Su leyenda ya es mucho mayor que él mismo. En los mapas existen islas que llevan su nombre y archipiélagos que llevan el nombre de los veleros que comandó, es elegante y silencioso, pasea con calma por los muelles, discretamente, envuelto en el respeto del que se hizo merecedor hace tiempo. Fuma pipa y viste de lino, supongo que lleva gorra azul y se sabe los mapas de memoria. El Capitán Whalley es el último hombre de honor que queda en los puertos.
Se ha hecho viejo, pero conserva la dignidad intacta, como conserva el recuerdo de su amada mujer, muerta hace años, y la confianza y el amor de su hija, mal casada con un hombre incapaz de mantenerla y que, en las alejadas costas de Australia, decide, empujada por la necesidad, abrir una pensión que le permita vivir, aunque sea con la deshonra de una ocupación tan vulgar.
El viejo Capitán Whalley, en lugar de gozar de la dorada vejez que le correspondería, debe enfrentarse a la triste situación de verse arruinado (y mantenerlo en secreto para evitar la humillación), y para obtener las 500 libras que le son necesarias a su hija para abrir la pensión se ve obligado a vender su pequeño barco, y trabajar en cambio para un ruin fogonero que se ha hecho rico de la noche a la mañana y ha comprado un barco indomable, viejo y desobediente, hecho una chatarra. El viejo fogonero se divierte molestando a los capitanes que contrata, hasta que se van enfadados o los despide por despecho, sólo como venganza por el trato recibido cuando trabajaba en los fogones de los barcos de vapor. Pero con Whalley es diferente, no lo puede echar, porque se han convertido en socios: en un intento de recuperar la fortuna perdida para su hija, Whalley ha invertido en el viejo vapor, que hace la misma ruta desde hace años, comunicando una zona selvática con la civilización, una ruta peligrosa pero que la pequeña embarcación conoce casi de memoria.
La primera parte de la narración transcurre sobretodo en el interior del propio capitán (y es bastante aburrida). La vejez, la soledad, la culpa por no ser capaz de responder a la sencilla demanda de su hija, esos míseros centenares de libras. La segunda parte transcurre en el barco y con su curiosa tripulación, y resulta mucho más entretenida: el ruin propietario, el ambicioso primer oficial, el maquinista que sólo habla cuando está borracho, los marineros indígenas, a penas personajes en la narración, y los encuentros periódicos con el holandés Van Wik, europeo distinguido que vive en medio de la selva y que espera impaciente la llegada del maltrecho vapor para poder compartir un rato de civilización con el elegante capitán, aunque este se encuentre en las últimas.
En las últimas, porque se trata del último viaje. Finalizan ya los dos años que estaban comprometidos con el fogonero, transcurridos los cuales, y con el barco a buen puerto, el capitán recuperará el dinero que necesita para su hija. Pero hay otra pérdida que el capitán necesita ocultar además de la pérdida de su fortuna, y que lo tiene con la soga en el cuello (y que no puedo desvelar). Un secreto que le haría perder el trabajo y también el dinero invertido, un secreto que pone en peligro su vida y la de su tripulación, a la que traiciona a cada minuto que calla su secreto en un terrible y desesperado intento de salvar el pequeño patrimonio que considera que ya es propiedad de su hija, antes de que su vida naufrague totalmente.
En las últimas es el título de la traducción que yo leí de este relato de Joseph Conrad, incluido en el volúmen “El corazón de las tinieblas y otros relatos”, y titulado originariamente The End of the Tether, El final de la cuerda. A mí personalmente me gusta más el título elegido por otros traductores, Con la soga al cuello, por lo que tiene de apropiado y descriptivo de la situación en la que se encuentra el pobre y valiente Capitán Whalley.
Se trata de un relato triste, aunque irónico en cierta forma, bastante cruel y un tanto aburrido. Transcurre con gran lentitud, como el pobre vapor a punto de encallarse en el lodo de las aguas poco profundas del estrecho, con esta lentitud a veces excesiva y a veces exasperante, como la imposible situación en la que Conrad sitúa al pobre capitán. En ocasiones hubiera estrangulado a Conrad con mis propias manos, sobretodo en algunos episodios de en medio de la narración. Y sin embargo, más de tres semanas después de haber cerrado el libro, pienso en el capitán y pienso en el destartalado vapor y en el humillado fogonero, y sonrío.
Yo creo que se trata sólo de una historia de barcos, pero de las tristes. Y, por si acaso, a continuación, cogí La Isla del Tesoro. No vaya a ser que los capitanes tristes llevaran el mando más de la cuenta.
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