, esperando a que un agente que trabajaba para él me llamara al periódico para decirme cuándo hacíamos la entrevista telefónica. Hasta hoy. 'Nasti de plasti'. No hubo entrevista. Ni siquiera llamada. Fueron tres días de tembleque y pirrilera. Pero, con retraso, sin rencor y con toneladas de admiración, este fan disfrazado de periodista y de bloguero le dice a la bestia: 'japiberzdeituyú' y que cumplas muchos más. Sigue dando caña.
16 de abril de 2007
"Regreso al infierno", de Irwin Winkler

Pariendo de varias historias cruzadas que tienen como punto de partida la noticia del reemplazo de un grupo de soldados que combaten en el campo de batalla iraquí (llámese también calle de una de sus ciudades). Como no podía ser de otra manera, en el último día de campaña, su unidad es atacada con terribles bajas y heridos. Todos tratados por el Dr. Will Marsh, interpretado por el siempre mal situado Samuel L. Jackson. Acción que se traslada del asfixiante desierto a las calles de una tranquila ciudad estadounidense, donde los soldados que han servido lo mejor posible a su país quieren retornar al punto exacto en el que lo dejaron. Reincorporación laboral que en algunos casos es imposible al haber sido sustituidos por otros trabajadores (violando la ley que se supone les obliga), retorno a una vida familiar y profesional que debe compatibilizarse con las lesiones de guerra, el establecimiento de los puentes destruidos con la familia no por las heridas físicas sino psiquiatritas… Unos personajes ciertamente esterotipados y un tanto de telefilme de mediodía que, sin embargo, dan buena cuenta de los diversos prismas de esta realidad. Problemas de adaptación, falta de reconocimiento en la sociedad, dificultades en la superación de las secuelas físicas y psíquicas (la conversación de ingestión farmacológica que mantienen dos de los protagonistas, resulta del todo reveladora). Una descripción que en suma, y teniendo en cuenta que es una película Made in Hollywood, puede resultar tremendamente acertada en uno de los peores momentos de la guerra de Irak. Entretenida e interesante, pero que dentro de unos años habrá perdido el impacto histórico.
3 de abril de 2007
Cartas desde Iwo Jima, de Clint Eastwood
“Cartas desde Iwo Jima” discurre por una línea argumental preocupada por no dar una imagen necesariamente negativa de los japoneses. El director muestra el lado más disciplinado de la cultura oriental en la que nada queda al azar. Un general de esos que se han cortado con el patrón de Occidente, disciplinado, sagaz y generoso son sus tropas. Tiene un plan, cavar una serie de túneles a lo largo de toda la isla para resistir el máximo tiempo posible en una batalla que sabe perdida antes de iniciarse. Sacrificio al que parece dispuesto él y todas sus tropas, que convenientemente aleccionadas por la propaganda nipona creen que los americanos son viles, vagos, cobardes y que no saben combatir. Pronto, en una batalla sin descanso, al menos descubrirán que poseen una mayor capacidad ofensiva y recursos. Sin caer, como hemos dicho, en los elementos preparados, se reserva algún artificio made in Hollywood, enmendado con algún giro aparentemente impensable en el Ejercito de los EEUU.

En ciertos momentos la historia se hace absolutamente volátil, pudiéndose situarse en el Irak de ayer, de hoy, y tristemente, de mañana (ahora comprobarán como la expresión “absolutamente volátil”, no es la más afortunada). En el fragor de la ofensiva enemiga, los soldados que conocen sus obligaciones como súbditos del Emperador y el precio de su fracaso en la defensa de Iwo Jima, no dudan en poner fin a su vida como un honor más de los muchos que un soldado puede tener. No resulta falso ni exagerado este relato e imagen desoladora de cuerpos desmembrados por sus propias granadas o con un tiro en la sien. Las crónicas de la Guerra del Pacífico cuentan el descubrimiento de centenares de cadáveres japoneses que se había practicado el ritual de la hara-kiri. Pero en esta resistencia asimétrica de los soldados del Imperio frente a las tropas estadounidenses, Eastwood no duda en recuperar las viejas historias de los Kamikazes. Generalmente pilotos suicidas (aunque había un poco de todo en la generalización del término), podemos ver un kamikaze en forma de oficial que después de perder su posición decide morir con honor superlativo, esto es, lanzándose con una mina a los bajos de un tanque estadounidense. Como si de un miembro de Al-Qaeda primitivo se tratase, puede que esta reflexión de la desesperación humana y el último intento de dar un sentido a su propia muerte, sea el planteamiento de una posición respecto a al realidad que les está tocando vivir a miles de soldados estadounidenses en Irak. O puede que simplemente quiera mostrar lo irracional de tal comportamiento.

