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4 de enero de 2010

Lo que queda del día, de James Ivory

Las que le gustan a Øttinger (LQLGAØ)

Todos aquellos que me conocen saben que esta es una de mis películas favoritas. No sólo por su enorme calidad cinematográfica, sino por la cantidad de grandes detalles que encierra. Y para un tipo como yo, que huye del romanticismo más ñoño (y pueril, no de puerco sino de niño de instituto) es de admirar lo magistralmente narrada que está la historia de amor callada entre los dos protagonistas. Impresionante. Pocas historias de amor pueden llegar a un clímax más alto que la escena en la que el ama de llaves trata de arrebatarle la novelilla de amor al mayordomo.

Podría parecer, para aquellos que ya han disfrutado de esta película, que el secreto de la misma está en las interpretaciones de Hopkins y Thompson. Sin embargo se equivocarían si juzgarán la flaqueza de un guión bien armado, una composición de escena excelente y una dirección brillante. Ivory, uno de los directores más relamidos y lentos del cine estadounidenses (aunque la mayoría le cree británico), venía de triunfar con “Regreso a Howards End”, un melodrama al más puro estilo inglés con la misma pareja protagonista y que le dio un buen número de premios y reconocimientos. La candidez de los planos abiertos, la búsqueda de las miradas y la progresividad en el establecimiento de las reglas de la sociedad para relacionarse se ven ampliamente superadas por la que hoy comentamos aquí.

Lo que queda del día” es una obra maestra cuyo argumento no es, aparentemente, más complejo que la narración de la dedicada vida de un mayordomo al servicio de un aristócrata inglés que coquetea con el nazismo en un Reino Unido que aún no tenía demasiado claro su posición en la Segunda Guerra Mundial. Pero no es esta una película de espías, por mucho que Ivory quiera dejar claro las ansias de buena parte de la aristocracia y nobleza británica por alcanzar un pacto de no agresión con la Alemania nazi. Y tampoco, pese a este aparente planteamiento, se trata de una película que trate de enseñarnos el funcionamiento de una casa de la época y el papel que desempeñaba el servicio, como más tarde haría de una manera más o menos interesante Altman con su “Gosford Park”. “Lo que queda del día” es un melodrama. Narra la historia de amor de un Hopkins, el Sr. Stevens (el mayordomo), tremendamente comedido y entregado a su obligación, el trabajo, la única pasión que ha encontrado en su vida, y que ve como su mundo se ve trastocado por la incorporación al servicio de la Sra. Kenton (Emma Thopmson). Una mujer que está deseando empezar a vivir y que desea que en su viaje le acompañe un Hopkins demasiado resguardado en su intimidad.

Nuevamente un pero. Pese a esta descripción del argumento, que lo configuran como una de amor, no van a ver una historia convencional. Aquí el amor se destila en silencios, miradas y gestos. Resulta tan elegante la narración, y tan acertado el trabajo de los actores, que las dos únicas veces en la que los protagonistas tienen contacto, no ya de un modo físico sino puramente carnal, es puramente conmovedor y sin una cama de por medio. Pero a eso iremos más adelante. Pues como aderezo a esta pasión silenciosa e interiorizada le acompaña un segundo drama, el de Lord Darlington (James Fox). Un perfecto complemento con elementos de política internacional, conspiraciones, la visita de un alto dirigente de la Alemania nazi en suelo inglés, un sobrino periodista entrometido intentando enterarse de la suerte que corre Europa, en suma, puro ritmo como contrapunto a la tranquilidad que emana un mayordomo que no se ve alterado más que por aquello que siente se le escapa.

La película cuenta con una estructura clásica que parte de la memoria de un Stevens que se empeña en rememorar los detalles de una época pasada, la que vivió junto a la Sra. Kenton, mientras acude a su encuentro. Una especie de repaso a los errores cometidos y en el que, fiel a su estilo, Ivory opta por unas descripciones detalladas en lo estético y contenidas en las formas interpretativas, tejiendo de esta manera los contrapuntos necesarios para hacer más comprensible a ratos, patético otros muchos, el personaje del mayordomo protagonista. Desde la propia actividad frenética de una casa (un personaje más de la trama) en la que el único que parece estar siempre quieto y en su sitio es él (significando esto que es el mayordomo el que más se mueve), el futuro que le aguarda en la figura de su padre, la envidia en la joven pareja resultante de su ayuda de cámara y una doncella o, de modo mucho más cruel, su antítesis en el amigo de la Sra. Kenton. Elementos que irán configurando a Stevens como un perfecto ejemplo de una clase de hombre, quizás una clase social en sí misma (la escena del interrogatorio por parte de un invitado resulta clarificadora), que ocupaba el lugar que el nacimiento le había dado (como una especie de casta) y que no aspira a más de lo que tiene. Sólo el amor puede alterar sus prioridades pero ni siquiera éste es tan fuerte como para provocar el despertar de esta clase de hombre que se refugia en su obligación como un reflejo del miedo que tiene a perder su propio privilegio, ser el señor de los sirvientes.

