¿En qué consiste exactamente la fascinación que ejerce lo fragmentario, lo inacabado? Se extiende por todas las artes para incluir la Sinfonía inacabada de Schubert y el non finito del Renacimiento italiano -sobre todo, quizás, los esclavos de Miguel Ángel, encargados originalmente para la tumba del Papa Julio II-, además de las estanterías llenas de libros inconclusos: obras de poesía y de prosa, de ficción y académicas, que por lo general han quedado incompletas con la muerte del autor. Entre las más famosas obras de poesía inacabadas está la tragedia La muerte de Empédocles de Friedrich Hölderlin, e Hiperión, el poema épico que inició John Keats, aunque en rigor también debería incluirse la Eneida, ya que Virgilio aún estaba puliendo el texto cuando murió y, de hecho, pidió que se destruyese precisamente porque no había terminado de trabajar en él.
Entre las novelas, los ingleses pensarán rápidamente en Sanditon, el libro en el que estaba trabajando Jane Austen en el momento de su muerte (con sólo 42 años) en 1817, mientras que los españoles recordarán que la primera parte del Quijote se consideró inacabada, o al menos con posibilidad de continuación, cuando se publicó por primera vez, y fue el intento de Avellaneda de seguir con la historia lo que indujo a Cervantes a escribir la segunda parte.
Continuaciones de este tipo por parte de alguien que no era el autor original eran algo habitual en los siglos XVI y XVII. A uno le viene a la mente la segunda parte de El lazarillo de Tormes; la original segunda parte de Guzmán de Alfarache; o la segunda y tercera partes de Diana de Montemayor; y, por ende, un humanista italiano, Matteo Vegio, que se atrevió a continuar la Eneida de Virgilio añadiendo un decimotercer libro al poema.
¿Qué habría escrito Marx? Entre los libros académicos inacabados, un ejemplo famoso es el de El capital de Marx; el manuscrito se interrumpe justo cuando el autor trata las clases sociales, dejando así a sus intérpretes la tarea de adivinar lo que habría escrito. Un ejemplo más reciente nos viene de Cambridge, donde en 1954 el científico y sinólogo Joseph Needham empezó a publicar su obra Ciencia y civilización en China en varios tomos, cuando ya tenía 54 años. Recuerdo que en los años ochenta, en una cena en el Caius College, oí que un visitante estadounidense más bien falto de tacto le preguntaba a Needham cuándo esperaba terminar su libro. «No hay prisa», le replicó Needham con calma. Aunque vivió hasta los 95 años y trabajó hasta el último momento, murió antes de que pudiese concluir el libro él mismo, pero legó el proyecto a sus colegas y discípulos, así que tal vez esta gran obra quede terminada algún día.
En el caso de Ciencia y civilización de Needham, cuesta no lamentar su estado fragmentario, como sucedería si Gibbon (por poner un ejemplo) hubiera muerto antes de terminar su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, o Proust antes de completar En busca del tiempo perdido. De todas formas, los libros inacabados de escritores famosos -como los esclavos de Miguel Ángel en el caso de la escultura- ejercen una fascinación especial en muchos lectores. ¿Por qué ocurre de este modo? Una posible explicación resalta el papel del lector, la otra privilegia al escritor. En el primer caso, las obras inconclusas dejan más a la imaginación del lector, quien, por ejemplo, puede imaginar finales alternativos. En publicidad es bien sabido que una serie inacabada de palabras o imágenes capta la atención del público, porque muchos de nosotros sentimos una especie de compulsión por completar la serie, como si fuera un rompecabezas al que le faltan una o dos piezas.
Entre las novelas, los ingleses pensarán rápidamente en Sanditon, el libro en el que estaba trabajando Jane Austen en el momento de su muerte (con sólo 42 años) en 1817, mientras que los españoles recordarán que la primera parte del Quijote se consideró inacabada, o al menos con posibilidad de continuación, cuando se publicó por primera vez, y fue el intento de Avellaneda de seguir con la historia lo que indujo a Cervantes a escribir la segunda parte.
