28 de abril de 2007

Don't look back, de Bob Dylan

Cuarenta años después de su estreno, se publica una edición especial en doble DVD del mítico filme 'Don't Look Back', dirigido por D.A. Pennebaker y que descubre a un Bob Dylan de gira por Reino Unido en la cima de la popularidad y compartiendo escenario con otros músicos como Donovan o Joan Baez.

El filme se rodó en la primavera de 1965 durante una gira que Dylan realizó por Inglaterra, donde fue recibido como una celebridad, y ahora se publica el martes, por primera vez en España [guiño, guiño -Teddy Bautista- guiño, guiño], en una edición especial con dos DVD y casi tres horas de duración.

25 de abril de 2007

Vida en insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin, de Vladímir Voinóvich


Publicado por Los Libros del Asteroide, éste es un libro fundamental en lo que a literatura antibelicista se refiere y, por lo tanto, merece un espacio en este lugar. Conecta directamente con la primera de las novelas de esta serie y Vladímir Voinóvich, que es su autor, supo adelantarse a las comparaciones rápidamente. Iván Chonkin será el punto de partida de toda la novela y de sus actuaciones no cabrá esperarse nada bueno pues, al igual que Schwejk, también es tonto. Un tonto en otro sentido, pues si el soldado checo era irremediablemente tonto, Chonkin será el fruto de la tontería militar soviética, un tonto amaestrado para ser tonto y que sólo es tonto en función de su permanencia en el ejército. Para todo lo demás, Chonkin es un campesino ruso cualquiera.

Antes de abrir el desarrollo del libro merece que nos detengamos en la figura de su escritor. Vladímir Voinóvich es un escritor nacido en Tayikistán que se procuró un futuro dentro de las filas del Ejército Rojo. Sabiendo que lo suyo eran las letras, Voinóvich no tardó en reconvertirse en cronista y periodista radiofónico. Las detenciones de literatos rusos que se practicaron en los 70 hizo que Voinóvich comenzara su giro disidente e hiciera uso de su ironía y su sarcasmo para trivializar la importancia de la política soviética. Expulsado primero de la Unión de Escritores Soviéticos y más tarde de la misma URSS, fue privado de nacionalidad gracias a una orden del propio Breznev. Para entonces en París Voinóvich ya había publicado las historias de Iván Chonkin que hoy nos ocupan. La obra sólo pudo ser distribuida de forma clandestina por la URSS hasta que, tras la Perestroika, por fin pudo haber una edición rusa. En 1979, publicó una secuela de la misma titulada Pretender to the throne. Con esta obra, Voinóvich se ha granjeado un lugar en la historia de la literatura antibelicista, aunque también antisoviética. O más estrictamente anti-la antiURSS que constituía el mundo político que él observaba y en el que él ya no creía. Un detalle para el frikismo que a más de uno le va a gustar: Voinóvich, antes de sus problemas por lo que escribía, fue el compositor de la letra del himno oficial de los cosmonautas soviéticos.

La edición que Los Libros del Asteroide nos propone lleva un prólogo sobre literatura rusa de Horacio Vázquez-Rial que no tiene desperdicio. En él se nos incluye a Voinóvich dentro de la ya clásica literatura rusa de corte irónico y sarcástico y no le va a faltar razón, la verdad.

Argumentativamente, el libro comienza en los días previos al inicio de la guerra entre la Alemania Nazi y la URSS. El soldado Iván Chonkin será enviado a la custodia de un avión de guerra estropeado en una aldea perdida. En principio es enviado para una semana, pero el estallido de la Guerra y todo el revuelo que ello conlleva hará que el destino de Chonkin sea olvidado y su puesto abandonado. Desde ese momento Chonkin deberá arreglárselas por su cuenta y riesgo sin esperar de sus superiores ni noticia ni ayuda alguna.

El libro tendrá dos fases claramente diferenciadas. En la primera Chonkin se nos presentará como un torpe soldado soviético, que no entiende la lógica que rige en el Ejército Rojo. Vamos, que Chonkin será fiel reflejo de cualquiera. Inmerso en una Institución que de tomarse tanto en serio a sí misma ha sido incapaz de ver lo ridícula que era, Chonkin no encontrará razones donde se supone que claramente las hay, no entenderá los principios marxistas que le tratan de imponer. Incluso cuando se encuentre en situaciones comprometidas, sólo sabrá responder sentencias ilógicas dadas por sus mandos, hasta que se de cuenta de lo ridículas que son y comience su giro de personalidad hacia lo que realmente es: un campesino de vida tranquila.

