Hay enfermedades que no se curan ni yéndose uno de viaje. No me gusta volar. No es que le tenga miedo, es simplemente que le he cogido manía al estarme horas esperando a unos señores que cobran lo que no está escrito por llevar un autobús con alas. Las compañías aéreas son simples enemigas de mi persona que, de una manera u otra, me persiguen y me atormentan allá a donde voy. Que si ahora hacemos los asientos más pequeños. Que si quiere un vaso de agua lo tiene que pagar como si fuera oro. Que si espera que te espera. Que si el piloto está borracho en el bar del aeropuerto. Que si ¿Quién le ha dicho a Ud. que tiene derecho a eso?. Y un largo etcétera.
Por tanto, cada vez que cojo un avión lo hago porque literalmente no tengo otra opción. Y mi resistencia a ir a esas tumbas con aire acondicionado en que se han convertido los aeropuertos sería aún mayor que la de Mister T en el Equipo A si no fuera porque es precisamente en los aeropuertos en donde puedo dar rienda suelta a mi enfermedad. Quizás Uds. se piensen que mi enfermedad es la paranoia o la manía persecutoria, pero no, están del todo equivocados.
Mi enfermedad se manifiesta segundos antes de cruzar esos interminables controles de seguridad. Vonnegut decía que, tras el aumento de los cacheos por culpa del inventor de la zapatilla explosiva, el día que a un terrorista le diera por inventar unos pantalones-bomba los que cogemos aviones estaríamos literalmente jodidos. Pues bien, en ese terreno loco del consumismo que es el Duty Free, en donde jovenzuelas horteras con pendientes de aro se vuelven locas comprando berskas al mismo tiempo que ejecutivos pasados de rosca compran botellas de vodka de dos en dos, yo me convierto en otro. Aún no me ha dado por gastarme el dinero que no tengo en ropa con el logotipo de Ferrari, y la fase de comprarme Toblerone gigantes ya se me pasó. Por tanto, el único vicio que se me desata en esas zonas del inframundo sin ley es el de los libros.
Un aeropuerto, y más si es un aeropuerto de habla inglesa, resulta un estupendo lugar de entretenimiento para un bibliófilo perdido como yo. Allí podrá mirar colecciones enteras de libros que jamás serán publicados en España. Novedades que aún no han sido leídas en el metro de Madrid o Barcelona. Curiosidades que uno compraría en el mega-almacén de internet si no existieran estos pequeños oasis de literatura en inglés. Allí se puede comprobar que los editores ingleses y norteamericanos están a años luz de cualquier buen editor español si se los juzga por lo atractivo de sus portadas.
Y fue, naturalmente, en un aeropuerto –aunque esta vez en uno nacional- como me reencontré con este libro, Burlando a la parca. Lo había visto cuando Anagrama lo lanzó hará unos meses, pero fue en el detenimiento del aeropuerto cuando mi acompañante me reparó en él. Apuntado –o mejor dicho, fotografiado con la cámara del móvil para no tener que escribir ni nombre ni autor- el libro quedó citado para mi próximo encuentro con la librería habitual. Al fin y al cabo, si se puede comprar al lado de casa, mejor no cargo con él ¿no?
El autor es el desconocido Josh Bazell. Doctor en medicina y licenciado en literatura inglesa, es el vivo ejemplo de lo bueno que puede resultar mezclar dos estudios aparentemente tan alejados. No sé cómo diagnosticará pacientes del hospital en el que trabaja, pero la receta que le ha salido con Burlando a la Parca se convierte por sí sola en una gran novela. De esas que cuando aún no se ha acabado ya se está recomendando.
Como se puede intuir por el título, amén de la estupenda portada original –e incluso de la horrorosa modificación que realizaron los editores de Anagrama-, la cosa va de esquivar a la muerte. El relato lo narra en primera persona su protagonista: Peter Brown, doctor del Manhattan Catholic Hospital de Nueva York. Cuenta la historia de su corta vida, aún es joven, y por lo que leemos ejerció serias candidaturas para acortarla aún más.
