28 de agosto de 2007

El ultimátum de Bourne, de Paul Greengrass

La trilogía termina y promete no volver en al menos veinte años. Y eso a pesar de que Matt Damon es el actor más rentable del mundo. Una fábrica de hacer dinero que resulta tan expresivo como las paredes de la sala del cine, o de la sala de estar [guiño, guiño - Teddy Bautista – guiño, guiño]. Sin embargo, no es problema que Damon no dé la talla como actor en esta la tercera parte de su personaje fetiche (si exceptuamos a Linus en la serie de Ocean), en una película de este tipo uno no va a dejarse sorprender por unos actores que le reciten un monólogo de Shakespeare. Cuando uno se sienta a contemplar “El ultimátum de Bourne”, y tras la machacona publicidad, sabe que se dispone a ver una de acción, con tiros, persecuciones, peleas, velocidad trepidante, etc. Y de todo eso hay mucho y de calidad.

Comentaba con el_situacionista que la última es, sin duda, la mejor de las tres partes de la historia. Un logro nada despreciable si nos ponemos a repasar trilogías que se han ido destrozando con el paso de cada parte (baste con recordar “Matrix” o la indecencia recaudadora de George Lucas con el reciclaje de “La guerra de las Galaxias”, que no de las tres originales, autenticas joyas). La dirección de Paul Greengrass resulta del todo efectiva en una película que se vuelve loca desde su inicio. En la línea de las anteriores, la acción continuada y los cambios de escenarios (no de la calle a un edificio y de un edificio a un salón, sino de un país a otro país) mantienen al espectador alerta, atento a un argumento que se va desgranando poco a poco y que nos conducirá a la posesión más valiosa de Bourne, su verdadera identidad. Desarrollo imprescindible ya que, como en toda buena película de acción, no pueden faltar los giros en un argumento que se complica más y más con el paso de los minutos. Además, claro está, de un buen surtido de persecuciones. En este apartado destacan dos: la que Damon efectúa por los tejados de Tánger en busca de un homólogo que se dispone a asesinar a una buena samaritana, con saltos espectaculares y entradas por la ventana; y a la que someten a Bourne, huyendo en un coche de la policía por las calles de Nueva York, con todo el uso y abuso del freno de mano y el acelerador que el vehículo permite antes de su paso por el chatarrero.

Los actores están dentro de lo que se espera de ellos. Sobre algunos como Damon existen pocas expectativas, sobre otros como Albert Finney siempre se espera algo decente y pocas veces defrauda, aunque su intervención sea tan breve que casi daría lo mismo que hubiese leído directamente del guión. Julia Stiles, personaje rescatado de la primera parte, posa con más o menos fortuna, robándole algunos de los planos a Damon son su cara de indiferencia. Por su parte, el duelo que se vive en la Central de Inteligencia, esto es la casa de los espías, entre David Strathairn (el malo malísimo) y Joan Allen (de profesión espía honrada y decente) es lo más estimulante desde el punto de vista interpretativo. Pero como ya hemos dicho líneas atrás, la película no se debe a su prosa o verso, que por cierto contiene alguna que otra frase más que tópica que desdibuja la credibilidad de los personajes. Amén del esfuerzo que hacen los críticos y algunos espectadores por captar en las situaciones críticas al gobierno de EEUU por su intervención en Irak, cosa que al parecer está de moda: vaya a ver usted “Bratz” y encuentre las críticas ocultas a la política exterior de Bush.

En suma nos encontramos ante una buena película de acción que entretiene tanto y bien que al final de la misma, cuando se supone que deberíamos encontrarnos antes un desenlace sorprendente a la altura de lo visto hasta ese momento, la solución a un misterio que se arrastra dos películas atrás, resulta de lo más soso e intrascendente. Pero ya no importa, el espectador no se preguntará por qué el final es así de aburrido y trivial, han pasado un par de horas entretenidos y para eso pagaron su conexión ADSL y puede que hasta su entrada al cine.

27 de agosto de 2007

Ash wednesday, de Elvis Perkins

Elvis Perkins cuenta con el aval mediático de su ascendencia, hijo del protagonista de la célebre Psicosis y de la fotógrafo Berry Berenson, muerta en uno de los aviones que se estrelló en las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 (al parecer la segunda mitad de su disco la compuso tras el fallecimiento de su madre, puede que este hecho justifique la tristeza). Entradilla con la que se presenta cualquier referencia al primer álbum de este cantante con voz de trovador, tan necesaria para los contadores de historias. Bajo el título “Ash wednesday” se encuentran 11 canciones en un cruce entre Ryan Adams y Jeff Buckley (al menos a mi me lo parece), con un toque folk actualizado al sufrimiento de nuestros (sus) días. No se trata de nada excesivamente nuevo pero sí de un modo de hacer música renovado con mucho oficio. Melancolía y clase, con letras desgarradas y tristes en un disco que lleva algunos meses rodando y del que pocas grandes emisoras se han hecho eco. Un lástima que no le cante a su productor las ganas de ser Grace Kelly, claro que puede que por eso El miércoles de ceniza sea uno de los más destacados del año. "While You Were Sleeping" es la canción de presentación, para muestra un botón del lo que le espera a cualquiera que se aproxime a Perkins.

22 de agosto de 2007

Un hombre de preguntas difíciles


[Publicado por El País, 22 de Agosto de 2007]


Por Woody Allen


Me enteré de que había muerto Bergman en Oviedo, una pequeña y encantadora ciudad del norte de España en la que estoy rodando una película. Cuando estaba en pleno rodaje, me dieron el recado telefónico de un amigo mutuo. Bergman me dijo una vez que no quería morir en un día soleado; como no estaba allí, no sé si logró tener ese tiempo gris que tanto gusta a todos los directores; así lo espero.

Lo he dicho en alguna ocasión, hablando con gente que tiene una visión romántica del artista y considera sagrada la creación: al final, el arte no salva a la persona. Por muy sublimes que sean las obras que uno ha creado (y Bergman nos proporcionó un menú de asombrosas obras maestras del cine), no le protegen de la fatídica llamada a la puerta que interrumpía al caballero y sus amigos al final de El séptimo sello. Y así es como, en un veraniego día de julio, Bergman, el gran poeta cinematográfico de la mortalidad, no pudo prolongar su inevitable jaque mate; y con él falleció el mayor cineasta de todos los que yo he conocido.

Alguna vez he dicho, en broma, que el arte es el catolicismo del intelectual, es decir, una voluntad de creer en el más allá. Yo creo que, más que vivir en el corazón y la mente del público, preferiría seguir viviendo en mi apartamento. Y es evidente que las películas de Bergman seguirán vivas, en museos, televisiones y DVD, pero, conociéndole, ésa es poca compensación, y estoy seguro de que le habría encantado cambiar cada uno de sus filmes por un año más de vida. De esa forma habría podido disfrutar, aproximadamente, de 60 años más para seguir haciendo películas; una producción extraordinaria. No tengo la menor duda de que a eso habría dedicado el tiempo extra, a hacer lo que más le gustaba de todo: crear películas.