En este apartado, además de la presunción de la correcta elección de los actores, la gran virtud no es otra que presentar a los personajes como occidentales. A través de las Cartas podremos verificar la poca diferencia que existen entre estos soldados y oficiales con los de cualquier regimiento que lucha en el bando contrario. Un humilde panadero que es arrancado de los brazos de su mujer embarazada con la promesa de regresar. Un General que ha visitado los EEUU donde era tratado con todos los honores, es inteligente, duro con la tropa, pero generoso son sus soldados. Otro oficial degradado por no obedecer una orden directa de un superior extremadamente cruel. Estereotipos muy bien armados no para sobrevivir en la taquilla y producir la inmediata identificación de los personajes con los distintos segmentos del público sino para mostrar que en la guerra los enemigos no son muy diferentes de tus vecinos. No existen los enemigos absolutos. Al menos no entre la tropa que es conducida a la batalla.
1 de abril de 2007
Adiós a las armas, de Ernest Hemingway

Ernest Hemingway no concibió Adiós a las armas como un alegato contra la guerra; no hay moralina pacifista, simplemente se limita a contar la guerra tal y como es, de una forma realista: atroz y horrible. De hecho, la trama parte de una experiencia personal: Hemingway sirvió como voluntario en Italia durante la I Guerra Mundial. Conducía ambulancias, y un buen día resultó herido en las piernas, por lo que tuvo que ser hospitalizado. Allí, como le sucede al protagonista de la novela, mantuvo un romance con una joven enfermera.
Adiós a las armas, digámoslo claro y sin etiquetar, es ante todo una gran novela. Junto al elemento bélico, transita de principio a fin de la novela una gran historia de amor que da lugar a uno de los considerados mejores finales de la literatura moderna. Según Hemingway, para que alcanzara la perfección tuvo que modificarlo una docena de veces. Claro que si hubiese que creer a pies juntillas todo lo que Ernest “Fanfarrón” Hemnigway decía…
Lo que sí está claro es que Hemingway fue lo que se suele llamar “un testigo de excepción” de la terrible tragedia de la época histórica en la que transcurre la novela. Porque, de no haberse producido la más cinematográfica segunda parte, no habría ninguna duda en considerar la Gran Guerra del 14 como el acontecimiento más pavoroso del siglo XX. No ya por el uso del gas mostaza, ni por el castigo sobre la población civil, ni siquiera por la absurda guerra de trincheras: lo que realmente asusta de esa guerra es el gran cataclismo moral que produjo. Porque antes de 1914, a pesar de la política de bloques y de las tensiones propias de la expansión colonialista, nadie creía que pudiese haber una nueva guerra en Europa: eso era cosa de un pasado bárbaro. La gran ilusión, el libro en el que Norman Angell demostraba que la interdependencia económica y financiera de las potencias europeas hacía imposible una nueva guerra, se convirtió en un best seller académico y popular. Pocos sospechaban que, casi simultáneamente, el general Von Bernhardi ultimaba su Alemania y la próxima guerra… Con la concatenación de declaraciones de guerra que suceden a los hechos de Sarajevo, un furor nacionalista recorre toda Europa, haciendo tabula rasa de lo que hasta entonces se defendía para embarcarse en las uniones sagradas y en el convencimiento de que esta iba a ser una guerra relámpago, “la guerra con la que se pondría fin a todas las guerras”.

