“Había decidido vivir para siempre o morir en el intento”
Trampa 22, de Joseph Heller
“Había decidido vivir para siempre o morir en el intento”
Trampa 22, de Joseph Heller
Escrito y dibujado por el canadiense Guy Delisle, el cómic versa sobre su estancia en la capital de Corea del Norte, Pyongyang, para la realización de una serie de dibujos animados. Nosotros, que pensábamos que sólo Los Simpsons se hacían en Asia, o que al menos todas las producciones se irían a montar en China, nos sorprendimos al ver que Corea del Norte les está quitando el trabajo de chinos a los chinos. Debe de ser que la paciencia asiática para realizar los más aburridos dibujos de los, valga la redundancia, dibujos animados se muestra como una habilidad sumamente útil y por eso hasta los franceses se van allá a terminar sus series de animación. Por eso y, claro, porque los regímenes comunistas, cuando se abren, son un terreno tremendamente generoso para con los capitalistas. No hay que hacer año de barbecho, oigan. Sólo ir allí, mandar algún experto y en un plazo determinado de tiempo tienes tus dibujos. Maravillas de la globalización: arroz para los niños coreanos y dibujitos a la hora del desayuno para los niños franceses. Y quien dice arroz dice misiles tierra-aire o ISBM´s.
Diatribas políticas aparte, Delisle marcha a Corea del Norte a trabajar y ya antes de su entrada en el país recibe una serie de instrucciones para mitigar el choque cultural que lógicamente hay entre un extranjero capitalista y un norcoreano de a pié. Contándonos cómo se integra con sus intérpretes, que no lo abandonan en todo momento, Delisle nos muestra la vida del extranjero en Corea del Norte con una ventaja enorme respecto a los escasos reportajes de televisión –Jon Sistiaga dixit-. Esta ventaja no es otra que Delisle no necesita cámara. Ni siquiera necesita recordar muy bien las cosas. Sino que con un poco de lápiz carbón y una hoja de papel él es capaz de hacernos ver la absurda incoherencia del pensamiento oficial norcoreano, la presión política que hay entre sus habitantes –que no ciudadanos- o la pomposidad de unos líderes políticos inalcanzables para sus súbditos, endiosados e inasequibles al desaliento. Porque Delise nos cuenta las interminables estadísticas sobre la actividad de los dos líderes norcoreanos Kim Il Sung y su hijo Kim Jong Il, capaces de lograr proezas inhumanas como el haber escrito cientos, qué digo cientos, miles de libros fundamentales para el desarrollo de la civilización sólo en su estancia en la Universidad. Lo que supone un record, ya que ninguno de los dos fue a la Universidad.
Los continuos choques culturales de Delisle por la capital norcoreana nos harán reírnos mucho. El personaje pictórico, más bien regordete y con cara de pillo, nos caerá bien en cualquier momento. Daría igual esto último, pero cuando alguien te está contando un secreto como es la vida en Corea del Norte siempre resultará agradable que te lo cuente un tipo simpático y amigable en lugar de un intelectual casposo –podría parecer que hablamos otra vez de Prada, pero no-. El cómic está dibujado en blanco y negro y agradablemente editado por Astiberri, con unas hojas un tanto gruesas que dan mayor empaque y gusto al placer de leerlo –eva, que sepas que huele bien-.
Los personajes, occidentales y norcoreanos, destacan por sus expresiones faciales y los divertidos juegos que Delise propone en varios momentos del libro encajan perfectamente con la historia –más abajo encontrarán uno en inglés.
Obviamente y como todos sabemos, la vida en Corea del Norte nos recuerda más al 1984 de Orwell que a Nosotros de Zamiatin, pero eso no es inconveniente para que aún así nos sorprendamos ante el paroxismo y la locura de las mentes autocomplacientes del sistema político norcoreano. Como bien dice el personaje de Delisle, llega un momento en que todo occidental desea hacer la misma pregunta a su guía oficial: ¿Pero todo esto que me estás contando te lo crees de verdad? Pareciera imposible que nadie se diera cuenta de lo catastrófico de vivir en un país como ese, de lo absurdo de su política, y sin embargo, dice Delisle, uno administra sus brotes de sublevación al comprender el sistema de represión. No te queda más remedio, o crees o crees. Y si no haber elegido muerte.