La segunda parte será un desfile de personajes tan hilarantes que no tiene desperdicio. Voinóvich se encarga de que conozcamos los mecanismos más ínfimos de la maquinaria de represión soviética y, como si de un Esperpento de Valle-Inclán fuera, nos va presentando situación tras situación, con los miedos de unos –los represaliados- y de otros –los represores. Aunque a decir verdad serán estos últimos los que tengan más miedo. A más que perder, más miedo. Eso es innegable. Y que te quiten el carnet acusado de ser anarquista por no convocar una manifestación y permitir sin embargo que ésta se convoque de forma espontánea es sin duda para tener miedo.

Cabría suponer que en una novela donde lo absurdo reina a sus anchas la credibilidad de las situaciones es más que cuestionable. Sin embargo esto no es así. Voinóvich tiene la habilidad de hacernos creíbles tales situaciones al meternos en la mente de cualquier personaje que nos presente. Las descripciones de todos y cada uno de los personajes nos conducen a lo ya comentado: el miedo. Éste es un elemento fundamental de la vida de los campesinos, de los funcionarios, de los jefes, hasta de los caballos. Todos arrastran miedo por donde quiera que vayan y dejan que éste les dicte qué es lo que tienen que hacer. Las situaciones se vuelven de una verosimilitud tal que de terrorífico que es uno no puede sino soltar la carcajada -¡atención lectores del suburbano!

En definitiva simpatiquísima novela antimilitar, divertida y fundamental para ver lo absurdo que hay en el mundo y aprender que no hay que tomarse demasiado en serio a sí mismo. Quizá no se lea del tirón por culpa de un estilo un poco áspero -no se sabe bien si debida a la traducción o al estilo de Voinóvich- pero bien merece ese pequeño esfuerzo de acabarla. Aunque sólo sea por el Camarada Stalin.

24 de abril de 2007

Nicholson, el careto de la bestia

[Publicado en El Mundo, 23 de abril de 2007]

Por Borja Hermoso

El domingo día 'veintidósdeabrilaguasmildedosmilsiete' cumplió 70 zapatazos uno de mis amores fílmicos incondicionales. No tengo muchos. Algunos, sí. Y como la cifra de 70 es así de redonditamente conmemorativa —aunque no me negaréis que la anterior tampoco está nada mal, aunque no precisamente en lo conmemorativo, ejem—, voy y me largo el panegírico que sigue. Aviso: la cosa va de cine. Que nadie se me mosquee antes de tiempo. Hoy escribiré de cine y hasta nombraré películas. Un lujo. Eso sí: no son estrenos. Para eso, os remito a otros blogs y webs, que los hay y buenos.

Siempre he creído que Jack Nicholson es, más que un actor, un género en sí mismo. Me explico. O lo intento. Quiero decir que a mí, particularmente, siempre me gusta ver a este ograzo en una pantalla. Es aparecer su tormentosa jeta en la pantalla —en sus versiones 'cabronazo redomado' o 'tipo peligrosamente ambiguo'— y yo hala, a gozar, a gozar. Para mí es algo inexplicable, lo de Nicholson, va más allá de la mera dimensión del actor de cine, pisa terrenos tan arriesgados que, de no ser tan jodidamente bueno, a menudo sería patético. El caso es que nunca me lo ha parecido.

Tengo una hermana a la que, aparte de adorar igual que a la otra hermana que también tengo, le presto oídos cuando dice cosas, porque las cosas que dice suelen ser, por este orden, originales, contundentes, divertidas. Le gusta el cine, y dentro del cine, le gustan mucho ciertos señores, y entre ellos está Jack. Entre esas cosas que dice mi hermana hay una que es la que viene a cuento aquí: "Yo, en la vida, quiero llegar al punto de locura de Jack Nicholson". Igual da que le intentes convencer de que lo de Nicholson es mentira, porque a eso se dedican los actores, a mentir, unos genial, embrujadora, desarmantemente, otros sin puñetera gracia ni dote. "No, no, es que él seguro que es así", me contesta cada vez que le hago ver lo transitorio de sus neuras (de las de Jack). Y la verdad es que, al final, mi hermana me ha hecho dudar, porque a lo mejor, resulta que sí, que este tío es así. Y esa duda me hace disfrutar todavía más de él.