Bergman disfrutaba con el proceso. Le importaba poco lo que pensaran de sus películas. Le gustaba que le apreciasen, pero, como me dijo una vez, "Si una película que he hecho no gusta, me preocupa... durante unos 30 segundos". No le interesaban los resultados de taquilla; productores y distribuidores le llamaban para contarle cómo había ido en el primer fin de semana, pero las cifras le entraban por un oído y le salían por otro. Decía: "A mitad de semana, sus absurdos pronósticos optimistas se quedaban en nada". Gozaba del aplauso de la crítica, pero nunca lo necesitó, y, aunque quería que a los espectadores les gustaran sus obras, no siempre las hacía comprensibles.

No obstante, las que más costaba comprender merecían la pena. Por ejemplo, cuando uno entiende que las dos mujeres en El silencio no son, en realidad, más que dos aspectos enfrentados de una misma, el filme, que hasta entonces es un enigma, se abre de manera fascinante. También resulta útil refrescar los conocimientos de filosofía danesa antes de ver El séptimo sello o El rostro, pero sus dotes de narrador eran tan asombrosas que podía cautivar, fascinar al público con un material difícil. He oído decir a gente que salía de alguna de sus películas: "No entiendo exactamente lo que he visto, pero me ha tenido en ascuas hasta el último plano".

Bergman tenía raíces teatrales y era un gran director de escena, pero su obra cinematográfica no estaba embebida sólo de teatro; se inspiraba en la pintura, la música, la literatura y la filosofía. Su obra examina las más hondas preocupaciones de la humanidad y produce, muchas veces, profundos poemas en celuloide. La mortalidad, el amor, el arte, el silencio de Dios, la dificultad de las relaciones humanas, la agonía de la duda religiosa, el fracaso de un matrimonio, la incapacidad de comunicarse de las personas.

Y, sin embargo, era un hombre cálido, divertido, bromista, inseguro de su inmenso talento, enamorado de las mujeres. Conocerle no era entrar de pronto en el templo creativo de un genio temible, intimidante, sombrío y melancólico, que entonase con acento sueco complejos análisis sobre el terrible destino del hombre en un universo deprimente. Era más bien así: "Woody, tengo un sueño estúpido en el que aparezco en el plató para rodar una película y no tengo ni idea de dónde poner la cámara; lo que pasa es que sé que se me da bastante bien y llevo muchos años haciéndolo. ¿Alguna vez tienes tú este tipo de sueños angustiosos?". O: "¿Crees que puede ser interesante hacer una película en la que la cámara nunca se mueva ni un centímetro y los actores entren y salgan del encuadre? ¿O la gente se reiría de mí?".

¿Qué contesta uno por teléfono a un genio? A mí no me pareció una buena idea, pero, en sus manos, supongo que habría acabado siendo una cosa especial. Al fin y al cabo, el vocabulario que inventó para investigar las profundidades psicológicas de los actores también debía de parecer absurdo para quienes aprendían a hacer cine de manera ortodoxa. En la escuela de cine (estudié cine en la Universidad de Nueva York en los años cincuenta, pero me echaron enseguida), daban siempre la máxima importancia al movimiento. El cine son imágenes en movimiento, decían, y la cámara tiene que moverse. Y los profesores tenían razón. Pero Bergman colocaba la cámara sobre el rostro de Liv Ullmann o el de Bibi Andersson, la dejaba allí sin moverla, y pasaba el tiempo, y ocurría algo maravilloso y exclusivamente propio de su talento. El espectador se veía atrapado por el personaje y, en vez de aburrirse, salía entusiasmado.

A pesar de sus manías y sus obsesiones filosóficas y religiosas, Bergman era un hilador de historias nato, que no podía evitar ser entretenido incluso cuando, en su cabeza, estaba dramatizando las ideas de Nietzsche o Kierkegaard. Yo tenía largas conversaciones telefónicas con él. Me llamaba desde la isla en la que vivía. Nunca acepté sus invitaciones porque me preocupaba el viaje en avión, no me apetecía volar en avioneta hasta un puntito cerca de Rusia en el que la comida iba a consistir probablemente en yogur. Siempre hablábamos de cine y, por supuesto, yo dejaba que hablase sobre todo él, porque me parecía un privilegio oír sus ideas. Veía cine a diario y nunca se cansaba de ver películas. De todo tipo, mudas y sonoras. Antes de dormirse veía alguna película que no le hiciera pensar para relajarse; a veces, una de James Bond.

Como todos los grandes estilistas del cine, como Fellini, Antonioni y Buñuel, por ejemplo, Bergman tuvo sus detractores. Pero, aparte de algún desliz ocasional, las obras de todos estos artistas han encontrado ecos profundos en millones de personas de todo el mundo. Y la gente que más sabe de cine, los que lo hacen -directores, guionistas, actores, directores de fotografía, montadores- son quizá los que más veneran la obra de Bergman.

Como le he elogiado con tanto entusiasmo durante tantos años, tras su muerte muchos periódicos y revistas me han llamado para pedirme un comentario o una entrevista. Como si yo tuviera algo de valor que añadir a la triste noticia, aparte de volver a ensalzar su genialidad. ¿Qué influencia tuvo en mí?, me preguntan. No puede haberme influido, respondo, él era un genio y yo no lo soy, y el genio no puede aprenderse ni su magia puede transmitirse.

20 de agosto de 2007

La suerte de Jim, de Kingsley Amis


Si alguien estudiara la pérfida relación entre el azar y la buena literatura -¡qué tema para una Tesis!- debería acercarse a ver mi caso. Últimamente me encuentro ante la visión de que mi criterio de elección cuando entro en una librería es nefasto. Aquellos libros que escojo premeditadamente resultan un fracaso y, sin embargo, aquellos que elijo casi por casualidad, como aparecidos por obra y arte de alguna deidad literaria, resultan brillantes e imprescindibles al extremo. Casi estoy pensando en trazar una línea imaginaria en mi librería habitual, escoger 10 libros al azar y tirarlos por los aires; los que caigan a la izquierda se vienen conmigo, lo de la derecha se quedan en la librería. Ya comenté la impresionante visión que dejó en mí el libro Carnaval de James Thurber, el humor del mismo contrastaba con la estupidez de nuestro primer encuentro. Otro tanto me ha pasado con La suerte de Jim de Kingsley Amis. Es que últimamente parece que la buena literatura me escoge a mi mismo y no al revés.

Este no es un libro que hubiera elegido de haberlo visto la primera vez. La verdad es que mi -des-conocimiento sobre el autor sólo residía en dos cosas fundamentales pero que a la postre resultaron tan inútiles como el editor de Lucía Etxebarría, a saber; que K. Amis había escrito algún libro de la serie de James Bond y que, sin relación causal alguna, había tenido un hijo, también escritor, llamado Martin Amis que, quizá por mayor cercanía generacional, era al que conocía de oídas, que no de lecturas. A través de su hijo también conocía que el viejo Kingsley comenzó siendo muy comunista –rojo, pero muy rojo, rojo, de los de Stalin y demás- pero que, escandalizado por la invasión soviética de Hungría en 1956 hizo un giro radical y se pasó directamente a la derecha. Este hecho, según Martin, no fue óbice para que papá Kingsley siguiera siendo un stalinista con su hijo y le torpedease su vida hasta el punto de que éste escribiera Koba, el temible, una biografía de Stalin en la que éste es su padre y su padre es a su vez Stalin. O quizá no lo comprendí muy bien, pero lo mismo da.