Continuaciones de este tipo por parte de alguien que no era el autor original eran algo habitual en los siglos XVI y XVII. A uno le viene a la mente la segunda parte de El lazarillo de Tormes; la original segunda parte de Guzmán de Alfarache; o la segunda y tercera partes de Diana de Montemayor; y, por ende, un humanista italiano, Matteo Vegio, que se atrevió a continuar la Eneida de Virgilio añadiendo un decimotercer libro al poema.
¿Qué habría escrito Marx? Entre los libros académicos inacabados, un ejemplo famoso es el de El capital de Marx; el manuscrito se interrumpe justo cuando el autor trata las clases sociales, dejando así a sus intérpretes la tarea de adivinar lo que habría escrito. Un ejemplo más reciente nos viene de Cambridge, donde en 1954 el científico y sinólogo Joseph Needham empezó a publicar su obra Ciencia y civilización en China en varios tomos, cuando ya tenía 54 años. Recuerdo que en los años ochenta, en una cena en el Caius College, oí que un visitante estadounidense más bien falto de tacto le preguntaba a Needham cuándo esperaba terminar su libro. «No hay prisa», le replicó Needham con calma. Aunque vivió hasta los 95 años y trabajó hasta el último momento, murió antes de que pudiese concluir el libro él mismo, pero legó el proyecto a sus colegas y discípulos, así que tal vez esta gran obra quede terminada algún día.
En el caso de Ciencia y civilización de Needham, cuesta no lamentar su estado fragmentario, como sucedería si Gibbon (por poner un ejemplo) hubiera muerto antes de terminar su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, o Proust antes de completar En busca del tiempo perdido. De todas formas, los libros inacabados de escritores famosos -como los esclavos de Miguel Ángel en el caso de la escultura- ejercen una fascinación especial en muchos lectores. ¿Por qué ocurre de este modo? Una posible explicación resalta el papel del lector, la otra privilegia al escritor. En el primer caso, las obras inconclusas dejan más a la imaginación del lector, quien, por ejemplo, puede imaginar finales alternativos. En publicidad es bien sabido que una serie inacabada de palabras o imágenes capta la atención del público, porque muchos de nosotros sentimos una especie de compulsión por completar la serie, como si fuera un rompecabezas al que le faltan una o dos piezas.
Otra explicación para la fascinación de lo non finito privilegia al creador, o más exactamente a la imagen que el lector o espectador tiene del creador. Tendemos a pensar que una obra que está sin terminar o sin pulir revela más sobre el proceso creativo que la que está acabada, que nos dice más sobre la personalidad real del escritor, que no tuvo tiempo de desaparecer detrás de su trabajo. Sin embargo, los lectores no siempre han pensado así.
Antes del auge del movimiento romántico, había menos interés por las obras inacabadas de arte o literatura. Los lectores se tomaban el artificio más en serio, y, por tanto, una obra sin pulir resultaba menos atractiva. Después del año 1800, los europeos comenzaron a leer literatura de un modo diferente, tratándola como si fuese una expresión, no de la sabiduría colectiva, sino de la personalidad individual del autor. De ahí el aumento del interés en aquella época por la edición y lectura de diarios y correspondencia privada, escritos sin tener la menor idea de que algún día podrían aparecer impresos y en un estilo menos formal que, por ejemplo, las novelas o los poemas del mismo autor. La formalidad se veía cada vez más como una especie de falta de sinceridad, como una clase de teatro, y las obras inacabadas se valoraban mucho precisamente porque permitían al lector echar un vistazo a la vida entre bastidores o al pensamiento en movimiento.
Muerte del autor. El movimiento romántico terminó hace ya mucho tiempo, y más de una vez se ha proclamado la «muerte del autor». Así y todo, el Romanticismo parece haber dejado una marca indeleble en la manera en que muchos de nosotros leemos, incluso en la actualidad. En cualquier caso, los nuevos desarrollos en los medios de comunicación, en particular el auge de los culebrones, fomentan la sensación de que en el arte, como en la vida, las historias nunca terminan realmente.
