24 de abril de 2009

Destripando el juego III


Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales. Sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco.
Es fácil o muy fácil. Qué se le va a hacer. Arrancamos el juego y tratamos de engañar a los lectores como unos trileros cualquiera que luego se guardarán la bolita... En cualquier caso, sean buenos y no recurran al amigo Google que todo lo sabe. Las pistas son lo suficientemente esclarecedoras.

1- El texto del juego lo propone Ottinger, y eso ya es mucho para descubrir el autor.

2- En la imagen, las claves son dos: los patos del lago y la ciudad de Nueva York.

Espero que les sea fácil y que el premio, que muy atentamente concede el_situacionista, les guste.

16 de abril de 2009

En las últimas, de Joseph Conrad


Su leyenda ya es mucho mayor que él mismo. En los mapas existen islas que llevan su nombre y archipiélagos que llevan el nombre de los veleros que comandó, es elegante y silencioso, pasea con calma por los muelles, discretamente, envuelto en el respeto del que se hizo merecedor hace tiempo. Fuma pipa y viste de lino, supongo que lleva gorra azul y se sabe los mapas de memoria. El Capitán Whalley es el último hombre de honor que queda en los puertos. 

Se ha hecho viejo, pero conserva la dignidad intacta, como conserva el recuerdo de su amada mujer, muerta hace años, y la confianza y el amor de su hija, mal casada con un hombre incapaz de mantenerla y que, en las alejadas costas de Australia, decide, empujada por la necesidad, abrir una pensión que le permita vivir, aunque sea con la deshonra de una ocupación tan vulgar. 

El viejo Capitán Whalley, en lugar de gozar de la dorada vejez que le correspondería, debe enfrentarse a la triste situación de verse arruinado (y mantenerlo en secreto para evitar la humillación), y para obtener las 500 libras que le son necesarias a su hija para abrir la pensión se ve obligado a vender su pequeño barco, y trabajar en cambio para un ruin fogonero que se ha hecho rico de la noche a la mañana y ha comprado un barco indomable, viejo y desobediente, hecho una chatarra. El viejo fogonero se divierte molestando a los capitanes que contrata, hasta que se van enfadados o los despide por despecho, sólo como venganza por el trato recibido cuando trabajaba en los fogones de los barcos de vapor. Pero con Whalley es diferente, no lo puede echar, porque se han convertido en socios: en un intento de recuperar la fortuna perdida para su hija, Whalley ha invertido en el viejo vapor, que hace la misma ruta desde hace años, comunicando una zona selvática con la civilización, una ruta peligrosa pero que la pequeña embarcación conoce casi de memoria. 

La primera parte de la narración transcurre sobretodo en el interior del propio capitán (y es bastante aburrida). La vejez, la soledad, la culpa por no ser capaz de responder a la sencilla demanda de su hija, esos míseros centenares de libras. La segunda parte transcurre en el barco y con su curiosa tripulación, y resulta mucho más entretenida: el ruin propietario, el ambicioso primer oficial, el maquinista que sólo habla cuando está borracho, los marineros indígenas, a penas personajes en la narración, y los encuentros periódicos con el holandés Van Wik, europeo distinguido que vive en medio de la selva y que espera impaciente la llegada del maltrecho vapor para poder compartir un rato de civilización con el elegante capitán, aunque este se encuentre en las últimas. 

En las últimas, porque se trata del último viaje. Finalizan ya los dos años que estaban comprometidos con el fogonero, transcurridos los cuales, y con el barco a buen puerto, el capitán recuperará el dinero que necesita para su hija. Pero hay otra pérdida que el capitán necesita ocultar además de la pérdida de su fortuna, y que lo tiene con la soga en el cuello (y que no puedo desvelar). Un secreto que le haría perder el trabajo y también el dinero invertido, un secreto que pone en peligro su vida y la de su tripulación, a la que traiciona a cada minuto que calla su secreto en un terrible y desesperado intento de salvar el pequeño patrimonio que considera que ya es propiedad de su hija, antes de que su vida naufrague totalmente. 


En las últimas es el título de la traducción que yo leí de este relato de Joseph Conrad, incluido en el volúmen “El corazón de las tinieblas y otros relatos”, y titulado originariamente The End of the Tether, El final de la cuerda. A mí personalmente me gusta más el título elegido por otros traductores, Con la soga al cuello, por lo que tiene de apropiado y descriptivo de la situación en la que se encuentra el pobre y valiente Capitán Whalley. 

Se trata de un relato triste, aunque irónico en cierta forma, bastante cruel y un tanto aburrido. Transcurre con gran lentitud, como el pobre vapor a punto de encallarse en el lodo de las aguas poco profundas del estrecho, con esta lentitud a veces excesiva y a veces exasperante, como  la imposible situación en la que Conrad sitúa al pobre capitán. En ocasiones hubiera estrangulado a Conrad con mis propias manos, sobretodo en algunos episodios de en medio de la narración. Y sin embargo, más de tres semanas después de haber cerrado el libro, pienso en el capitán y pienso en el destartalado vapor y en el humillado fogonero, y sonrío. 

Yo creo que se trata sólo de una historia de barcos, pero de las tristes. Y, por si acaso, a continuación, cogí La Isla del Tesoro. No vaya a ser que los capitanes tristes llevaran el mando más de la cuenta. 

2 de abril de 2009

Destripando el juego II

Había una vez…

“¡Un rey!”, dirán enseguida mis pequeños lectores.

No, muchachos, se han equivocado. Había una vez un pedazo de madera.

No era una madera lujosa, sino un simple pedazo de leña, de esos que en invierno se meten en las estufas y en las chimeneas para encender el fuego y calentar las habitaciones.
Este juego me encanta. No sé si será demasiado fácil. Aquí van mis pistas, a parte del texto y el dibujo...

1- Me sé el inicio del libro de memoria desde que tenía 9 años, cuando nos sentamos Anna, Pere, Benjamí y yo alrededor de este libro. Me refiero a que deberían pensar en un libro que nos dieron al corrillo de niños de 9 años.
2- Si entrecomillan en google un trozo del texto copiado, encontrarán de qué es. Me refiero a que es un clásico nada complicado de encontrar (y a que sería divertido que trataran de adivinarlo sin google!)

el_situacionista ya describió las reglas del juego, así que esperamos respuestas en destripandoeljuego@gmail.com. Y no dirán que no es fácil!