Me encontré con el libro en la sección inadecuada de la librería, cerca de los títulos sobre la Ley de Murphy, las obras maestras de Gomaespuma y una tal Ironside que no quería hacer Aquagym –fuese lo que fuese eso. Estaba claro que el libro era una reedición pues exceptuando a Osho nadie saca libros después de muerto. La breve sinopsis de la contraportada no atraía en absoluto pero había prisa y necesitaba tomar decisiones. Puestos a equivocarse por lo menos leer algo de un inglés, así que pagué el precio que me pidieron por él y carretera y manta. O mejor, bañador y piscina matritense.

La estructura de la novela es bien sencilla pero, al tiempo, me recuerda a esas típicas novelas inglesas que nos hacían leer en clase de inglés. Una composición del mundo bastante clásica, de aquellos quienes viven tranquilos, sin apenas preocupaciones. Reconozco que me empecé a aburrir al principio, según pasan las pistas que te van a hacer entrar en el mundo novelesco de Jim, pero me agarré a la experiencia de libros como el del soldado Iván Chonkin que empezaban igual y terminaban con una catarsis digna de ser conocida. A las pocas páginas empecé a demostrarme que estaba en lo cierto. El protagonista es Jim, un profesor adjunto al departamento de Historia de una Universidad de medio pelo de una ciudad inglesa de medio pelo. Es un ser ruin a más no poder, da clases de Historia Medieval –algo que detesta con todas sus fuerzas- sólo porque le pagan por ello cuando se supone que debería sentir pasión por su trabajo. Vive atrapado entre el bostezo más absoluto que le produce su jefe, el director de departamento, y la sensación de que está abocado a ser presa de matrimonio de una manipuladora sentimental de primer orden. Es consciente de que, de ir bien las cosas, estará metido en este círculo vicioso que detesta y del que no tiene fuerza ni voluntad para salir. Y la única solución posible sería que le despidieran a final de año –fecha que se acerca irremisiblemente- lo que le produce aún más terror al verse volviendo a casa sin trabajo y con la única posibilidad de enseñar en un instituto más aburrida Historia.

Las relaciones sociales que tiene giran entorno a la vida universitaria y, en concreto, a su jefe. Cualquier doctorando podrá descifrar en el director del departamento de historia al que pertenece a Jim las claves para identificar a distintos profesores universitarios de todas las épocas. Gente que no se escucha más que a sí mismo, que piensan que sus conocimientos son lo más interesante que existe en el mundo y que, por eso, han de difundirlo con todas sus fuerzas y con el mejor gusto posible, además de obligar a todo el que se encuentra por el camino a hacer lo que ellos consideran correcto. Jim, fiel a su mezquindad, es incapaz de hacerle callar y se conforma escupiendo insultos por lo bajinis de camino a la tediosa charla para “obtener al final del todo un saldo positivo a su favor”. Saldrá jodido de todas las conversaciones, pero al menos le queda el recurso moral de saber que antes ha sido él quien ha insultado. También en este ambiente se mueve su chica, de la que Jim sólo sabe a ciencia cierta que no sabe si es exactamente su chica. Acaba de intentar suicidarse por culpa de un ex-novio y Jim queda atrapado dentro un chantaje sentimental de primer orden, pensando que si fuera capaz de reunir fuerzas y dejarla, ella volvería a tratar de matarse. Todo hace indicar que le tiene cogido por los sentimientos de culpabilidad, lo que le conduce a una relación en la que no quiere estar pero de la que no puede salir, y él lo sabe. Jim sólo quiere pasar inadvertido y que le dejen en paz con su vida, cosa harto complicada pues cuando logra deshacerse de su jefe y evita las citas con la torpedera sentimental tiene que hacer frente a un estudiante resabidillo, de hombría mayor que la suya y que domina mucho mejor la jerga medieval de lo que él será capaz jamás. Su sentimiento de inferioridad va camino de superar records, por irónico que esto parezca.

La buena vida de Jim irá transcurriendo por distintas situaciones en las que su no saber estar a la altura de la situación social que se le presenta provocará un continuo declive en su carrera profesional al tiempo que una clara sombra de aniquilamiento sentimental. Pero es divertido ver cómo un mezquino se hunde y, aunque el pobre de Jim nos cae bien, todos pensamos que lo que tiene se lo merece por ser tan capaz de convencerse a si mismo de que las cosas podrían ir aún peor. Para que Jim nos pueda caer tan bien Kingsley lo enfrenta a dos personajes, el del hijo del director del departamento, pintor y pedante a partes desiguales, y el de su novia, joven londinense de aires altivos, que acompaña la pedantería de su pareja de una manera brillante. Ambos caen tan mal “que no se entiende cómo se pueden soportar el uno al otro”. Pero la vida da muchas vueltas y, como dice el título del libro, Jim tiene suerte y gracias a ella tenemos historia que disfrutar con la carcajada en el aire. No se me pongan a leerla en el metro que yo lo pasé muy mal riendo como un imbécil en mitad del túnel.

Pero Amis no sólo creó con esta novela una historieta de humor británico, sino que la manera de contarla, la creación de la atmósfera precisa con pocas palabras, el uso de la ironía por el mismo narrador y, por qué no decirlo, la mala leche del mismo, es un elemento más a disfrutar. No se pueden perder la escena de la salida del baile, propia de un relato de misterio del gran Chesterton, o la delirante escena de la conferencia sobre la “Vieja Inglaterra”, casi uno puede sentir que la catarsis está próxima sólo con la descripción de la escena. Se nota que Amis fue uno de los importantes escritores de mediados del XX en Inglaterra. Además, logra eso que es tan difícil de hacer, la creación del humor visual con un lenguaje literario de importancia provoca la tensión en el lector, como aquél que espera el final del chiste riéndose de todo lo que le van contando. Cada poco que se profundiza en tal o cual personaje, Amis nos hace entender que las situaciones cómicas recién pasadas eran más divertidas aún si caben. Es como aprender a reírse del chiste leído hace veinte minutos. Lo disfrutas dos veces, la vez que lo entiendes y la que profundizas sobre él.

Con todo esto no me extraña que sea la novela más importante de un Amis que, por extraño que parezca, se pasó luego a la ciencia ficción –la literatura distópica le tiene en gran estima- y a la escritura de guiones televisivos y cinematográficos junto con las novelas de James Bond. La relevancia del personaje de Jim fue tal en la vida de Amis que, cuando éste dio el mencionado giro desde el stalinismo hacia la derecha inflexible en lugar de poner el intermitente lo hizo publicando sus motivaciones bajo el título de Why lucky Jim turned right (Por qué el afortunado Jim se convirtió a la derecha). Pero este es otro libro y, por tanto, otra historia.

19 de agosto de 2007

Cosas que le dirías a Groucho Marx


Por Maruja Torres

El genio con bigote y puro murió hoy hace 30 años. Cuatro humoristas y una columnista se embarcan en un ejercicio de telepatía con el maestro del humor.

