31 de marzo de 2012

La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon


Existe una máxima vital que dice que cualquier vida se puede dar por completa si se ha plantado un árbol, tenido un hijo y escrito un libro. Pues bien, en una zona de la región sur de Turquía existe no uno, sino varios árboles plantados por mí y que además crecen año a año –los sigo por Google Maps. Además este año ha nacido nuestro primer hijo. Para completarlo sólo faltaría escribir un libro, y aunque uno ha participado con varios capítulos diversas obras colectivas, es esta una cosa que no todos los mortales somos capaces de hacer debido a la extrema complejidad y disciplina que requiere la escritura de una obra. En su defecto podríamos variar la máxima vital hacia algo así: toda vida se puede dar por completa si se ha plantado un árbol, tenido un hijo y leído un libro de Thomas Pynchon. Pues bien, sólo queda decir Mission Accomplished.

No vamos a ocultar que este era nuestro segundo intento de leer a Pynchon. Ya hace unos años la disoluta vida a la que nos conducía el trabajo impidió completar Vineland. Y desde entonces ahí la tenemos, aparcada en la estantería. En espera de que nos olvidemos de las geniales imágenes californianas que en sus primeras 85 páginas –las leídas- nos brindó Thomas para volver a retomarla. 

Mientras, como uno es un hombre de retos, decidió que las horas de sueño robadas por el neonato se dedicarían a la lectura de la obra de Pynchon que parecía más asequible. Soy hombre de retos, pero no un suicida que se decida a leer obras postmodernas de más de mil páginas el mismo mes que ha de estar pendiente de una personita de cuatro kilos y de una heroína a la que colmar de atenciones.

El disparo de salida de La subasta del lote 49 consiste en la designación de Edipa Maas como albacea testamentaria de un examante que se ha hecho rico con el tiempo. Edipa no es más que un ama de casa, recién llegada de su reunión de tupperware semanal, pero no se amilana por nada. Abandona a su marido y se va a cumplir sus funciones de albacea sin siquiera sospechar que éstas la introducirán en una compleja trama de conspiraciones norteamericanas y europeas con varios siglos de historia.

El descubrimiento, y posterior obsesión, de un símbolo dibujado en la puerta de un lavabo público conduce a Edipa a preguntarse por ciertos interrogantes relacionados con la subasta. Conocerá así la existencia de Tristero, una agencia de correos clandestina que ya en siglos pasados resultó clave en guerras europeas y cuyas claves se relacionan con diferentes versiones de una misma obra de teatro.

El símbolo que encontrará Edipa Maas.
Un delirio, una invención de catastróficas e hilarantes consecuencias, lo que tuvo Pynchon con esta novela. Delirio porque la trama y la narración tienen esas particularidades de quienes describen mundos oníricos o desestructuran la literatura. Catastróficas e hilarantes consecuencias para el lector porque, además de ser extraordinariamente divertida, la obra deja en la retina del lector imágenes y mundos que se reproducen en otras obras. La catástrofe, la de verdad, consiste en llegar al final con la sensación de no haber entendido nada, pero de haber pasado por varios de los mejores pasajes que se han leído. Nada de bromas fáciles, nada de referencias culturales sencillas. Pynchon es un reto en sí mismo. Un reto de altura que muy pocos están en disposición de alcanzar. Yo, por ejemplo, no he podido alcanzarlo. Sé que se me han escapado millones de pequeños detalles. Sé también que esos detalles no son la alegoría de ningún poso de realidad, porque Pynchon no habla de los mismos temas que hablan otros escritores. ¡Es la postmodernidad, estúpido! Y así sigue, durante sus cortas 200 páginas, que se hacen largas en muchas ocasiones y cuyo final abierto se presta a cualquier tipo de interpretación.

Harold Bloom dice, al parecer, que para comprender algo de La subasta del lote 49 se ha de leer dos veces seguidas. Yo sólo le puedo responder dos cosas al gran Bloom. La primera, que ya son ganas de fastidiarle a uno los retos personales que se autoimpone. Y la segunda, que se la lea él un par de veces, si puede, mientras cambia pañales a las 4 de la mañana. Eso sí que es ser postmoderno.

Yo, por mi parte, me voy estudiando la historia de América, a ver si cuando lea algo de Maxon & Dixon entiendo algo más a parte de pasármelo como un enano.