Magníficas las descripciones y momentos que contiene esta película. Como la escenificación de la dualidad poder en el mundo de los señores y de los sirvientes: sensacional la escena del comedor del servicio en la que el mayordomo se permite juzgar la moralidad de su comunidad y erigirse en una especie de juez, mientras que, posteriormente, y al ser interrogado sobre política por un presuntuoso invitado, se quedará en blanco, no por no tener una respuesta sino porque no le corresponde tenerla. Pero no vamos a insistir en muchas más excepto en las dos principales que corresponden a la historia principal.

Si esta película hubiese tenido dos actores protagonistas extraordinariamente atractivos este romance sería uno de los más recordados del cine. Sin embargo, gracias al buen tino del casting y el respeto por la novela de Kazuo Ishiguro, los dos actores seleccionados tenían, a priori, tan poca pinta de hacer una romántica (pese a venir ambos de una) que no sólo contribuye a dotar de credibilidad la película, sino que además deja (esto gracias al talento de los mismos) explotar dos interpretaciones memorables. Emma Thompson es difícil que esté mal en alguna. Una de mis actrices favoritas, siempre correcta y dedicada, logra en esta que les recomiendo, una de sus mejores interpretaciones en un papel lleno de corsés con los que roza constantemente sin llegar a despenderse de ellos. Pero sin duda, sin ninguna duda, Hopkins está inconmensurable. No se puede realizar una interpretación mejor que esta. El poco espacio que le deja un personaje tan rígido como Stevens, en el que los gestos son limitadísimos incluso en sus pequeños tics, es suplido con maestría a través de su mirada. Unos ojos que lo dicen todo. Insisto, difícil encontrar una interpretación mejor que esta.

Y es que “Lo que queda del día” se hace grande gracias a las interpretaciones de sus dos protagonistas y a la perfecta disposición de cada una de sus escenas. Decíamos al principio que las dos escenas carnales, en las que no hay cama, resultan tan conmovedoras que entran dentro de la clasificación de “Gran Cine”. Sin duda, la más recordada es el encuentro entre el mayordomo y el ama de llaves, cuando ella trata de arrebatarle el libro que él lee mientras Hopkins recorre con su mirada el alma de su amada y siente, a través de ese mínimo contacto, como ella rompe su barrera y le invade en su intimidad para siempre (les aseguro que la escena no es tan ñoña como esta descripción). Y la segunda gran escena de este tipo es… mejor la ven y la disfrutan. No vamos a destripar el final de esta relación. Pero no pierdan detalle.

Disfrútenla si no la han visto. Y si ya lo han hecho, háganlo de nuevo.

2 de diciembre de 2009

Salvar al soldado Ryan, de Steven Spielberg

Las que le gustan a Øttinger (LQLGAØ)

Dentro de esta lista de imprescindibles no podían faltar las bélicas. Un género que me apasiona y con el que tan crítico soy, pues resulta casi imposible encontrar un producto medio decente. Más si cabe si la película trata sobre la Segunda Guerra Mundial y está protagonizada por los estadounidenses. Pero no critico esas extraordinarias películas en las que los nazis son medio deficientes mentales y los soldados estadounidenses son más listos que el hambre. Particularmente de ese estilo hay auténticas joyas del cine. Imprescindibles. Me refiero más bien a esas películas en las que el soldado es más parecido a un Súper Guerrero de “Bola de dragón” que a un homosapiens vulgaris y en las que uno se pregunta, ¿por qué con este ejército no han ganado una guerra en los últimos cincuenta años?

La que hoy nos ocupa no es menos tramposa con la historia que otras que le han precedido. Con la excusa de la búsqueda de un soldado, al que su madre reclama del frente tras recibir la noticia de la muerte de sus otros hermanos, Spielberg nos muestra su particular visión del desembarco de Normandía. El Día D según el mejor contador de historias que el cine ha dado en las últimas décadas. Una combinación que no podía basarse en el rigor sino en el puro espectáculo. No busquen aquí una visión fiel de lo que fue el desembarco, para eso están las discusiones académicas al respecto (aún no se han terminado de aclarar en cómo fue exactamente). Sentados en sus casas, lo que verán es cómo fue el desembarco según Spielberg y su aproximación a la historia real. Por supuesto, y sólo hay que echar un vistazo a cualquier libro de historia, los errores e imprecisiones abundan. Pero insistimos, el valor de esta película no es el histórico, que en parte también puede serlo, sino el de cambiar el modo de relatar las historias bélicas en el cine.