Uno de mis sueños predilectos es aquél en el que tú y yo, con pantuflas, nos sentamos en el sofá para ver TVE Internacional. En mi sueño, tú comentas el programa dedicado a glosar los bellos parajes de nuestra geografía, pero tampoco desdeñamos los espacios de cocina, ni los de bailes regionales. Tú agarras el sulfúrico y vas sirviéndome una copa tras otra. Después de eso me sueltas ("perdonen que no me levante" es un epitafio que se le ha atribuido falsamente) la frase que realmente pronunciaste: "Perdone, señora, que no me levante". Y quiero creer que te tengo debajo, muertos los dos de la risa.


ANDREU BUENAFUENTE

Todo cómico que se sienta orgulloso de serlo y quiera acceder a tu sabiduría, la del más grande, ácrata y singular del pasado siglo, debe leer Hola y adiós, de Charlotte Chandler. En él encontrará el pensamiento de los últimos años de tu vida, recogido por una periodista que fue para una entrevista y se quedó seis años. Así es como registró tu pensamiento crepuscular y sincero, tu oficio y sorna, genial bigotudo con puro. Te adelantaste a tu tiempo. Llegaste tarde al cine, pero todavía tuviste tiempo de romper todos los esquemas con un estilo surrealista e incómodo. Te resultaba imposible repetir la misma toma igual. La creatividad y la provocación te estallaban en las manos. Pura comedia. Te formaste en el vodevil empujado por una madre dominante y acabaste en la televisión con un concurso, Apueste su vida, que sirvió para meterte a todo el país en el bolsillo. Eres mi cómico de cabecera. Y no tan sólo por las películas, donde sobran las canciones y las historias de amor, sino más bien por tus artículos, tus libros, tu postura ante la vida (lo perdiste todo en el crack del veintinueve) y tu viaje descreído desde la miseria de una familia de emigrantes alemanes al olimpo de un Hollywood decadente. Dicen que eras mal padre y un amante inconstante e infiel. Perseguías a las coristas, desafiabas a los grandes estudios y buscabas la aceptación de los intelectuales de la época. La conseguiste. Tus contemporáneos comprendieron que aquel actor que caminaba encorvado, encerraba más sabiduría que todos ellos juntos. Te moriste a los 86 y lo más seguro es que estés descojonándote de nosotros y esa tendencia innata que atesoramos de empeorar cada día un poco más las cosas. Una de tus sentencias más memorables: "Detrás de un gran hombre siempre está su mujer y, detrás, su esposa". ¡Viva el maestro! (Esta carta la entendería un niño de cinco años. "¡Que traigan a un niño de cinco años!").


JOAQUÍN REYES

Si me preguntaran quién me gustaría ser -si no fuera yo, obviamente-, diría que Rupert Murdoch. Si me especificaran que qué cómico me gustaría ser, diría que tú. Por socarrón, absurdo, charlatán y, sobre todo, divertidísimo. Además, tú y tus hermanos conectáis irremediablemente con mi infancia, y eso os hace todavía mejores, porque antes, niños y niñas, en la televisión echaban películas de los hermanos Marx. ¿Qué locura, verdad? Una recomendación para los que quieran morirse de risa contigo: Groucho y chico abogados. Son los guiones del serial radiofónico que hicisteis para la NBC, de los que un crítico de la época dijo: "La mayoría de los capítulos apenas son digeribles para el consumo humano".


JAVIER CANSADO

Hola, Groucho Marx. Me llamo Javier Cansado y me dedico al humor. Cuando era pequeño y veía vuestras películas no me reía y sin embargo sí me reía con Bigote Arrocet, creo que por eso ahora practico el humor absurdo como hacíais tú y tus hermanos... Bueno tú menos, yo creo que el surrealista del grupo era Chico, tú eras más de la ironía y practicabas el absurdo más bien cuando dialogabas con Chico, "la parte contratante". Te juro que me encantas, pero te prometo que mi favorito es Chico. Un beso grande.


JUAN CARLOS ORTEGA

Groucho, criticarte es imperdonable, pero es todavía peor hacerte un homenaje. Siempre que lo hacemos termina convirtiéndose todo en una competición. Si eres humorista tienes que elogiar a Groucho (es uno de los mandamientos), y cuanto más te elogiemos mejores humoristas pareceremos. Y para conseguirlo, podemos hacer lo siguiente: hablar de nuestra infancia, de cuando te vimos en una peli por primera vez, y de la emoción intensa que nos provocó el feliz descubrimiento de tu absurdo. Luego diremos que tú y tus hermanos erais más sabios que los filósofos y más profundos que los poetas. En ese punto es probable que se nos escape la frase más idiota del mundo: "El humor de Groucho era una cosa muy seria", y entonces ya estará todo irremediablemente perdido, porque hablar en serio sobre ti es tan cruel como hablar en broma sobre la muerte de un niño. Lo único decente que se me ocurre decirte es que contigo me he partido siempre el culo de risa, y estoy seguro de que eso es lo único que pretendías.


Cosas que dijo Groucho Marx

Las películas, cartas y libros de Julius Henry Marx o Groucho Marx (Nueva York, 1890-Los Ángeles, 1977) constituyen una ingente, audaz y desternillante fuente de citas y frases. En la Red, por ejemplo en Wikiquote (http://es.wikiquote.org), se encuentran algunas de las más memorables: "Ésos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros"; "Bebo para hacer interesantes a los demás" o "Nunca olvido una cara, pero en tu caso haré una excepción". Uno de los mejores libros sobre Groucho es el que reúne las cartas que él envió y recibió a lo largo de su vida: Las cartas de Groucho, en Anagrama, 1998. Una selección:

- "... Yo nací durante una erupción volcánica en uno de los países de plátanos de la América Central. No recuerdo en cuál, no recuerdo siquiera los plátanos y apenas recuerdo los troncos". Carta a la revista Time, el 11 de abril de 1946.

- [A T. S. Eliot, al recibir una fotografía del escritor que él mismo le había enviado a Groucho]: "No sabía que fuese usted tan atractivo. El hecho de que no le hayan ofrecido el papel de protagonista en alguna película sexy sólo puedo atribuirlo a la estupidez de los directores de reparto". En una carta anterior, Eliot le decía a Groucho: "Tiene que saber que es usted mi más codiciada pin-up".

- [A su sobrina Minnie Marx, después de que ella le anuncie que va a casarse]: "Me has engañado de verdad. Siempre tuve la idea de que al final te casarías con un caballo. Sin embargo, pensándolo bien, me doy cuenta de que no hubiese funcionado" (16 de octubre de 1964).

- [A Brooks Atkinson, crítico de The New York Times]: "Ya te dije aquella noche en el teatro que había más cosas en la televisión aparte de los chistes gastados y de las películas añejas. Si tomas ese monstruo en dosis moderadas, puedes aprender cómo quitarte el pelo de las piernas sin navaja; cómo ablandar la carne sin hormigonera; cómo resultar fascinante a tu amiga sin afrodisiacos; qué clase de cerveza es más espumosa; qué marca de cigarrillos no te producirá nunca cáncer, etcétera. Además de todo ello, como sedante no tiene igual" (8 de diciembre de 1953).

