Por Enrique Herrero

Recordaremos como se divertía Madrid entre los años 1955 y 1965, pero sin inmiscuirnos en ningún color ni tendencia. Aquellos «marchosos», muchas veces sólo se conocían de vista -tal como se decía- pero manteniendo buenas formas. Escribiremos de dos madriles: el diurno y el nocturno. Sus personajes cambiaron poco, y todo girará bajo una lucecita que no abarcaba mucho más de doce brillos.
En marzo de 1961, Ava Gardner, el general Juan Domingo Perón y el notario Blas Piñar vivían en el mismo edificio en la calle del Doctor Arce número 11, aunque repartidos por tres pisos diferentes como fácilmente se comprenderá, ¿verdad?
La revista «Gaceta ilustrada» quería, indistintamente, reportajes de la Gardner y de Perón. El fotógrafo Luis H. Calderón y yo nos instalamos enfrente de la casa y estuvimos esperando varios días hasta que apareciese nuestra primera presa, que sería Ava Gardner. Una tarde salió de su portal vestida para jugar al tenis. Iba acompañada por Luis Figueroa, entonces conde de Quintanilla, y por su secretario, un tal Mr. Gallagher que había trabajado anteriormente para Tyron Power hasta que éste muriera a consecuencia de un infarto durante el rodaje de «Salomón y la reina de Saba» en un patio de los Estudios Sevilla films, enclavados en la avendia de Pío XII. Ava se dirigía a la lujosa mansión que el millonario Frank Ryan poseía en La Moraleja. Calderón y yo saltamos la valla de la finca y arrastrándonos llegamos hasta cerca de la pista de tenis, camuflados entre las matas pudimos captar, sin ser vistos, cuantas fotos nos dio la gana. Mientras oíamos los gritos, las risas y alguna que otra palabrotona que la bella mujer soltaba si perdía la pelota.

Aquellos calaveras -hoy son «vampiruelos»- dormían poco. Se acostaban a las tantas, mejor dicho, cuando los carros de los traperos y sus burros entraban en Madrid a recoger las basuras de los edificios. Cuando se celebró la III Semana del cine francés en Madrid; les acompañamos a merendar migas con chocolate a Alcalá de Henares; después, nos fuimos acoplando a la intensidad de una noche de flamenco y acabamos en la «garçonni_re» que yo tenía en Lagasca con avenida de América. Muy de mañana, llovía a mares y me había quedado sin gasolina, salí en busca de un taxi pero al no encontrarlo tuve que pedir al primer trapero que pasó que los subiera en su carro y los llevara hasta el Hotel Palace por trescientas pesetas.
De Serrano al Viejo Madrid
En Serrano se hallaba el bar «Roma» y, más abajo, «Embassy» en la Castellana; eran favoritos a la hora del aperitivo y después en la merienda. En el «Roma» se mezclaban los hombres de negocios que iban a picotear por el Ministerio de Comercio con las «niñas topolino» que se exhibían con más recato que frescura pasando por la calle Serrano. En «Embassy» florecían las señoras enjoyadas y ensombretadas a la hora del té, pero lo sorprendente era que en ese establecimiento durante la II Guerra Mundial salvaron el pellejo muchísimos judíos gracias a Margarita Taylor, su propietaria que llegó a tenerlos escondidos entre las paredes. Allí se alternó el espionaje con el pudding y las pastas. Los salones de té estaban en boga. Mencionaremos dos: «Loto» y «Coto», situados uno, en una esquina de Recoletos, y otro emplazado en un chaflán ajardinado de la Plaza de la Libertad, junto a la bolsa. Los madrileños solían corear: ¿Cuáles son los lugares más cursis de Madrid? Y respondían: «Coto, Loto y Gutiérrez Soto». Don Luis, un conocido arquitecto identificado con el estilo expresionista a finales de los años veinte, en los cincuenta militaba en los cánones más propagados del momento y, por lo tanto, apastelaba sus fachadas y terrazas-jardín en demasía.