Este director, que como decimos, sabe contar, y muy bien, las historias, decidió embarcarse en este proyecto cometiendo ciertas trampas. Consciente de la dureza de esta cinta, en las que las escenas llenas de violencia se suceden durante gran parte de la misma, recurrió a uno de sus actores fetiches, Tom Hanks el bueno, para que el espectador (el estadounidense principalmente) no se sintiese tan hostigado ante tal crueldad bélica. Un truco, este de acompañarse de un actor reconocido y querido para presentar una película que ya había sido empleado en numerosas ocasiones. De este modo, Spielberg esperaba poder dar rienda suelta a su ambicioso proyecto, contar la guerra desde dentro convirtiendo al espectador en un soldado más. Una intención que convirtió en éxito al hacer desembarcar la cámara en una secuencia (la primera de muchas otras) de hiperrealidad y en la que no se ahorra ningún esfuerzo en hacer notar al espectador las balas sobre su cabeza. Heredando una técnica empleada muchos años atrás y perfeccionada por los videojuegos, el uso de las texturas lumínicas cercanas al ocre en la secuencia, unos sonidos secos y desgarradores, la recreación de un infierno pólvora y plomo proveniente de los nidos de ametralladoras nazis, la sensación de que la cámara camina sin rumbo y desorientada… el destino incierto de un soldado que se dirige a una muerte casi segura. Una hiperrealidad de un campo de batalla cuya crueldad y dureza plasma de una manera magistral en estos poco más de veinte minutos.

La película, que algunos consideraron un alegato contra la guerra, transcurre, fuera de las escenas puramente bélicas, por los márgenes habituales de culto al papel libertador de los Estados Unidos. Ni que decir tiene, todos aquellos que la han visto lo saben, que se produce una fractura en la película difícilmente salvable y lavable. Pues los distintos discursos, llenos de moralina vital, y algunos planos secuencias con más de una intención, especialmente el que sirve de cierre a la película (en el cementerio), podrían haber hecho naufragar esta cinta hasta convertirse en un producto de lo más vulgar. Sin embargo, la perfecta combinación entre la dureza de la prueba (el desembarco) y la nobleza de la causa (la búsqueda de Ryan), convierten a nuestros protagonistas (no Hanks sino el ejército al completo) en un héroe clásico, casi mitológico. Una recreación del patriotismo, en suma, tan bien preparada que gusta y convence como vehículo propagandístico.

Con “Salvar al soldado Ryan”, el cine bélico, y aquí es donde recibe la calificación de imprescindible, encuentra un punto de encuentro para todos aquellos avances y formas distintas de contar las historias que este género venía, desde hace unas cuantas décadas, presentando. No hay nada nuevo, y la novedad es esa, que sin embargo todo lo es. Pues si Spielberg copia la manera de narrar de algunos de sus predecesores, tales como Kubrick o Coppola, lo hace de una manera tan acertada que serán, desde ese momento, sus contemporáneos los que empiecen a copiarle a él. Crea un nuevo tipo de narración bélica.

Al margen de las escenas bélicas, sino desean tragarse la parte más propagandística no lo hagan. Fuera del apartado más puramente técnico, Spielberg adolece de cierta vulgaridad en esta cinta. Por tanto, disfruten de este imprescindible como lo que es, un avance en un género y la consagración de un modo de contar historias.

15 de noviembre de 2009

Testigo de cargo, de Billy Wilder

Hace tiempo que venía pensando en empezar una serie de entradas en este blog. Una en la que, cómo no podía ser de otra manera, dé rienda suelta a mi ego y presente, como si le importase a alguien, algunas de mis películas favoritas. Esto no quiere decir que se trate de las mejores ni las más aclamadas por crítica y público, sino simplemente aquellas que más me han gustado. Pero claro, esto puede ser muy particular, es por ello que he decidido que además de despertar mi interés, la película debe tener una cierta calidad que la hace, a mi juicio digna de ser recomendada. Es decir, que al final termino haciendo mi propia lista de imprescindibles. Espero sea de su interés.

Las que le gustan a Øttinger (LQLGAØ)

Testigo de cargo, de Billy Wilder

Resultaría casi imposible elegir una entre las mejores películas de Wilder. La suma de genialidades que fue sembrando a lo largo de toda su carrera hace difícil decidir cuál de todas es más mejor. Sin embargo, “Testigo de cargo” siempre me ha gustado especialmente. Quizá por lo presuntamente alejado de sus temáticas habituales, por el increíble Laughton, las estupendas piernas de Dietrich, la perfecta distribución de la intriga a lo largo de toda la película o lo bien que están construidos los personajes. Lo cierto es que una cinta como esta no deja indiferente a nadie.