- [A Arthur Sheekman, amigo y guionista de Sopa de ganso]: "He recibido las cartas y el cheque. Esta vez guardaré el cheque e ingresaré las cartas. ¡No voy a correr riesgos! Esta última frase, espero que lo hayas advertido, era del tipo de chiste en el que se toman simplemente dos términos y se entremezclan. Esto constituye una rutina muy divertida que te deja sin chiste alguno, lo que tampoco está mal" (1 de julio de 1940).

- [A Elaine Tynan, esposa de un crítico de teatro y admiradora de Groucho]: "Le mando una foto mía de cuando tenía siete años. Probablemente se preguntará: '¿Por qué el puro?'. Es una pregunta muy buena. En realidad, el puro es falso. Lo mismo que el bigote y, para decir las cosas como son, lo mismo que yo" (20 de noviembre de 1959).

14 de agosto de 2007

Maus, de Art Spiegelman

Tengo bien claro que nunca he sido muy del cómic. He llegado tarde para ver aquél cómic trasgresor de los 70 –demasiado joven-, aún más tarde para el cómic heroico de los años franquistas –quizás hasta mis padres lo fueron- y demasiado pronto para sentirme cómodo con el sentimiento gafapastero y llamar al cómic que viene encuadernado novela gráfica. Uno ha sido muy de Forges –genial, brillante- y del Mortadelo, del SuperLópez –interminables esperas en el dentista de la juventud- e incluso alguna vez del ZipiZape. Y al Manga lo he odiado siempre.

Cuando a mediados de este año me enteré de que salía una nueva edición de Maus sentí curiosidad por acercarme a este mundillo desconocido. La edición nueva, todo hay que decirlo, es muy similar a todo ese rollo gafapastero del que hablábamos antes. Con tapas duras, encuadernación de tipo piel y todas esas cosas que parecen querer decirte que estas ante algo importante en su mundillo. La razón de que fuera Maus y no otro es la trascendencia que ha tenido este cómic fuera del circuito habitual. Su autor, Art Spiegelman, ganó el Pulitzer por esta obra y asimismo se realizó en el MOMA de Nueva York una exposición sobre ella. Decidido a arriesgarme al aburrimiento que me provocan los demás cómics de las tiendas terminé por hacerme con una copia el mismo día en que salía a la venta. Eso sí, nada de pagarlo que eso está muy feo –guiño, guiño, guiño, Teddy Bautista, guiño, guiño, guiño-

La historia, una vez más, está ambientada en el Holocausto. Si Ottinger decía que ya hubo una serie definitiva sobre el Holocausto, y una película definitiva sobre el Holocausto, ahora tenemos –digo yo- el cómic definitivo sobre el Holocausto. ¿Para cuándo el coleccionable definitivo, o el politono, o los cereales? Me pregunto. Al no haber respuesta me dispongo a destripar la historia de Spiegelman.

Art tenía una obsesión, que era la de narrar la historia de su padre, el judío polaco Vladek. Éste había vivido las situaciones de persecución que todos podemos imaginarnos ya, sufriendo lo indecible, sacando de la muerte a su esposa y madre de Art y perdiendo a su primer hijo en los acontecimientos. La justificación de añadir un testimonio más a la colección de los mismos que sobre el Holocausto hay no fue, afortunadamente, la motivación de Art Spiegelman al escribir el cómic. Y es que la historia tiene dos planos, uno donde el viejo Vladek, ya jubilado en Norteamérica le narra sus peripecias y desgracias en Europa a su hijo Art. Otro, el propio Art escuchando la historia de viva voz, yendo a comer con su padre, aguantando su carácter singular y tratando de resolver los conflictos internos que le provocaron el suicidio de su madre y la fuerte personalidad del padre.

Es interesante ver cómo Spiegelman hijo animaliza a los personajes. En ocasiones esto demuestra parte de su compromiso con la historia, señalando a poblaciones enteras como salvadores, asesinos o simplemente advenedizos. Los judíos son dibujados como ratones, los alemanes –obviamente- como gatos. Entre éstos se encuentran los polacos, caracterizados como cerdos y tras todos ellos nos encontramos a unos norteamericanos que garantizan la seguridad del hogar, la fidelidad y la tranquilidad al ser dibujados como perros, como esos perros de anuncio de papel higiénico al que todos queremos tener en casa.

La historia de Vladek comienza con la vida en Polonia antes de la guerra. Las relaciones entre las familias judías adineradas y la tranquilidad de los negocios bien llevados. Sin embargo pronto los acontecimientos derivarán en robos camuflados de expropiaciones, en pérdidas económicas, familiares, vitales y de todo tipo. Los acontecimientos se suceden y sólo la astucia de Vladek hace que éstos sean sorteables. La realidad nos acompaña en cada viñeta y sería una realidad interesante de conocer si no fuera tan manida y tan asida. Quizá el exceso de historias de vida de estos acontecimientos –en claro contraste con la ausencia de otros como, sin ir más lejos, el exterminio de gitanos en los mismos campos- hace que la historia del judío polaco arrastrado hacia el infierno por el nazismo nos resulte predecible y monótona. Sabemos que el protagonista va a salvarse por los pelos de diversas maneras y que el azar jugará un papel importante. Vamos, como una película porno que vista una vistas todas. Y quizá sean por los mismos motivos que continuamos viendo porno y acercándonos a historias sobre el holocausto; porque ya sabemos cómo va a acabar o por esperar que acabe de algún otro modo.

Es el otro plano del que hablábamos el que merece más la pena. Al menos como novelización de la realidad. La vida de Art ha estado marcada, como decíamos, por el suicidio de su madre y éste a su vez fue inducido por la difícil personalidad del padre. Vladek quedó marcado por las carestías de la guerra y, más allá, por las de la posguerra. Su instinto de supervivencia se encendió con las persecuciones de los nazis y el pilotito del mismo siguió encendido durante toda su vida. Incapaz de relajarse en cuanto a su necesidad de saberse cubrir las espaldas, de ahorrar hasta lo impensable y, sobretodo, de amargar la vida a los demás reprochándoles su relax en las tareas típicas de los perseguidos. El mayor dramatismo de la cómic no consiste en las crueldades del nazismo, sino en las consecuencias de la mezcla entre un carácter típicamente judío –empleando aquí el término como el xenófobo y típico insulto que se ha acuñado en la historia- y la sensación de terror infundado que los nazis supieron rentabilizar al máximo. Esta combinación duró 40 años más metida en la cabeza de los perseguidos como Vladek y les imposibilitó, si hacemos caso de Art, para relacionarse de una manera normal y civilizada con el resto de las personas. Aquella frase que los españoles de más o menos edad hemos escuchado y que se ha vuelto el tópico por excelencia y que dice “¡cómo se nota que no has vivido una Guerra!” se torna aquí en su más trágica esencia y se vuelve, decididamente, en lo mejor de un cómic que, por otro lado no da más de sí.