Pongamos como ejemplo la serie estadounidense de televisión Los Soprano, que se emitió en seis partes y 86 episodios entre 1999 y 2007. Ahora ha llegado a un aparente final, pero puede que la revivan en cualquier momento. Al fin y al cabo, otras series han durado mucho más. En Gran Bretaña, mucha gente escucha la radionovela Los Archer, ambientada en el escenario rural de Ambridge. Lleva emitiéndose desde 1951 de manera regular, con más de 15.000 episodios. Los personajes individuales mueren, tanto en las ondas como en la vida real, y los actores van y vienen, pero el programa continúa porque está asociado a la continuidad de una familia y un pueblo. Así que parece que hay una demanda creciente de formas de arte que eviten el desenlace e imiten el desorden de la vida.
Antes del auge del movimiento romántico, había menos interés por las obras inacabadas de arte o literatura. Los lectores se tomaban el artificio más en serio, y, por tanto, una obra sin pulir resultaba menos atractiva. Después del año 1800, los europeos comenzaron a leer literatura de un modo diferente, tratándola como si fuese una expresión, no de la sabiduría colectiva, sino de la personalidad individual del autor. De ahí el aumento del interés en aquella época por la edición y lectura de diarios y correspondencia privada, escritos sin tener la menor idea de que algún día podrían aparecer impresos y en un estilo menos formal que, por ejemplo, las novelas o los poemas del mismo autor. La formalidad se veía cada vez más como una especie de falta de sinceridad, como una clase de teatro, y las obras inacabadas se valoraban mucho precisamente porque permitían al lector echar un vistazo a la vida entre bastidores o al pensamiento en movimiento.
Muerte del autor. El movimiento romántico terminó hace ya mucho tiempo, y más de una vez se ha proclamado la «muerte del autor». Así y todo, el Romanticismo parece haber dejado una marca indeleble en la manera en que muchos de nosotros leemos, incluso en la actualidad. En cualquier caso, los nuevos desarrollos en los medios de comunicación, en particular el auge de los culebrones, fomentan la sensación de que en el arte, como en la vida, las historias nunca terminan realmente.
Pongamos como ejemplo la serie estadounidense de televisión Los Soprano, que se emitió en seis partes y 86 episodios entre 1999 y 2007. Ahora ha llegado a un aparente final, pero puede que la revivan en cualquier momento. Al fin y al cabo, otras series han durado mucho más. En Gran Bretaña, mucha gente escucha la radionovela Los Archer, ambientada en el escenario rural de Ambridge. Lleva emitiéndose desde 1951 de manera regular, con más de 15.000 episodios. Los personajes individuales mueren, tanto en las ondas como en la vida real, y los actores van y vienen, pero el programa continúa porque está asociado a la continuidad de una familia y un pueblo. Así que parece que hay una demanda creciente de formas de arte que eviten el desenlace e imiten el desorden de la vida.
Si de obras inconclusas se trata, creo que quien se lleva la palma es Kafka. El tío dejó casi todo a medias y es reconocido como un clásico del siglo XX.
ResponderEliminarNo obstante, creo que hay dos clases de obras inacabadas. Una, claro está, es la de las obras dejadas a medias por la muerte, que sí pueden ser interesantes, sobre todo en caso de muertes más bien tempranas, como Albert Camus o Luis Martín-Santos.
Pero luego están las obras inacabadas voluntariamente por el autor, por considerarlas malas o ingobernables, y que a su muerte parientes y editores ávidos de dinero sacan como "la novela póstuma de Fulanito", "el último gran libro de Menganito", etc etc. Estos últimos merecerían una visita del más allá...
¡Cuánta fascinación por los libros nunca escritos! Volviendo a uno de nuestros referentes, Ottinger, ¿quién sabe qué cosas nos hubiera escrito Salinger de no estar tan desequilibrado? ¿Quién sabe si lo que ha escrito lo hubiera escrito no estándolo?
ResponderEliminarPobre Salinger, sin su perturbación no sería escritor sino persona.
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