En definitiva un cómic muy recomendable. Es un muy buen libro de viaje, un relato de la vida política de Corea del Norte –que no abundan- con un interminable sentido del humor y que, como se lee rápido, se lo leerán más de una vez. De alguna manera hay que amortizar los 18€ que vale ¿no?
Empezando por el final de la cinta diremos que en mitad del silencio sepulcral de la sala se escuchó un “¡por fin!” en el instante que apareció el primer título de crédito. Esto me induce a pensar que muchos de aquéllos que se acercaron a ver la película podrían estar pensando que iban a ver una de asesinatos. Ese grito de uno de los espectadores se une al lastimero tono de otra que, al comienzo de la proyección, descubrió algo que su acompañante le había ocultado. La intención de susurrar para no ser escuchada era evidente, pero la desesperación hizo que todos nos enteráramos de que lo que preguntaba era: “¿Es una película del puto Alex de la Iglesia?”. Así que vamos a desmentir a los dos espectadores mal informados. Ni es una de asesinatos –al menos al uso- por mucho que se llame Los Crímenes de Oxford ni es una típica película de Alex de la Iglesia. De hecho, respecto a esto último, la película parece cualquier otra cosa menos una de Alex de la Iglesia. Y aunque pudiera parecer lo contrario, le sienta bien a la historia. Quizá atado por la guionización del libro –que no contiene ninguna caída por las escaleras, de esas que tanto le gustan a de la Iglesia- la dirección de la película permite mantener la tensión en los momentos claves de la historia y, sobretodo, proyecta todas las visiones en John Hurt, el mejor de todo el elenco de actores allí metido.
La verdad es que tampoco tiene mérito alguno ser el mejor actor de esta película, pero en realidad John Hurt se trabaja ese aire socarrón, engreído y chulesco que tiene su personaje. Nos hace pensar incluso que cuando le da lecciones de lógica matemática al resto de personajes, también se las está dando de interpretación, lo que facilita mucho su protagonismo. Y es que los actores que le tienen que dar la réplica son un Elijah Wood que siempre será Frodo –o Huckleberry Finn, como lo prefieran-, una Julie Cox más que correcta en su pequeño papel y una horrorosa –no se fíen de las paradas de autobús- Leonor Watling, quien debía de matar con sus propias manos al director de maquillaje de esta película.
Así que tenemos, básicamente, una historia de misterio que en realidad es ella misma la protagonista de la película, dejando poco espacio para los actores. Si ese espectador que suspiraba hacia el final de la proyección hubiera leído la cartelera o visto alguna crítica –como esta que hoy les ofrecemos-, hubiera sabido que no iba a ver una de muertos y tensión emocional –que Seven sólo hay una y Morgan Freeman no pudo actuar aquí por problemas de agenda-, sino una película de esas en las que las explicaciones de cosas que no pasan en pantalla son lo importante. Resumidamente, esto no va de psicópatas sino que la película es una diatriba de logística matemática aplicada a la criminología concreta del mundo de la matemática universitaria. ¿Aburrida? En absoluto. Para quienes disfrutamos de las explicaciones de conceptos científicos que apenas conocíamos –vean a Eva explicar los colores- Los Crímenes de Oxford supone una oportunidad de disfrutar con retos mentales entremezclados con misterio del bueno. Y no nos digan que eso no se disfruta porque antes de Seven nadie se sabía los pecados capitales.
Bien ambientada, con una interpretación sostenida por John Hurt y un final a lo Jessica Fletcher que hace sufrir al corazón, la única pega que se le puede poner a esta película es la misma que a todas las adaptaciones de novelas que se hacen para el cine a día de hoy. Y no es otra que la excesiva rapidez en la presentación de los personajes. Un comienzo rápido por la previa de los asesinatos hace que los prolegómenos sean demasiado poco naturales. Se entra muy veloz en la faena de los crímenes y por eso cuando empezamos a elucubrar quién fue lo hacemos sin demasiados datos. Es esa primera parte la que merecía un poco más de metraje a favor de la segunda, quien se lo agradecería. Habrá que esperar al montaje del director.
No digan que no les avisamos.