13 de agosto de 2007

Brazil


Ya sabéis de mi debilidad por el género distópico y en esta ocasión quisiera escribir sobre una película que tiene ya unos cuantos años. Concretamente es del año 1985, un año después del mítico 1984 orwelliano. Me imagino que esta coincidencia tiene que ver mucho con la obra antes mencionada. Su director y guionista, una de esas personas por las que los integrantes de éste, su blog a-cultural, profesan, en mayor o menor medida, una profunda admiración, es Terry Gilliam (el más estadounidense de los míticos Monty Phyton). Gilliam se refiere a Brazil como la segunda película de una trilogía cuyo nexo es la libertad de pensamiento y la reivindicación de la imaginación y que está compuesta por la comentada Brazil, Los Bandidos del Tiempo y Las Aventuras del Barón de Munchausen.

La historia perpetrada por Gilliam, es la historia de un error burocrático que lleva a la muerte a un pobre inocente, que es acusado de terrorismo (sin duda la película, a pesar de sus años goza de una actualidad impresionante). Nadie, en la extensa cadena jerárquica de la gran burocracia estatal (son bastante claras las influencias orwellianas y kafkianas en la configuración de ese Estado), quiere hacerse caso del error, salvo un joven tecnócrata y sin mayor ambición que la de ocupar un puesto bajo en la administración, llamado Sam Lawry, quien fiel a su mando superior, trata de enmendar el error otorgando una indemnización a la viuda del hombre "extirpado de la sociedad".

En esa misión, que le lleva a uno de los suburbios más peligrosos de aquel Estado y que rememora a la ciudad donde vivían los parias del Partido Exterior de 1984, conoce a la mujer de sus sueños, quien huye despavorida ante la presencia del joven burócrata. El deseo de Lawry por conocer más datos acerca de esa misteriosa mujer le hacen buscar un ascenso en la escala administrativa atendiendo a los deseos de una madre ambiciosa y bien situada. La implicación de Lawry en el caso, así como su obsesión por encontrar a la mujer de sus sueños, hacen que sea considerado como un peligro para el sistema. Lawry se enfrentará a su propia habitación 101, de la que escapará a través de la locura.

Sin duda, una buena película que hará las delicias de todos aquellxs a los que nos gusta el género distópico y que contiene numerosas referencias a las antes mencionadas 1984, El Proceso y otros sugerentes títulos de la ciencia ficción y la distopía. También destaca la presencia de otro monstruo de la escena, Robert De Niro, en uno de sus papeles menos conocidos que recuerda en algunos aspectos a ese otro famoso fontanero con el que quien más, quien menos ha jugado alguna vez a través de los videojuegos de la casa Nintendo. La banda sonora corre a cargo de Michael Kamen y se basa en esa joya de la bossa nova que lleva el título de la película.

10 de agosto de 2007

El hombre en busca de sentido, de Viktor E. Frankl

Tal y como decíamos en la entrada dedicada a “Disparando a perros”, hay ciertos temas que por el mero hecho de plantearse ya cuentan con un cierto atractivo que invita a su lectura. El tema que propone este libro es uno de ellos, el holocausto en la Segunda Guerra Mundial. Aunque puede parecer que existe una cantidad tremenda de obras sobre este tema (de acuerdo con aquella máxima de Juan Manuel de Prada que decía que si revisábamos la programación de los canales de televisión podríamos comprobar como en una semana cualquiera había programados varios sobre la Alemania nazi y sus horrores, pero pocos o ninguno sobre otros genocidios), no es uno libro al uso. El autor, un psiquiatra reputado, trata de narrar su experiencia en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial desde un punto de vista psiquiátrico. Un punto de vista original en el tratamiento de los hechos que tenían lugar en estos campos, retratados en los más ínfimos detalles del horror nazi.

Aunque el planteamiento resulta un poco engañoso, el análisis psiquiátrico resulta de lo más liviano en la primera mitad de la primera parte de la obra, limitándose a describir ciertas actitudes psicológicas como las fases de adaptación a la nueva realidad, la ilusión del indulto, la pérdida de la consciencia, la necesidad de la evasión, la ausencia de sentimentalismo… toda una serie de descripciones de los síntomas propios de un prisionero de Auschwitz. Combinada con esta descripción, Frankl narra en este ensayo, en primera persona, su recorrido por este y otros campos, dibujando una realidad poco conocida. No podemos pasar por alto que los horrores de los campos de concentración se han dado a conocer en multitud de obras, testimonios de supervivientes, documentales y películas cinematográficas. Quizás la labor más importante, como no podía ser de otra manera tratándose del medio del que vamos a hablar, es la que ha venido realizando el cine (Hollywood). Desde “Tormenta mortal”, la primera película en la que aparecen los nazis persiguiendo a unos “no arios” (evitándose la palabra judío), hasta el siguiente y destacadísimo paso con “El gran dictador”, la primera película en la que se pronuncia la palabra “judío”, y así hasta la gran serie de televisión “Holocausto” y la película definitiva sobre los horrores nazis, “La lista de Schindler”. Toda una serie de cintas que han ido dibujando en nuestra cabeza la vida en los campos de exterminio, la más absoluta indiferencia a la vida de los prisioneros, la arbitrariedad de las decisiones de los guardianes, los paseos hacia la muerte de las cámaras de gas… todo un retrato en el que pocas piezas faltan. Por ello, El hombre en busca del sentido resulta tan novedoso (siendo un libro escrito hace más de cincuenta años) al narrarnos una serie de imágenes que permanecen lejanas a los ojos del gran público y cuya importancia no puede pasarse por alto. Desde la descripción de “los capos” (así los llama), una especie de prisioneros seleccionados por los guardianes y que realizaban las labores de control dentro de los territorios propios de los prisioneros, la denominación de “musulmán” a aquellos prisioneros que se encontraban desahuciaos de la vida y que morirían en pocos días, la existencia de enfermerías (en condiciones lamentables eso sí) a las que se enviaba a los prisioneros enfermos de tifus (principal enfermedad en estos campos), las reacciones de los prisioneros ante la muerte, la necesidad de perder cualquier dignidad para sobrevivir… Un retrato de los campos desconocido para una mayoría cuyo único conocimiento se ha derivado de lo visto en algunas de las películas mencionadas.

En la última parte de la primera mitad, la dedicada a la vida de los prisioneros después de su liberación, entra dentro del terreno psiquiátrico, apoyándose en la descripción de las situaciones vividas por él y sus compañeros de presidio para la explicación de los síntomas que él apreciaba. Síntomas de los que se vale para en una segunda parte, se dedique al desarrollo de las teorías de la logoterapia. Una modalidad de la psicoterapia fundada y desarrollada por el autor de este ensayo y que no consiste en otra cosa que en centrarse en la significación de los pequeños detalles para encontrar el sentido de la vida. Muy relacionada con la incesante lucha por la supervivencia de los prisioneros en los campos de exterminio y con la premisa: “La vida cobra más sentido cuanto más difícil se hace”.