Criado por sus abuelos de familia cómoda, inmigrantes de la post-Segunda Guerra Mundial, el doctor Peter Brown ejerce la medicina general en un hospital donde todo, absolutamente todo, es un caos. Sin alterarse casi por nada, o dándolo todo por perdido, Brown se encarga de coordinar los diagnósticos que su compañero del otro turno ha dejado hilvanados en una manera tal que más parece preocupado por curar a los pacientes que por salvarle el culo al Hospital. Práctica esta última que Bazell nos confirma como más habitual en un país en donde la denuncia por error médico está a la orden del día.
Pero Brown esconde algo más tras de sí. En realidad Peter no se llama Peter, se llama Pietro, Pietro Brnwa y está escondido bajo esta nueva identidad bajo el Programa de Protección de Testigos. Es que Pietro, sepan, antes de ser médico titulado era asesino a sueldo de la mafia neoyorquina. Increíble pero cierto, el pasado de Pietro le condujo casi sin quererlo a eliminar personajes del negocio que se pasaban de la raya y que eran señalados por su jefe y sin embargo amigo: David Locano. Sí, sí, ya sé. Uds. no hubieran caído en las manos de la mafia, en un negocio que consiste en liquidar gente. Pero, créanme, tras leer el relato de Pietro, les aseguro que hubieran caído. No se crean de todas maneras que Brnwa mata gente sin más remordimiento. El único condicionante para hacer su trabajo se lo impone él: ha de ser gente que no sea inocente.
La combinación de estas dos vidas, la pasada y mafiosa, y la presente y médica, se unen cuando en esta mañana en la que Peter nos lleva por todos sus pacientes se encuentra con un antiguo camarada: Eddy Squillante. El listillo de Eddy está en el hospital por culpa de un cáncer de estómago y descubre con facilidad a Pietro, aka Zarpa de Oso, proponiéndole un trato: si le mantiene con vida no le delatará. Sin embargo, si fallece en la operación que tiene programada para el día de hoy, uno de sus chicos avisará a Locano, quien ha puesto precio a su cabeza tras su cambio de bando.
El libro está narrado en dos hilos bien definidos. Por una parte esta mañana de ronda hospitalaria en presente en donde Peter se nos muestra como un excelente médico, pasado de rosca con las drogas y con unos métodos más bien heterodoxos. Caer en la comparación con el televisivo Doctor House es no darse cuenta de la profundidad del personaje de Brown y encasillarlo en un arquetipo sólo porque comparten un par de rasgos. Peter Brown es un buen médico, sí, pero también tiene dosis de cinismo que hacen que las escenas del hospital salgan disparadas de las páginas y terminen por inundar cualquier rincón de la habitación donde se lee.
Por la otra parte, hablamos de Pietro Brnwa, el sicario de la mafia. Peter nos va contando la historia en pasado de Pietro, el por qué se metió en los negocios y por qué ahora ellos lo buscan con tanto ahínco. De nuevo podría pensarse en un típico relato de la mafia televisiva, el clásico asunto del soplón, pero nada más alejado de la realidad. Pietro es un buen chico, al menos con cierta tensión moral acolchada del cinismo propio del personaje, y si ha llegado a ser lo que es simplemente se debe al azar y a las decisiones ambiguas. En comparación con el relato de la mañana en el hospital, la historia de Pietro en la mafia engancha menos. Sin embargo esto es sólo debido al ritmo independiente que esta parte de la novela va adquiriendo pues pausa a pausa, el relato se termina por escupir al lector a la cara y llenarlo de la tensió propia de este tipo de asuntos.
De pocas novelas se dice esto, y menos aún si son tan nuevas, pero Burlando a la Parca se muestra como una novela imprescindible para aquellos quienes disfrutamos con libros de marcada tensión narrativa y que no tengan miedo de ir hacia donde otros no irían. Todos los detalles médicos se disfrutan enormemente -incluso las anécdotas tales como el por qué los enanitos de Blancanieves silbaban- debido a su claridad y su justificación narrativa. Y qué decir sobre los detalles particulares de la mafia y las peleas más que, casi al final, este donante de sangre que suscribe tuvo que dejar de leer un par de veces y respirar hondo debido a la inesperada carnicería que se estaba formando. Sin duda, fue un gran acierto el de poner aeropuertos donde hay librerías.
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