De entre tanto glamour que empalaga y de entre tanta modernidad que me asusta, también han salido montañas de basura que inundaron el país norteamericano y el resto del mundo de dinámicas que hicieron esta vida un poquito peor. Sobre una de ellas está basada esta película, hoy destripada, que traté de ver antes de que se estrenara [guiño-guiño-Teddy Bautista-guiño-guiño], pues para eso pago el puto canon, pero que terminé viendo en una sala de cine por aquello de hacer del visionado un acto social y compartido. No les quiero reventar ya esta crítica, pero lo mejor de la noche fue la cena.
Nos enfrentamos a la historia de Frank Lucas (Denzel Washington), de afición mafioso de Harlem, que cansado de ver cómo los herederos de su antiguo y difunto jefe, el capo negro de Harlem, destrozan los viejos valores y convierten el honrado negocio en un continuo despilfarro zafio y lacerante del buen gusto, termina por dar un golpe de timón al asunto. Y el quid de la cuestión estará, obviamente en las últimas palabras de su capo: un alegato frente a la modernidad del comercio capitalista y la reivindicación de la pequeña y mediana empresa. ¿Les suena todo esto de algo?
Frente por frente a Mr. Lucas tenemos a Richie Roberts (Russell Crowe), policía de Nueva Jersey que ve cómo su reputación en comisaría cae enteros al devolver cientos de dólares encontrados por ahí como quien no quiere la cosa. Se supone que el departamento de policía estaba completamente corrupto, y el bueno de Richie es el único con valor moral para rechazar su parte de la tajada, aislándolo en su trabajo cotidiano. Quizás por eso estudie derecho. No es la primera vez que Crowe y Washington comparten cartel. Ya protagonizaron, en 1995, Virtuosity -¿alguien se puso a verla?
Y ahí están. Ahí acaban todos los personajes de la cinta. Era de esperar que contando con dos superestrellas de tal calibre, los papeles de los demás actores quedaran en poco o nada. Pero lo que no era tan esperable era el encasillamiento de los dos principales, dejándolo todo en las manos de la interpretación. Y así les ha ido. Bien es cierto que ninguno de los dos me cayó en gracia nunca. Washington siempre me resultó inexpresivo más allá de su media sonrisa cautivadora (¿?) y Crowe siempre me recordará a un romano que sigue sin entender qué significan esos garabatos que hay escritos en lo que para él es papel higiénico. Pero es que en esta película los corsés que el guión les ofrece son tan típicos que no permiten ninguna esperanza de sorpresa. Respecto a los secundarios, por no ser maleducados y mencionarlos, diremos que nos encontramos ante la mujer mafiosa metepatas, la madre gallina-protectora, el hermano joven que siempre la caga, etc. Podríamos estar una hora citando y describiéndolos, pero seguro que ya los conocen de alguna película de éstas de sobremesa.
La dirección del film corre a cargo de Ridley Scott. Desconozco si este señor tiene algo personal conmigo, pero yo estoy empezando a tenerlo con él. Cada vez que pago por entrar a ver una película suya salgo escaldado. Vi Gladiator y terminé deseando que el negro le tapara la boca el dichoso romano. En Hannibal no entendí qué había hecho con uno de los personajes clásicos del cine. Y del Reino de los cielos sólo se salvaba el palillo que Orlando Bloom utilizaba en los descansos. Un modelo de palillo que, me consta, sólo se vende en una tiendita de NY y que Marlon Brando llevaba en una de sus películas. Caprichos de niño tonto. Total, que junto con American Gangster me debe ya casi 18€, unas 3000 pelillas de las de antes. Eso sí, cuando se decide ver una película de Scott por televisión, la sensación es la contraria. Buenas películas como Black Hawk Derribado o Los impostores fueron vistas casi de casualidad un día y resulta que son grandes películas de su género. Debe de ser que al bueno de Scott no le gustó que me metiera con su tediosa versión de Blade Runner, pero no se lo tomaremos en cuenta.