Un libro entretenido en parte y experimentalmente científico en otra (aún falta mucho apoyo teórico a la logoterapia para su consolidación). Una lástima que la excusa para la presentación de esta teoría o modalidad de la psicoterapia se coma parte del libro, aunque según no explica el propio autor la segunda parte es una adenda a petición de las personas que deseaban un desarrollo de sus trabajos. Sin embargo, no resta interés a una primera parte en la que el autor narra las situaciones más comunes que vivían los prisioneros en los campos de concentración. Y si a lo largo de esta entrada se ha empleado el sustantivo “prisionero” para referirse a los judíos que se encontraban en los campos es únicamente porque es el término que el autor emplea. La existencia de otros prisioneros en los campos, como gitanos u homosexuales, no es, presumiblemente, el motivo por el que el autor evita el término. Puede que se deba al hecho de estar escrito poco después de la Segunda Guerra Mundial o a la anulación absoluta de la personalidad de todos aquellos que se encontraban encerrados en los campos. Un lugar en el que perdían toda identidad, despojado de sus documentos, únicamente se diferenciaban por un número, el número con el que los alemanes les clasificaban y realizaban sus macabros balances. Así nos lo cuenta el prisionero 119.104.

7 de agosto de 2007

Disparando a perros, de Michael Caton-Jones


1994, en 100 días, 800.000 vidas aproximadamente. El punto geográfico en el que se centra la película no es otro que Rwanda y los acontecimientos que tuvieron lugar en aquel año. Un genocidio que ya ha sido tratado en el cine con más o menos suerte. Si tenemos que destacar una cinta por encima del resto esta es sin duda la magnífica “Hotel Rwanda”, en la que se evita todo dramatismo (los miles de cadáveres sólo se sienten en una escena) para centrarse en la desesperación de un solo hombre incapaz de contener con sus manos el río que se está desbordando a su alrededor como mejor ejemplo de lo sucede. Para algunas otras películas que han despertado la conciencia en el cine internacional sobre el continente africano, no dejen de leer la entrada que el_situacionista dedicó en su blog sobre África.

La película trascurre lentamente, presentado el genocidio poco a poco, como en un documental, fechando los hechos y tratando de explicarlos en términos occidentales, como si la lógica vital o política de ambos mundos fuese la misma. Un desajuste argumentativo que se entiende porque la película no va dirigida a las personas que han padecido el genocidio sino a las que pudimos verlo con más o menos atención a través de nuestros televisores a miles de kilómetros. Con este objeto, la acción se centra en una pequeña escuela protegida por un contingente de Naciones Unidas (lo cierto es que recordando las imágenes del genocidio uno se pregunta dónde estaban las NN.UU. en aquellas fechas) dirigida por un viejo cura blanco que lleva toda la vida en la zona sobreviviendo a todo tipo de coyunturas y que tiene callo, ayudado por un joven e idealista blanco que no entiende el idioma, la situación y que casi cree en la inocencia del mundo. Secundado a su vez, el joven, por un lugareño que hace lo posible por hacerle entender que la diferencia étnica supone algo más que una reminiscencia del pasado colonial (y que finalmente le hará entender que en el máximo de la brutalidad humana no hay lógica que haga valer ninguna razón).

Como no podía ser de otra manera, y al igual que sucede con la película que mencionábamos al principio, la escuela se convierte en un campo de refugiados improvisado en el que las Naciones Unidas tienen demasiada prisa por lavarse las manos y salir por patas. Una supervivencia del Arca de Noé que se torna en un complicado equilibrio en el que se la atención médica, los alimentos y la seguridad escasean a la misma velocidad en el que el conflicto crece y la tensión de los refugiados aumenta. La diplomacia o falla o no se intenta, señalando directamente a los culpables. Pese al código occidentalizado del conflicto, hecho que facilita su comprensión en grandes rasgos, no se emplea tanto para la disculpa del papel de nuestros países sino para tratar de dar una pequeña puntilla, con situaciones tales como el joven idealista diciendo “iremos a buscar la televisión para que el mundo se entere de lo que pasa aquí y nos envíen ayuda” o el responsable de Naciones Unidas con un “vamos a informar a todo el mundo (la escuela) de la situación. -¿Todo el mundo? (replica el cura)- Los europeos quiero decir”, o un “Jamás emitirán esto (mientras un reportero toma imágenes de cuerpos desmembrados”, etc. y así hasta llegar a una de las escenas más inteligentes y descarnadas de la película que transcurre sin darle mayor importancia, como debe ser, y en la que se ve como en medio de la evacuación de la población europea de la escuela prefieren subir al camión a un perro antes que a un rwandés.

Los actores principales completan un papel más que correcto. John Hurt en su habitual buen registro y Hugh Dancy que evoluciona efectivamente, son dirigidos por este extraño director, Michael Caton-Jones. Un realizador que es capaz de dirigirte una de las peores películas del año 2006 como lo es “Instinto básico 2” o la más que reconocida por la crítica “Memphis Belle” (mira que es aburrida), la épica “Rob Roy” (me sigo quedando con Gibson en “Breaveheart”) o la revisión del clásico “The Jackal”. Centrándonos en la película, cuenta con la ventaja de tratar un tema que por el mero hecho de tratarse ya cuenta con un crédito adicional. Una terrible historia basada en unos hechos que no lo fueron menos y en los que en su recreación, sin abusar de ellas, no se huye de las escenas violentas llenas de salvajismo que se justifican por la situación que describen. Aunque seguramente nuestro destripador experto en África encuentre fallos, falacias y abusos de los tópicos, lo cierto es que se trata de una película interesante, bien rodada y en la que el final, desgraciadamente, se toca con las manos desde la primera escena. El silbido de los machetes hutus no está en nuestro registro sonoro, como no lo estaba la palabra genocidio, sin embargo, pronto nos acostumbramos a ella. Por lo que este previsible desenlace no es un defecto de “Disparando a perros”, sino una problemática que surge con este tipo de películas, documentales y hasta telenoticias, en las que la imagen-denuncia han aniquilado nuestra capacidad de sorprendernos ante unos hechos que no deberían dejarnos indiferentes. Claro que si nos dejaron así en su momento, ¿por qué habríamos de cambiar ahora?