Y sé que algun@s ya estáis masajeando el teclado para decir cosas relacionadas con el pasote histriónico del monstruo, de su eterna exageración, de su pose y de su escasa capacidad para hacer cosas reposaditas, y tal y cuál. Me da igual. Los amores incondicionales lo son porque hace tiempo quedó demostrado que, pese a todo, la cosa siempre merece la pena. Yo, a lo mío. A Jack.

Jack me ha hecho reír como un poseso ('Mejor imposible', 1998, y no debí de ser el único, porque ganó el Oscar). Me ha hecho reír con hipos (ese padre viudo y extraviado de 'A propósito de Schmidt', 2002, que se echa a dormir en la cama de agua y acaba con el cuerpo molido y la mente anulada...). Me ha hecho sonreír y reír alternativamente ('Cuando menos te lo esperas', 2002, con la gran, gran, gran Diane Keaton y el pesado de Keanu Reeves). Me ha acojonado literalmente en 'El resplandor' (1980), porque me creí que la pesadilla real de Shelley Duvall en aquel hotel de montaña no estaba sólo en la cabeza de su personaje, sino tambièn en la del propio Nicholson: no en la del enloquecido escritor y padre de familia Jack Torrance, sino en la de Nicholson... pero esto deben de ser cosas mías y de Stanley Kubrick. Por cierto, yo, que hace poco lamentaba por aquí la escasez de buen cine de terror, defiendo esa película delante de quien sea menester. Hasta delante del Boyero enmascarado, que la odia cordialmente, lo mismo que casi siempre odia a Kubrick, a quien yo casi siempre adoro. Bueno, de eso hablamos otro día.

Jack me ha metido la desazón en el cuerpo con el rebelde y peligroso Randle Patrick McMurphy, inquilino indeseable del sanatorio mental de nomeacuerdodónde, en 'Alguien voló sobre el nido del cuco': otro 'peaso' Oscar. ¿Y qué digo yo aquí de 'Chinatown', 'El cartero siempre llama dos veces' o 'El honor de los Prizzi' que no resulte idiota? Mejor me callo. Y lo mismo hago respecto a la hidra mafiosa de 'Infiltrados'. Y sí, lo admito, 'Las brujas de Eastwick' no está entre las tres o cuatro mejores pelis de la Historia. Pero a mí me cruje. Y veo y reveo y reveo y me divierte y me regocija y me descoloca 'Mars Attacks!', en la que el genial Tim Burton pintó un papel de presidente sicópata de los EEUU exclusivamente pensando en 'Big Jack'. Lo mismo que el 'Joker' de 'Batman'. Burton ha sabido en esas dos películas extraer la inacabable dimsneión icónica del careto de Jack Nicholson.

Como Hitchcock, como Louis de Funes, como los cómics de Nicolas de Crécy y de Will Eisner, como mi pobre Real Sociedad o como el foie de las Landas, lo mío con Jack Nicholson es cuestión de militancia.

Setenta años ya. Angelito. Una vez me pasé tres días, tres, esperando a que un agente que trabajaba para él me llamara al periódico para decirme cuándo hacíamos la entrevista telefónica. Hasta hoy. 'Nasti de plasti'. No hubo entrevista. Ni siquiera llamada. Fueron tres días de tembleque y pirrilera. Pero, con retraso, sin rencor y con toneladas de admiración, este fan disfrazado de periodista y de bloguero le dice a la bestia: 'japiberzdeituyú' y que cumplas muchos más. Sigue dando caña.

16 de abril de 2007

"Regreso al infierno", de Irwin Winkler

Regreso al infierno”, no es la primera película que se hace sobre las dificultades que los soldados estadounidenses se encuentran en su vuelta a casa. El tránsito de la guerra a la normalidad de sus hogares ya ha sido tratado con anterioridad en el cine. Pero esta película es la primera que se centra en la vuelta de Irak. Por lo que supone una novedad, sobre todo si tenemos en cuenta que parte desde un planteamiento valiente. No por el contendido de denuncia, que lo hay, sino porque emulando [guiño, guiño -Teddy Bautista- guiño, guiño] en ciertos aspectos al estilo de “Pena de muerte”, se intenta realizar una exposición de los hechos más o menos aséptica para que sea el espectador el que llegue a sus propias conclusiones.