Y eso que American Gangster se hace por momentos insoportable. Larga como ella sola, tratando de explicar qué motivaciones tienen los personajes en un intento de decirnos que no, que no son los de siempre, que de arquetipos nada de nada. Pero, como le dijeron a aquél, lo siento pero no cuela. Por muchas escenas familiares que veamos a Crowe nos seguirá pareciendo el tipo que nos tiene que resultar simpático, pero que no lo hace. La familia de Washington nos resultará más propia del capítulo en el que Los Simpson viajan al sur y Bart y Lisa se quieren casar entre ellos que cualquier cosa parecida a la realidad. En fin, que zozobra por todos lados un metraje que deja las posaderas con la huella del hierro sobre el que se asentaron hacía casi dos horas.
No sean bobos, no se dejen engañar por ningún evento social que conlleve ver esta película. Menos aún si tienen que pagar por ello. Yo, por mi parte, me iría antes de tertulia con Prada que repetir. Y eso es mucho decir.
A nadie en su sano juicio le sorprendería este libro. Vonnegut lo escribió para todos lo que no lo están, para todos aquellos que ven en la vida y en la literatura –y básicamente en todo lo que se tercie- un inmenso juego en el que merece la pena divertirse. La costumbre de Vonnegut de escribir introducciones en sus libros, donde explica por qué ha escrito el libro o por qué ha tardado tiempo en sentarse en su mesa de escritura, ayuda a que cualquiera que se adentre sepa con lo que se va a encontrar. Nosotros sencillamente nos rendimos cuando Vonnegut dijo “A mis cincuenta años estoy programado para comportarme como un niño: reírme del himno nacional de mi país, garabatear con un rotulador banderas nazis, culos y muchas otras cosas. Para que se vayan haciendo una idea de la edad mental de las ilustraciones de este libro, he aquí un dibujo del agujero de un culo:
Ante dibujos así, es difícil resistirse, y Ud. sólo puedes hacer dos cosas, temblar de miedo por lo que van a hacer con Ud. o pasarse a su bando. Vamos, como la vida misma. O mejor, porque esta vez sí que tenemos bando y estamos convencidos de que llevamos la razón por delante. Muy por delante. De hecho estamos tan lejos de la razón que ella es para nosotros un puntito en la lejanía. Y el surrealismo es lo único que te queda en la vida. Y las teteras te dicen que te quieren. Y hay siempre una señora dispuesta a darte un beso de tornillo. Y no sabemos por qué, pero nos he mos acordado de Gómez de la Serna disfrazado de negro.
La novela tiene un doble hilo narrativo. Por una parte está el psicótico de Dwayne Hoover, del que Vonnegut dirá ya al comienzo que se va a volver loco hacia el final de la novela y que la culpa de esto va a ser del segundo hilo narrativo, Kilgore Trout, el escritor de ciencia ficción de serie B que aparece siempre en las novelas de Vonnegut –y haciendo comentarios en este blog- y que, en esta ocasión, ha escrito un libro muy peculiar. El libro de Trout está escrito como la carta que Dios manda a la única criatura de este mundo a la que decidió conceder el libre albedrío. Para ella creo las montañas, los ríos, el mar, las infinitas criaturas que hay en la Tierra, al resto de los seres humanos. Dios creó para esta criatura un ser como el humano, capaz de dotarse de una Historia para que su criatura tuviera un pasado. Todo, absolutamente TODO, fue creado para que su criatura se pudiera comportar con el libre albedrío que le diera la gana. Ella era la única que no estaba predestinada por Dios. Y esta criatura surgida del libro de Kilgore Trout se llama Dwayne Hoover. Se pueden imaginar el follón que le va a sobrevenir al bueno de Dwayne cuando lo lea.
Pero realmente en las novelas de Vonnegut el hilo narrativo no importa. En Matadero Cinco éste resaltaba por lo inexistente. Y es probable que meses después de haberlo leído cualquiera haya podido olvidar su final –que no el libro en sí-, pues carece de importancia para todo lo que en él se cuenta. Lo mismo pasa con El desayuno de los campeones. La narración es sólo la excusa de Vonnegut para ponernos frente a un espejo, desnudarnos, golpearnos y que aún así queramos seguir riéndonos con él. No hay invento de la vida moderna, prejuicio adormilado en nuestra mente o miedo atroz que Vonnegut no zarandee y satirice. Está claro que él escribía el humo de nuestras cenizas y ante eso sólo podemos reconocerle lo inevitable: estamos en sus manos desde el mismo momento en que abrimos el libro.