No soy partidario de dar demasiados detalles sobre el argumento de la novela; la contraportada y el prólogo ya suelen hacer suficientes estragos sobre la capacidad de sorpresa del lector… El protagonista es Frederick Henry, un joven e idealista estadounidense que se alista voluntario para combatir en la Gran Guerra contra los imperios centrales. Destinado en Italia, un año antes del armisticio, conduce ambulancias para trasladar heridos, hasta que él mismo se convierte en uno de ellos. Hospitalizado en Milán, allí se enamora de la también estadounidense Catherine Barkley, una enfermera a la que ya había conocido antes de ser herido. Y hasta aquí puedo leer. Sólo añadiré que Henry participa en el desastre de Caporetto, batalla que tuvo lugar a finales del año 1917 y en la que las tropas italianas, sorprendidas por el ataque combinado de los ejércitos prusiano y austro-húngaro, sufrieron alrededor de 50.000 bajas y 30.000 heridos.
En la novela se refleja bien la tensión entre lo individual y lo colectivo que caracteriza a tantas historias sobre la guerra. Si Henry y Barkley se hubiesen conocido en otro tiempo o lugar, nada impediría que pudiesen vivir su amor libremente; pero se conocen en Italia y en 1917, y los deseos individuales tienen que ceder frente a la época histórica que les trasciende. Por otra parte, tampoco pueden maldecir por completo la guerra: sin ella, probablemente nunca se hubiesen conocido. Sin embargo, y al contrario de lo que sucede en Casablanca, aquí los protagonistas, lejos de arrodillarse sumisos ante la Historia, van a llevar más allá su voluntad hasta hacerla realidad… Y hasta aquí puedo leer.
Cuando leí Adiós a las armas, hubo un pasaje que me impactó especialmente. Se encuentra en la Parte tercera (en concreto, en el capítulo XXX), que transcurre en su mayoría durante la retirada de las tropas italianas. Son los siguientes párrafos:
“Me condujeron detrás de la hilera de los oficiales, hacia un grupo que esperaba en un campo, cerca del río. Mientras andábamos tiraron. Vi el relámpago de los fusiles y oí las detonaciones. Nos juntamos con el grupo. Se componía de cuatro oficiales, delante de los cuales había un hombre con un carabinero a cada lado y varios hombres vigilados por carabineros. Otros cuatro carabineros, apoyados en sus fusiles, escoltaban a los jueces militares. Eran carabineros con unos sombreros muy grandes. Los dos que me habían detenido me empujaron al grupo que iba a ser interrogado. Miré al hombre al que los oficiales preguntaban. Era el teniente coronel bajo y grueso de los cabellos grises que habían sacado de la columna. Los jueces tenían todo el celo, la flema y la sangre fría de italianos que matan sin correr el riesgo de ser matados.
- ¿Su brigada?
Respondió.
- ¿Regimiento?
Respondió.
- ¿Por qué no está usted con su regimiento?
Respondió.
- ¿Es que no sabe que un oficial debe quedarse con sus hombres?
Lo sabía.
Eso fue todo. Otro oficial habló.
- Ha sido usted y sus iguales los que han permitido a los bárbaros poner los pies sobre el sagrado territorio de la patria.
- ¿Qué dice usted? –preguntó el teniente coronel.
- Es a consecuencia de traiciones parecidas por lo que hemos perdido los frutos de la victoria.
- ¿Ha tenido usted que retirarse alguna vez? –preguntó de nuevo el teniente coronel.
- No se debería haber obligado a Italia a retirarse. ¡Y nosotros estábamos allí, bajo la lluvia, para escuchar esto! Estábamos frente a los oficiales, y el prisionero estaba delante de ellos, ligeramente a un lado por deferencia a nosotros.
- Si usted me quiere fusilar –dijo el teniente coronel-, fusíleme en seguida, sin más interrogatorio. El interrogatorio es idiota.
Hizo la señal de la cruz. Los oficiales se consultaron. Uno de ellos escribió algo en una hoja de papel.
- Abandono de tropas. Condenado a ser fusilado –dijo.
Dos carabineros condujeron al teniente coronel a la orilla del río. Se alejó bajo la lluvia, viejo, abatido, con la cabeza cubierta, escoltado por dos carabineros. No vi cómo le fusilaban, pero oí las detonaciones.”

Qué fácil todo ello. Pero qué difícil contenerse para no responderles con la misma palabra con que Cambronne clausuró el hundimiento de los ejércitos napoleónicos en Waterloo, con “la más bella frase que quizá jamás haya dicho un hombre”, según Victor Hugo. Es decir:
- ¡Mierda!