Pariendo de varias historias cruzadas que tienen como punto de partida la noticia del reemplazo de un grupo de soldados que combaten en el campo de batalla iraquí (llámese también calle de una de sus ciudades). Como no podía ser de otra manera, en el último día de campaña, su unidad es atacada con terribles bajas y heridos. Todos tratados por el Dr. Will Marsh, interpretado por el siempre mal situado Samuel L. Jackson. Acción que se traslada del asfixiante desierto a las calles de una tranquila ciudad estadounidense, donde los soldados que han servido lo mejor posible a su país quieren retornar al punto exacto en el que lo dejaron. Reincorporación laboral que en algunos casos es imposible al haber sido sustituidos por otros trabajadores (violando la ley que se supone les obliga), retorno a una vida familiar y profesional que debe compatibilizarse con las lesiones de guerra, el establecimiento de los puentes destruidos con la familia no por las heridas físicas sino psiquiatritas… Unos personajes ciertamente esterotipados y un tanto de telefilme de mediodía que, sin embargo, dan buena cuenta de los diversos prismas de esta realidad. Problemas de adaptación, falta de reconocimiento en la sociedad, dificultades en la superación de las secuelas físicas y psíquicas (la conversación de ingestión farmacológica que mantienen dos de los protagonistas, resulta del todo reveladora). Una descripción que en suma, y teniendo en cuenta que es una película Made in Hollywood, puede resultar tremendamente acertada en uno de los peores momentos de la guerra de Irak. Entretenida e interesante, pero que dentro de unos años habrá perdido el impacto histórico.

3 de abril de 2007

Cartas desde Iwo Jima, de Clint Eastwood

Falsa segunda parte de “Banderas de nuestros padres” en la que relataba el desembarco, conquista y posterior creación y explotación de los héroes de la batalla de Iwo Jima. En esta película, Eastwood nos acerca a la Segunda Guerra Mundial desde la visión de los japoneses. Dentro de la línea antibelicista que ha tomado últimamente este blog, con entradas como “Las aventuras del valeroso soldado Schwejk” o “Adiós a las armas”, en esta ocasión se presenta una película que no duda en mostrar las asperezas de la guerra en su máximo grado. Sin preparar demasiado las escenas en las que se puede ver la crueldad de la batalla, la miseria del ser humano al empuñar un arma de fuego, la bondad del compañerismo en la lucha por la supervivencia… elementos que van apareciendo ante los ojos de los espectadores simplemente en el desarrollo de los acontecimientos. Es sólo el conflicto el que saca lo mejor y lo peor de nosotros mismos. No existe ningún motivo para anticipar una escena que en la vida real no necesitaría ninguna justificación. Eastwood lo sabe.

Cartas desde Iwo Jima” discurre por una línea argumental preocupada por no dar una imagen necesariamente negativa de los japoneses. El director muestra el lado más disciplinado de la cultura oriental en la que nada queda al azar. Un general de esos que se han cortado con el patrón de Occidente, disciplinado, sagaz y generoso son sus tropas. Tiene un plan, cavar una serie de túneles a lo largo de toda la isla para resistir el máximo tiempo posible en una batalla que sabe perdida antes de iniciarse. Sacrificio al que parece dispuesto él y todas sus tropas, que convenientemente aleccionadas por la propaganda nipona creen que los americanos son viles, vagos, cobardes y que no saben combatir. Pronto, en una batalla sin descanso, al menos descubrirán que poseen una mayor capacidad ofensiva y recursos. Sin caer, como hemos dicho, en los elementos preparados, se reserva algún artificio made in Hollywood, enmendado con algún giro aparentemente impensable en el Ejercito de los EEUU.