6 de agosto de 2007

El perfume de la Dama de Negro, de Gaston Leroux

Tras la relectura de “El jugador”, novela con la que se inspira y expira uno, me topo con “El perfume de la Dama de Negro” de Gaston Leroux. Libro propio de eso que llaman literatura juvenil, es la segunda parte de “El misterio del cuarto amarillo”, una novela de misterio en la que la protagonista había sufrido un intento de asesinato en un cuarto que estaba cerrado por dentro y al que nadie, aparentemente, había accedido. Un misterio que sólo el ingenioso reportero Rouletabille pudo resolver. Leído muchos años atrás y quizás por ese recuento de años de la lectura del primer volumen me hizo caer en la necesidad de terminar de completar el misterio (y retomar lo juvenil de la colección) e inicié la búsqueda del aroma de la Dama de Negro. Ni que decir tiene que esta segunda parte, no prevista por el autor y escrita únicamente a tenor de la fama del Cuarto amarillo, contiene un sin fin de referencias a la primera historia (la regresión necesaria ha sido importante, pero a medida que el libro avanza uno se acuerda más y más de la historia), pues es una falsa continuación que arranca con la boda de la protagonista (siento que los que no han leído la primera parte se hayan percatado de la salvación de la Sra. Stangerson, protagonista femenina). Un inicio que bien podía haber sido el final de la primera parte y que lejos de lo idílico del momento no es más que el arranque del drama que está por llegar. El asesino al que creían muerto aparece de pronto ante la estupefacta mirada de la Sra. Stangerson. Una llamada de auxilio hace que todos los personajes principales se reúnan de nuevo para hacer frente al terrible malandrín. Y no se reúnen en comisaría sino en un castillo que encuentran de lo más conveniente para hacer frente a la amenaza que les ronda. Además de la habitual estupidez de encerrarse en un lugar aislado y hundido en las rocas de una pequeña península cuando el asesino te persigue, la novela desarrolla todo un abanico de tópicos de las novelas de misterio que el cine se ha encargado de contarnos machaconamente una y otra vez. Por lo que la disculpa de la fecha de escritura, principios del siglo XX, en la reiteración de tópicos queda un poco descolgada ante la ansiedad de saber dónde se esconde el malo malísimo. Personajes misteriosos, posibles embaucadores, sospechas sobre citas impensables, sombras en la noche, secretos del pasado, confesiones inconfesables, complejos de Edipo… giro argumental y giro y giro hasta retorcer al lector y provocarle una tortícolis en el juego de espejos en el que termina convirtiéndose la Dama.

Contado en un diálogo o conversación entre el lector y Sainclair, el mejor amigo de Rouletabille, el Perfume está lejos o lejísimos de las grandes novelas policíacas (categoría del que el autor huye todo lo que puede hasta que termina, en ese diálogo que mantiene con el lector, confesando que el relato que leen se ubica en este género literario) de Chandler (aunque él iba más por la novela negra), Christie (de la que sólo he leído una) o el propio Poe (que te mete el miedo en el cuerpo con sus terroríficos cuentos). Sin embargo la historia está bien tejida y nos conduce de manera envolvente hacia el fondo de un misterio que se complica hasta el punto de mantenernos atentos a los detalles y buscar (referencia de Científico Social Avanzado) la pista que delate al culpable. Claro está, como sucede en todas estas novelas, que el final será sorprendente y cogido por los pelos. Mucha imaginación en el discurso final de un Rouletabille que nuevamente resolverá el misterio y que nos presentará una consecución de mínimas pistas en las que aparece, como por arte de magia, el culpable.

Una novela entretenida y ligerita que se convirtió en un éxito total. Uno más de este autor francés que ha logrado colar en varias versiones cinematográficas sus obras, tanto el Cuarto como la Dama o incluso alguna serie televisiva. Aunque, claro está, la más famosa y que más éxito le ha reportado a este periodista es “El fantasma de la ópera”, basada en una novela anterior “Trilby” del británico George du Maurier (eso dicen). Adaptada en todo tipo de formatos, el Fantasma ha obtenido mucha más fama que el joven reportero Rouletabille, y eso que el personaje se estiró y estiró es otros relatos.

3 de agosto de 2007

El jugador, de Fedor Dostoievski

el jugadorNovela que describe como ninguna el mundo del juego, no desde el punto de vista de la crítica social sino desde una aproximación al pensamiento absorto del jugador que no puede detenerse ni un momento en un pensamiento. El jugador aparece como un ser simple, cuyas acciones están basadas en un único estímulo, el ruido de la ruleta. Presa de estos sentimientos, no poseen ningún tipo de control y todo lo que se encuentra a su alrededor pasa a un segundo plano aunque casi siempre sea la excusa para la ludopatía que sufre alguno de los personajes.

El retrato psicológico de miedos, deseos, odios, anhelos y rencores que traza la obra se sostiene sobre tres personajes en torno a los que gira la obra: el protagonista Alexei, joven preceptor de la familia del general Ralskolnikov (segundo protagonista) y la tía de este último. Un triangulo en el que el único que no esconde su proximidad al vacío es el personaje más pobre, Alexei. Jugador habitual sin suerte pero con un enorme sentido del honor y perdidamente enamorado de la hijastra del general. Un general que vive muy por encima de sus posibilidades, acumulando deudas y realizando todo tipo de equilibrios mientras espera la muerte de su rica e insoportable tía. Cercana la muerte de la anciana, la troupe se instala en un lujoso balneario centroeuropeo a la espera del telegrama que confirme la muerte y, por tanto, el cambio de situación económica. Un cambio que le permitiría al general casarse con la Sra. Blache, una especie de cazafortunas venida a más y de la que el militar estaba desesperadamente enamorado. Sin embargo, la tragedia ronda las obras Dostoievski (Dostoevski, Dostoyevski o directamente Достое́вский) como las mosca a la miel, y la súbita aparición de la presunta moribunda en el hotel donde se hospeda la familia cambia el rumbo de los acontecimientos.

Acida con los suyos, la tía del general no perdona el comportamiento de su sobrino, que vive por encima de sus posibilidades, persigue a una cazafortunas, acumula deudas… y mientras piensa en cómo fastidiarle pone a su disposición al joven Alexei, con el conecta bien y al que le tenía reservada una pequeña pero importante misión: enseñarle a jugar en las ruletas del casino. Sin duda, la crítica social que Dostoievski realiza en toda la obra, en la que no deja pasar la oportunidad para poner a parir a los propios rusos, a los alemanes (algo menos en este caso) y muy especialmente a los franceses, queda a un lado para conducirnos por el mundo del juego. Trepidante aventura en la que padeceremos las venturas y desventuras de los jugadores en las mesas, los nervios en casa uno de los giros de la ruleta, el dinero cambiando continuamente de mano, la explicación de los sistemas infalibles que nunca terminan de funcionar… Dinámica sencilla la de poner una suma de dinero encima de un numerito y esperar a que la bolita terminase de dar botes por la ruleta hasta detenerse en la fatalidad del destino.

Escrita en un descanso mientras publicaba capítulos de “Crimen y castigo” en una revista literaria rusa, sólo tardó un mes en escribir esta novela corta. Ritmo rápido en la escritura que trasciende en el desarrollo de la narrativa. Hecho al que sumado la temática, nos ofrece como resultado una novela con un ritmo trepidante que, sin embargo, no pasa por alto ningún detalle, acomodando bien la historia, apuntalando los personajes y no precipitando un final idílico sino ofreciendo uno más próximo a sus propias experiencias. “El jugador” no es una novela al uso sino un viaje por uno de los mundos que mejor conocía Dostoievski, el del juego. Se sabe que el autor ruso era un jugador consumado que solía acumular fuertes deudas, hasta el punto de salir de su país por el miedo a las represalias. Quizás por ello, una de las notas más características del relato es la falta de interés a la hora de juzgar la conducta de sus personajes. En las habituales brillantes descripciones a las que nos acostumbra el ruso en sus obras, con las que nos acercamos a la parte más íntima de los pensamientos de los protagonistas, no existe como en esta (puede que sólo en “Crimen y castigo”) una ausencia total del deseo de moralizar o culpabilizar la conducta que los jugadores temerarios tienen. Él los comprende y nos los presenta en todo su esplendor, en los buenos y los malos momentos.