Nos vamos a meter en los recorridos que tanto Kilgore Trout como Dwayne Hoover hacen para llegar a un punto predeterminado que Vonnegut ha escogido para enfrentarlos, para que tengan su encuentro y se justifique la novela. Por el camino iremos conociendo más del pasado y del futuro de ambos personajes así como su situación presente. Vonnegut emplea una técnica narrativa singular. Y es que todos los personajes que conocemos, por muy secundarios que sean para la trama, tienen una personalidad definida y un pasado que nos es presentado siempre por el autor, de la manera más clara y más directa. Esto, revelará Vonnegut en una de las paginas, no es sino una opción de escritor que convierte a cada personaje en persona, en ser humano que no ha de ser utilizado por nadie –esto es, por el escritor- para un fin –el de contar una historia. Brillante Vonnegut nos pone ante una obra de arte cuyo mensaje es precisamente ese: todo el mundo es importante y lo que sobra es la sociedad, el mundo del progreso y la fealdad de una vida malgastada produciendo y produciendo. La lectura, por otra parte, está salpicada de ilustraciones en ocasiones innecesarias en ocasiones imprescindibles. Muchas de ellas son verdaderos poemas postmodernos que hacen que la narración de Vonnegut sea aún más disfrutable.
Las probabilidades de que Vonnegut nos sorprenda en cada párrafo son impresionantes. Sólo el lector que esgrima aburridas corbatas y que se enclaustre en sus concepciones morales por miedo a perder lo que no tiene sentirá que le han engañado. Vonnegut libera al ser que hay en el interior de quien lo lee, le provoca nervios histéricos y le hace reír como todos los días quisiera reír. Puede que debiéramos hacer mención a la estructura de la novela, proponer un interesante análisis sobre por qué debieron haberle dado todos los premios habidos y por haber, así como la presidencia del gobierno de Estados Unidos si se tercia, pero me temo que nos falta voluntad. Nos falta porque la novela se ha leído sólo una vez, y no queremos sentirnos como una pieza más del engranaje cuando repitamos, que repetiremos. Porque queremos que en cada momento de la relectura, Vonnegut siga saliendo de la esquina gritando: “¡te pillé!”. Porque aún hoy perseguimos a los libreros de lo viejo en busca de las últimas ediciones de su obra –hace ya tanto tiempo que son casi inencontrables. Porque leímos Un hombre sin patria en menos de una hora, nada más acabar El Desayuno de los Campeones y riendo abiertamente en público, despertando con nuestras carcajadas a los demás viajeros de aquél autobús Bilbao-Madrid.
Una manera de demostrarnos que arriesgarse en literatura es imprescindible para causar emoción. Tantos libros aburridos, tostones donde sólo la historia no justifica el uso indiscriminado de papel provocan que cuando llegue alguien que arriesga, y que además lo haga con tanta intención, la mente lo agradezca. Quemen todos sus libros, olvídense de lo que hasta ahora han aprendido. Vonnegut les regala 269 páginas en donde nada va a quedar a salvo. Ningún libro volverá a ser el mismo entonces. Entenderán que Kafka no era el bueno, que el bueno era Melville. Que el Manga es aburrido y Forges lleva más razón que el roto. Que los sueldos son bajos porque sus jefes quieren cambiar de coche. Que no hay derecho que obligue a trabajar hasta las 8 de la tarde. Que es mejor salir pitando que salir quemado. Y tantas y tantas cosas que jamás estarán de nuevo en paz consigo mismo ni con el mundo en el que viven. Pero que no les engañen los eslóganes. No estarán más en paz pero sí serán más felices. Porque habrán conocido a Vonnegut, porque ahora sabrán que detrás de cada tendero, de cada barrendero de su calle, de cada conductor de autobús, se encuentra el poeta que les dibuja en las páginas de El Desayuno de los Campeones, el loco que se piensa que él es el único con libre albedrío o el genio marginado que escribe novelas de ciencia ficción. Habrán descubierto que hay gente al lado suyo y que la vida no es manera de tratar a un animal.
Magnífica imagen que recuerda al rodaje de una de las mejores películas de aventuras de la historia del cine. ¡Qué viva Indiana! Y que el botox se lo permita muchos años.