El escenario no es otro que los kilómetros de cuevas y el terreno desolado de una isla perdida en medio de Pacífico y que se convirtió en el objeto de deseo de ambos bandos. Para la describir mejor ese ambiente se crea una atmósfera, no agobiante con el espectador, sino con los protagonistas. [Aunque si se me permite, diré que aquí se peca de una cierta falta de recreación de la conducta humana en la privación de sueño, alimentos, luz solar… todos ellos están demasiado enteros a la hora de ejecutar sus actos.] Nada mejor para crear este paisaje que una fotografía extraordinariamente cuidada, tal y como acostumbra el director, que en esta ocasión, no podía ser menos, continua imprimiendo su ritmo pausado al desarrollo del guión. Puede que en algunos momentos demasiado lento. Sin embargo se agradece que conduzca la historia con gran firmeza, sin separarse de lo que quiere mostrar ni un solo instante: todos los momentos por los que puede pasar un soldado a lo largo de la guerra. Sin juzgar sus comportamientos. Mostrando, acertadamente, una imagen que suponemos próxima a la realidad. Aunque no sin pecar en algunas descripciones facilotas de los que es lo bueno y lo malo.

En ciertos momentos la historia se hace absolutamente volátil, pudiéndose situarse en el Irak de ayer, de hoy, y tristemente, de mañana (ahora comprobarán como la expresión “absolutamente volátil”, no es la más afortunada). En el fragor de la ofensiva enemiga, los soldados que conocen sus obligaciones como súbditos del Emperador y el precio de su fracaso en la defensa de Iwo Jima, no dudan en poner fin a su vida como un honor más de los muchos que un soldado puede tener. No resulta falso ni exagerado este relato e imagen desoladora de cuerpos desmembrados por sus propias granadas o con un tiro en la sien. Las crónicas de la Guerra del Pacífico cuentan el descubrimiento de centenares de cadáveres japoneses que se había practicado el ritual de la hara-kiri. Pero en esta resistencia asimétrica de los soldados del Imperio frente a las tropas estadounidenses, Eastwood no duda en recuperar las viejas historias de los Kamikazes. Generalmente pilotos suicidas (aunque había un poco de todo en la generalización del término), podemos ver un kamikaze en forma de oficial que después de perder su posición decide morir con honor superlativo, esto es, lanzándose con una mina a los bajos de un tanque estadounidense. Como si de un miembro de Al-Qaeda primitivo se tratase, puede que esta reflexión de la desesperación humana y el último intento de dar un sentido a su propia muerte, sea el planteamiento de una posición respecto a al realidad que les está tocando vivir a miles de soldados estadounidenses en Irak. O puede que simplemente quiera mostrar lo irracional de tal comportamiento.

El deseo expreso del director de no doblar esta película, en la que los protagonistas son japoneses, ni de lejos un idioma de fácil entendimiento para la amplía mayoría de los que se encontraban en la sala [guiño, guiño - Teddy Bautista – guiño, guiño], priva al espectador de un montón de matices que sin duda apreciará en un segundo visionado del archivo película. No es momento de criticar el cine en versión original, al fin y al cabo es la máxima representación de lo que el cine EEUU hace en su país con el cine extranjero. Diría que podemos apreciar mejor el trabajo de los actores, pero teniendo en cuenta que no entiendo ni papa de japonés y que las caras a penas se las veía intentando descifrar las letras que a mi me parecían ideogramas y que, sin embargo, eran unos minúsculos letreritos blancos que hacían de subtítulos, pues respecto al apartado del casting sólo haremos algunas reflexiones globales.

En este apartado, además de la presunción de la correcta elección de los actores, la gran virtud no es otra que presentar a los personajes como occidentales. A través de las Cartas podremos verificar la poca diferencia que existen entre estos soldados y oficiales con los de cualquier regimiento que lucha en el bando contrario. Un humilde panadero que es arrancado de los brazos de su mujer embarazada con la promesa de regresar. Un General que ha visitado los EEUU donde era tratado con todos los honores, es inteligente, duro con la tropa, pero generoso son sus soldados. Otro oficial degradado por no obedecer una orden directa de un superior extremadamente cruel. Estereotipos muy bien armados no para sobrevivir en la taquilla y producir la inmediata identificación de los personajes con los distintos segmentos del público sino para mostrar que en la guerra los enemigos no son muy diferentes de tus vecinos. No existen los enemigos absolutos. Al menos no entre la tropa que es conducida a la batalla.


1 de abril de 2007

Adiós a las armas, de Ernest Hemingway

Por C.C.Buxter.