Una tarde de junio de 1961, me encontré con Orson Welles mientras filmaba los rincones más significativos del Viejo Madrid; iba acompañado por su mujer Paoloa Mori, su hijita Beatriz y un ayudante llamado Sando Tossi que era el encargado de anotar todas sus sugerencias. Welles nos permitió fotografiarle con libertad. Muchos años después coincidí con él en el restaurante polinesio «Trader Vic´s» del Hilton de Beverly Hills, invitados por el increíble Espartaco Santoni. Orson Welles me preguntó si conocía a Joaquín Rodríguez; le contesté que al único que identificaba con ese nombre era al torero «Cagancho». Le gustó y se puso a hablar de toros con seguridad. Espartaco se hizo cargo de la cuenta con una tarjeta de crédito, cuya validez podía ser un tanto peligrosa.
En Madrid destacaban, principalmente, «Valentín», que regentaban Félix Fernández, «El Chuleta»; «Mayte», donde su dueña gobernaba en todos los rincones: María-Teresa Aguado, una pasiega muy lista que había llegado de Santander con una mano delante y otra detrás, y que acabó levantando ella sola su mito; «La Bola», propiedad de los hermanos Verdasco en cuyo ámbito brillaba Antonio, el mayor de todos ellos, por su casticismo y alegría, y «El Callejón de la Ternera», donde sobresalía la agradable y gordinflona sonrisa de Manolo Jiménez, que mantuvo siempre como culto la mesa favorita de Ernest Hemingway, conocida como «el rincón de D. Ernesto».
Más popular que Times Square
Otro restaurante de mucho público era «Casa Botín», que llegó a rivalizar con la neoyorquina Times Square dada la afluencia de turistas americanos que lo frecuentaba. Antonio, el dueño, siempre tenía una mesa para sus amigos. El día que llegó George Sanders (el de «Eva al desnudo») cenamos allí con la publicista Lois Weber y me sorprendió que hablara un perfecto español con acento tan porteño, debido a sus años de permanencia en Argentina. Era fácil comprender que «Jockey» y «Horcher» se hallaban en otro plano invulnerable que no participaba del ruido.
La Cervecería de Correos era bien concurrida. Pegada a La Cibeles, la clientela podía dejar aparcados sus coches en la misma puerta; por allí aparecían las modelos de Pedro Rodríguez, con la huesuda Vicky a la cabeza, porque el modisto tenía su taller frente por frente. Era corriente ver a Alfredo Di Stéfano -entonces gran jugador de fútbol en plena forma-, acomodado al final de la barra, junto a la pared, tomándose unas cañas depués de un duro entrenamiento, acompañado entre otros por su gran amigo Cuqui Comas. Un poco más arriba se hallaba el café «Lion de´Or», aposento de una peña literaria a la que pertenecían José María Cossío, Antonio Díez-Cañabate y Sebastián Miranda, entre otros.

En el número 67, antes de llegar a la Puerta de Alcalá, existía una pequeña tienda de modas, «Grif», propiedad de una tal Mª Loli, en quien, según se rumoreaba, Darío Fernández Flores se había inspirado para escribir «Lola, espejo oscuro», un verdadero «best-seller» de la época, que después interpretaría en el cine Emma Penella, en plenitud de su despampanante belleza, y lejos aún de convertirse en viuda nacional.
Había que oír y ver el estruendo que levantaba el célebre «Chiquito» (Antonio Díez de Gainza), descamisado hasta la cintura en invierno, dándole al puño de su apabullante moto Harley-Davidson, con la que se recorría la Gran Vía en un santiamén, al tiempo que era saludado por los «guardias de la porra», antes llamados cariñosamente «guindillas», mientras los peatones le observaban asombrados. «Chiquito» aparcaba la moto en la acera, tal como hacen ahora los mensajeros aunque él lo hacía con más estilo, y se metía en «Chicote» o en «El Abra», saludando al personal y preguntando si habían visto a Antonio Rey, otro de los grandes protagonistas, tanto de día como de noche, de aquel Madrid que estaba para morirse de gusto.
Después se preparaban para «hacer la noche». En el ínterin, los teléfonos de los asiduos chirriaban sin cesar. Las disposiciones vigentes, afortunadamente, no podían controlar el trasiego misterioso lleno de sorpresas que se avecinaba.
(Continuará...)