Partiendo de una obra de teatro de Agatha Christie, que obtuvo un enorme éxito en el momento de su estreno, Wilder conserva la estructura teatral en una pieza que mezcla el suspense, la intriga y el humor con su habitual maestría. Contaba el propio Wilder que admiraba profundamente a Hitchcock, y que le hubiese gustado hacer una película con él, pero que se aburría si siempre hacia la misma película. Es por ello que un día se dijo, voy a hacer una mejor que Hitchcock, e hizo “Testigo de cargo”. Seguramente, y sin entrar en una competición en la que la ellos mismo no entraron, podemos decir que la que presentamos hoy es, al menos, tan buena como las mejores del maestro Hitchcock, uno de los mejores directores que ha dado la historia del cine y que, sin duda, antes o después aparecerá en estas lista de imprescindibles.

La historia es sencilla, un prestigioso abogado inglés (Charles Laughton) entrado en años y enfermedades, padece del corazón, recibe a un galán de película (Tyrone Power) que ha sido acusado del asesinato de una anciana a la que visitaba por compasión. El acusado, que cuenta con la coartada de su mujer (Marlene Dietrich), una alemana a la que conoció durante la guerra, presenta un caso sin complicaciones hasta que es nombrado el máximo heredero de una sustancial suma de libras que le ha dejado la anciana. Una complicación a la que se une una esposa cuyo testimonio no parece demasiado sólido. Con estos elementos Christie construye una de sus habituales tramas en la que los giros argumentales van transcurriendo a su debido tiempo, para mantener al espectador en guardia en todo momento.

La construcción de las relaciones entre los personajes es tan brillante que le permite a Wilder crear atmósferas diferenciadas. La relación entre Power y Dietrich, una turbulenta historia de amor; Dietrich y Laughton, la lucha de dos titanes en busca de su propia verdad; Power y Laughton con su particular juego del ratón y el gato; y, por supuesto, la relación entre Laughton y su enfermera (Elsa Lanchester), la parte más cómica de la película y que se sostiene gracias a diálogos geniales y que termina en una suma de complicidades. Por supuesto, de fondo, planea la relación más importante de toda la película, la que se establece entre la Justicia y la verdad. Una dependencia que no tiene porque ser equidistante ni, necesariamente, directa. La verdad, en lo que se refiere a una sentencia, es algo totalmente prescindible. Sin embargo, no crean que se trata de una película en la que se presente un dilema moral o ético sobre la Justicia. Ni mucho menos. “Testigo de cargo” es, ante todo, una novela de suspense e intriga judicial, con los tintes justos de novela negra y que se torna en un estupendo melodrama, en la que las piezas se van colocando y moviendo para despistar al espectador e ir sorprendiéndolo hasta el minuto final. Es un juego. Una ratonera más en la que Wilder salva la moralidad de sus personajes creando escenarios de necesidad.

Técnicamente la película no supone un alarde, ni necesita serlo. Conserva la estructura teatral y deja a unos magníficos actores que hagan su trabajo lo mejor que saben, obteniendo alguna de sus mejores interpretaciones. Eso sí, Wilder, esconde bien sus cartas y juega la partida con suma maestría hasta conseguir una de las mejores películas de intriga que se pueden recordar. Y es que Wilder era así. Daba igual lo que hiciese, conocía todos los trucos del oficio y a nadie puede extrañarle que fuese la propia Dietrich la que, tras convencer a Christie para rodar una versión cinematográfica de su obra, y haber trabajado con él “Berlín occidente”, presionase para que fuese Wilder quien llevase a cabo “Testigo de cargo”. La alemana, decía, sólo trabajó para dos grandes directores: von Sternberg y Billy Wilder, y tan cómoda debió sentirse que logró una de sus mejores interpretaciones al crear una mujer gélida hasta el escalofrío que sólo encontraba algo cálido en el amor hacia su marido. Un Power seductor, encantador y perfecto hasta ser irritante. Menos mal que Laughton, perfecto y deseado en cada plano, contrapone lo inaccesible de Dietrich con pura socarronería, y lo repelente de Power con su más pura imperfección.

No dejen de ver esta sensacional película y comprenderán, cuando vean alguna de las que consideran obras maestras del género judicial, qué lejos están de lo que verdaderamente se considera genial. Eso sí, no rebelen el final a nadie, no dejen de hacer caso a la advertencia final.