Con esta entrada sobre "Adiós a las armas" cumplo gustoso la invitación que el_situacionista me hizo de colaborar en esta recién iniciada serie de literatura antibelicista para Destripando terrones. Claro que lo que en principio era una invitación se convirtió después, en sus propias palabras, en “un reto”: de haberlo llamado así desde un principio no hubiese aceptado de ningún modo, por supuesto. Pero ya no era digna la retirada…

Ernest Hemingway no concibió Adiós a las armas como un alegato contra la guerra; no hay moralina pacifista, simplemente se limita a contar la guerra tal y como es, de una forma realista: atroz y horrible. De hecho, la trama parte de una experiencia personal: Hemingway sirvió como voluntario en Italia durante la I Guerra Mundial. Conducía ambulancias, y un buen día resultó herido en las piernas, por lo que tuvo que ser hospitalizado. Allí, como le sucede al protagonista de la novela, mantuvo un romance con una joven enfermera.

Adiós a las armas, digámoslo claro y sin etiquetar, es ante todo una gran novela. Junto al elemento bélico, transita de principio a fin de la novela una gran historia de amor que da lugar a uno de los considerados mejores finales de la literatura moderna. Según Hemingway, para que alcanzara la perfección tuvo que modificarlo una docena de veces. Claro que si hubiese que creer a pies juntillas todo lo que Ernest “Fanfarrón” Hemnigway decía…

Lo que sí está claro es que Hemingway fue lo que se suele llamar “un testigo de excepción” de la terrible tragedia de la época histórica en la que transcurre la novela. Porque, de no haberse producido la más cinematográfica segunda parte, no habría ninguna duda en considerar la Gran Guerra del 14 como el acontecimiento más pavoroso del siglo XX. No ya por el uso del gas mostaza, ni por el castigo sobre la población civil, ni siquiera por la absurda guerra de trincheras: lo que realmente asusta de esa guerra es el gran cataclismo moral que produjo. Porque antes de 1914, a pesar de la política de bloques y de las tensiones propias de la expansión colonialista, nadie creía que pudiese haber una nueva guerra en Europa: eso era cosa de un pasado bárbaro. La gran ilusión, el libro en el que Norman Angell demostraba que la interdependencia económica y financiera de las potencias europeas hacía imposible una nueva guerra, se convirtió en un best seller académico y popular. Pocos sospechaban que, casi simultáneamente, el general Von Bernhardi ultimaba su Alemania y la próxima guerra… Con la concatenación de declaraciones de guerra que suceden a los hechos de Sarajevo, un furor nacionalista recorre toda Europa, haciendo tabula rasa de lo que hasta entonces se defendía para embarcarse en las uniones sagradas y en el convencimiento de que esta iba a ser una guerra relámpago, “la guerra con la que se pondría fin a todas las guerras”.

Pero en 1917, tiempo en que transcurre Adiós a las armas, ya nadie cree en la victoria. En la novela se refleja muy bien el cinismo y la casi indiferencia con la que muchos de los personajes se posicionan ante una guerra que no ofrece visos ni de ser ganada ni de ser perdida. La guerra se ha convertido, simplemente, en una trampa de la que nadie logra escapar.

No soy partidario de dar demasiados detalles sobre el argumento de la novela; la contraportada y el prólogo ya suelen hacer suficientes estragos sobre la capacidad de sorpresa del lector… El protagonista es Frederick Henry, un joven e idealista estadounidense que se alista voluntario para combatir en la Gran Guerra contra los imperios centrales. Destinado en Italia, un año antes del armisticio, conduce ambulancias para trasladar heridos, hasta que él mismo se convierte en uno de ellos. Hospitalizado en Milán, allí se enamora de la también estadounidense Catherine Barkley, una enfermera a la que ya había conocido antes de ser herido. Y hasta aquí puedo leer. Sólo añadiré que Henry participa en el desastre de Caporetto, batalla que tuvo lugar a finales del año 1917 y en la que las tropas italianas, sorprendidas por el ataque combinado de los ejércitos prusiano y austro-húngaro, sufrieron alrededor de 50.000 bajas y 30.000 heridos.

En la novela se refleja bien la tensión entre lo individual y lo colectivo que caracteriza a tantas historias sobre la guerra. Si Henry y Barkley se hubiesen conocido en otro tiempo o lugar, nada impediría que pudiesen vivir su amor libremente; pero se conocen en Italia y en 1917, y los deseos individuales tienen que ceder frente a la época histórica que les trasciende. Por otra parte, tampoco pueden maldecir por completo la guerra: sin ella, probablemente nunca se hubiesen conocido. Sin embargo, y al contrario de lo que sucede en Casablanca, aquí los protagonistas, lejos de arrodillarse sumisos ante la Historia, van a llevar más allá su voluntad hasta hacerla realidad… Y hasta aquí puedo leer.

Cuando leí Adiós a las armas, hubo un pasaje que me impactó especialmente. Se encuentra en la Parte tercera (en concreto, en el capítulo XXX), que transcurre en su mayoría durante la retirada de las tropas italianas. Son los siguientes párrafos:

“Me condujeron detrás de la hilera de los oficiales, hacia un grupo que esperaba en un campo, cerca del río. Mientras andábamos tiraron. Vi el relámpago de los fusiles y oí las detonaciones. Nos juntamos con el grupo. Se componía de cuatro oficiales, delante de los cuales había un hombre con un carabinero a cada lado y varios hombres vigilados por carabineros. Otros cuatro carabineros, apoyados en sus fusiles, escoltaban a los jueces militares. Eran carabineros con unos sombreros muy grandes. Los dos que me habían detenido me empujaron al grupo que iba a ser interrogado. Miré al hombre al que los oficiales preguntaban. Era el teniente coronel bajo y grueso de los cabellos grises que habían sacado de la columna. Los jueces tenían todo el celo, la flema y la sangre fría de italianos que matan sin correr el riesgo de ser matados.
- ¿Su brigada?
Respondió.
- ¿Regimiento?
Respondió.
- ¿Por qué no está usted con su regimiento?
Respondió.
- ¿Es que no sabe que un oficial debe quedarse con sus hombres?
Lo sabía.
Eso fue todo. Otro oficial habló.
- Ha sido usted y sus iguales los que han permitido a los bárbaros poner los pies sobre el sagrado territorio de la patria.
- ¿Qué dice usted? –preguntó el teniente coronel.
- Es a consecuencia de traiciones parecidas por lo que hemos perdido los frutos de la victoria.
- ¿Ha tenido usted que retirarse alguna vez? –preguntó de nuevo el teniente coronel.
- No se debería haber obligado a Italia a retirarse. ¡Y nosotros estábamos allí, bajo la lluvia, para escuchar esto! Estábamos frente a los oficiales, y el prisionero estaba delante de ellos, ligeramente a un lado por deferencia a nosotros.
- Si usted me quiere fusilar –dijo el teniente coronel-, fusíleme en seguida, sin más interrogatorio. El interrogatorio es idiota.
Hizo la señal de la cruz. Los oficiales se consultaron. Uno de ellos escribió algo en una hoja de papel.
- Abandono de tropas. Condenado a ser fusilado –dijo.
Dos carabineros condujeron al teniente coronel a la orilla del río. Se alejó bajo la lluvia, viejo, abatido, con la cabeza cubierta, escoltado por dos carabineros. No vi cómo le fusilaban, pero oí las detonaciones.”

Cuando lo leí tuve una sensación extraña, mezcla de rabia e impotencia. Porque lo que más me impactó es que, pese a la profunda irracionalidad de la escena, es perfectamente verosímil. Qué fácil imaginar a esos patriotas descargar su frustración nacionalista sobre los demás. Qué fácil ver sus labios moverse para pronunciar esas grandes palabras que les son tan queridas: Patria, Nación, Libertad, Revolución. Qué fácil oír su voz condescendiente propagando the old lie contra la que Wilfred Owen clamó, la vieja mentira idealizada por Horacio: Dulce et decorum est pro patria mori. Faltaría más: sobre todo cuando son los otros quienes mueren.

Qué fácil todo ello. Pero qué difícil contenerse para no responderles con la misma palabra con que Cambronne clausuró el hundimiento de los ejércitos napoleónicos en Waterloo, con “la más bella frase que quizá jamás haya dicho un hombre”, según Victor Hugo. Es decir:

- ¡Mierda!